Luminiscencias; por Alma Karla Sandoval

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«Foucault expone que las sirenas son la forma prohibida de la voz atrayente. No son sino enteramente canto. Simple surco plateado en el mar, cresta de la ola, gruta abierta entre las rocas, playa inmaculada, “¿qué son, en su ser mismo, sino la pura llamada, el vacío feliz de la escucha, de la atención, de la invitación a la pausa?»

Todos los días se pregunta si lo logrará. Conoce el rumbo, así que el viento tendría que serle favorable, eso decía Séneca, pero no. El libro que debe escribir se empantana y junio es una tormenta azotando recuerdos. Iba en la proa de una lancha en Puerto Marqués, tenía seis años. Tomó ese paseo en Acapulco con su familia. El cielo se fue cerrando para ir hiriendo la tranquilidad de los veleros, las llantas negras de hule sobre las cuales flotaban los turistas en una alberca de agua salada con arena más gruesa, con más oro. Su padre había pagado la aventura. Recuerda el olor a huachinango, el brillo de una escama rosa junto a los asientos de la lancha blanca, frágil. Las olas crecieron apenas rebasaron la espuma en la orilla. Se soltó el miedo, pero esos dos señores de treinta y tantos años que eran sus padres, no lo decían. A ella le resulta imposible olvidar la lividez de esos rostros tonándose verduzcos mientras más se hundían en el mar picado. A pesar de las paredes de agua bronca que se alzaban, la niña no se inmutó. La madre la sujetaba de la cintura por detrás cerrando a veces los ojos porque la pequeña insistía en permanecer de pie mirando aquello, el sube y baja del barquito. Era como volar o bailar, sentir la fuerza de un elemento que ahoga, que mata. Y, sin embargo, aprendió a quedarse quieta calculando cuánto viento necesita una ola para manifestarse de ese modo. Muchos años después leyó a Bachelard, El aire y los sueños. Entendió entonces el arrojo que la arrastra a este libro. Todos los días se pregunta si va a lograrlo de nuevo, si se quedará de pie, desafiante, ante el temor que produce la belleza marina, ante su elevación misteriosa.

Pascal Quignard reflexionó sobre Butes, el marinero que se lanzó al agua para abrazar a las sirenas, el que renunció a la cera en los oídos, a un mástil como Ulises porque él sí quería oír el canto de la belleza o el conocimiento de primera mano en esas voces de mujeres míticas con cola de pez. Foucault expone que las sirenas son la forma prohibida de la voz atrayente. No son sino enteramente canto. Simple surco plateado en el mar, cresta de la ola, gruta abierta entre las rocas, playa inmaculada, “¿qué son, en su ser mismo, sino la pura llamada, el vacío feliz de la escucha, de la atención, de la invitación a la pausa?”1.

Convertirse en sirena, tener vida acuática y vida atmosférica que se desunen durante el nacimiento. Vida de larva casi un pezy vida de mariposa casi un pájaro. Eso, no esconderme de una actitud sentipensante, no caer en la tentación silente del dualismo porque “elige, no se puede tener todo en la vida”, en efecto, los lugares comunes nos aprisionan, nos encadenan.

Ay, pobre de la gente que nunca comprende/un milagro de estos y que solo entiende/ que no más trigo que el de los trigales/ y que no hay más rosas que las de los rosales, se quejaba la poeta uruguaya Juana de Ibarbourou.

Eso, el rechazo a toda maravilla, proviene del temor antiguo de los filósofos: miedo a sentir, ¿no habremos olvidado ese miedo? “Hoy todos los filósofos, tanto los actuales como los futuros, somos sensualistas, y no en cuanto a la teoría, sino la práctica. Aquéllos, por el contrario, estimaban que los sentidos corrían el riesgo de atraerlos fuera de su mundo, del frío reino de las ideas, y de llevarlos a una isla peligrosa y más meridional donde temían que se les derritieran sus virtudes de filósofos igual que la nieve se derrite al sol”2 porque antes el requisito para filosofar era ponerse cera en los oídos, un verdadero filósofo no tenía oídos para la vida.

Considerar que toda música es de sirenas constituye una superstición muy antigua del filósofo, ese que busca, pero no encuentra, como acotó María Zambrano, el que no se arroja al mar porque los poetas están para eso, para mojarse, para rendirse ante lo que Alfonso Reyes llama el tercer valor de la literatura: el de la emoción “de humedad espiritual que la lógica no logra absorber: estilística”3. Esta humedad es decididamente analgésica desde el contexto de Karen Blixen: “La cura para todo es siempre agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar”.


1 Foucault, Michel. (2008). El pensamiento del afuera. Madrid: Pre-textos, p.20.

2 Nietzsche, Friedrich. (199). La Gaya ciencia. Barcelona: Ariel, p. 372.

3 Reyes, Alfonso. (1997). La experiencia literaria. CDMX: FCE, p. 85.

Equipo de Redacción

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