El hombre tiene que establecer un final para la guerra. Si no, esta establecerá un fin para la humanidad”

John Fitzgerald Kennedy

La obra Ficcionario de las guerras de Homero Carvalho Oliva nos involucra en ese terrible afán que tiene el ser humano de las guerras permanentes en que vive inmerso, no sólo bélicas, sino de su falta de comunicación y de tolerancia con el otro. Parece ser que el pasaje bíblico de los cuatro jimetes del Apocalipsis, como son la guerra, el hambre, la peste y la muerte, del Libro de las revelaciones, no se alejaran del entorno, no solo nuesttro, sino del mundo: “Los cuatro hermosos caballos aparecieron en el convento cuando caía la noche, eran tan hermosos que el Abad creyó que eran un regalo de Dios y decidió cuidarlos. Antes de que el sol bañara los establos llegaron los cuatro jinetes.”

La guerra solo es ocupación deleitable para los que saben que ganarán medallas y lauros para sí, sin darse cuenta que cargarán el estigma de la desolación de las noches que ya nunca más serán placenteras, si la conciencia lo permite, se verán acosados por susurros y llantos de almas que jamás pidieron ofrendar sus vidas: “Llegó hasta mí con la vergüenza de los que se saben malditos y antes de que le preguntara de dónde venía, me miró con sus ojos derrotados y, en ellos, pude descubrir a los muertos que cargaba.

Las anécdotas y vivencias de generales y militares que intervinieron en las tantas guerras libradas en nuestro suelo boliviano manifiestan que quienes extendieron batallas y lograron sendas medallas de mérito, les pertenecía a los soldados, humildes, pero valientes que no retrocedieran, antes bien respondían a esas arengas y defendían al suelo patrio. El osado militar que comandaba las tropas debía saber frente a quienes estaba y saber elegir las palabras para despertar los verdaderos intereses, unas veces con poéticas palabras: “El enemigo que veis al frente desaparecerá como las nubes cuando las bate el viento”. Otras, los soldados ignaros no entenderán, sino el vocabulario de sus intereses: “Ven a esos hijos de puta que tenemos al frente, si no los derrotamos hoy, esta noche serán los que se van a violar a sus mujeres y a sus hijas”. Es el que conoce a su gente, aunque los maneja a su antojo.

La guerra, siempre la guerra, parece que hubiéramos nacido con un gen especial que se alerta todas las veces que, se corroen las entrañas del odio y la ambición de poder y la maledicencia de seres que quieren manifestarse y ser recordados en la páginas de la historia, nefasta, si, porque llevan el estigma del dolor de seres pobres y serviles que, con la promesa de un sitial en su patria ofrendaron sus vidas, cuántas veces, no a las balas, sino al hambre y la ignominia de nombres que pasaron a la historia y sus almas se debaten en la falta de perdón. que el Diablo y Dios reconozcan a los suyos”, sentenció un oficial cuando nos quejamos de juntar cadáveres sin respetar la nacionalidad y la solemnidad de la muerte. Cuando acabó la guerra, los sobrevivientes que vinieron de lejos retornaron a sus hogares, yo, que soy del Chaco, perdí el mío, porque en las negociaciones de paz mi tierrita quedó del lado que los diplomáticos les cedieron a los paraguayos.”

Los entretelones familiares, militares y de gobierno. La frustración que se vivió y se vive en predios de alto mando. La inestabilidad, casi permanente, de los estados de gobierno, nos persiguen de manera trágica porque quien llega al poder, se contagia de la efervescencia del enriquecimiento gratuito y no ostenta, para nada, los principios de lealtad a su patria, menos a sus habitantes que parecen contemplar ensimismados lo que sucede y no les queda sino, la resignación: “Campero quería combatir y mostrar al pueblo boliviano que también era un estratega militar, decidió comandar nuestras tropas y las peruanas en la Batalla de El alto de la Alianza y fue derrotado porque las guerras no se ganan con narcisismos; *(…) No le importó la dignidad nacional, más importante era cuidar la silla presidencial hasta que fue por semilla, su primo se la quitó y el militar no pudo recuperarla como tampoco recuperamos el mar.”

La mujer, la aguerrida, la amante, la hija, siempre es la misma por su coraje y su decidida acción. Ella es fuerte y enfrenta cualquier dificultad y frente a la batalla más dura, seguro que empuñará el arma y vencerá, como lo hicieron las mujeres, valientes de muchos de estos cuentos, que enfrentaron, no una, sino varias guerras y salieron triunfantes, aunque dejaron en los campos de batalla al ser querido. pero arrullaron entre sus brazos al fruto de su amor. La guerra que no se pudo vencer fue la insensibilidad gobernante que jamás reconoció el valor y el sacrificio de tanta gente que volvió de las trincheras con el sabor de la derrota, pero con el amor de encontrar a sus seres queridos, muchas de ellos lisiadas, pero no conocieron la suficiente emulación monetaria.: “La tercera guerra la sostuve durante muchos años como madre soltera de la niña que mi amado me dejó para que lo recuerde en su mirada. La guerra terminó en 1935 y a mí, por ser mujer, me hicieron esperar veintidós años para reconocerme como Benemérita de la Patria, recuerdo la fecha, un 24 de enero de 1957, cuando a los varones ya les habían otorgado la renta vitalicia y recibían la magra pensión con la que el Estado premiaba nuestro sacrificio.”

Y, la guerra continúa, no bélica, pero sí personal, es la mente del ser que no puede vivir en paz y busca situaciones, acciones, de cómo enfrentarse a una lucha, consigo mismo o, con los demás, porque, también se libera entre líneas, las palabras son el peor y mortífero engranaje de una guerra sin cuartel, solo de un bolígrafo y papel, de un ordenador y una corriente eléctrica, luego se librará la batalla más cruel, la de la palabra que hiere, la de la palabra de una gloria insulsa, o de seguidores que leerán sin menoscabo: “a contemplar el cielo, los montes y los ríos, a sentir que soy la Tierra y así volver a escribir. Mis armas serán las palabras, certeras y mortíferas como las balas de una carabina, declaró y se quedó escribiendo, antes de que se le fuera la inspiración, mientras los demás partieron al encuentro de las balas de la carabina.”

El afán de creer en algo superior y sobrenatural, los dioses de la mitología que no descansaban de verse uno mejor que el otro. Ese egoísmo de poder los condujo a la destrucción. Hoy, con un solo Dios, el ser humano no deja sus antivalores que lo van destruendo poquito a poco: “Viéndose con poder, Dios, único y todopoderoso, decidió que lo mejor era destruir a los demás y, como lo que se hace en el cielo se refleja en la tierra, a medida que eliminaba a sus divinos hermanos y parientes, en la Tierra caían las estatuas y los templos dedicados a ellos.”

Las guerras raciales, de todos los tiempos. El odio del ser blanco contra los que poseían piel negra o mulata. Los llamaron mutantes porque había que darle un nombre para que, en favor de la ciencia y la humanidad, se pudiera camuflar ese odio racial que envenena a muchos corazones que no resisten, menos perdonan a gente de color que pudiera estar presente. Como en toda pandemia, las guerras del odio se impregnan de virus que originan grupos selectos que quieren la supremacía en contra de grupos minoritarios que les obstruyen su ambición de poder: “Al comprobar que ninguna vacuna dio resultado, se optó por la Navaja de Ockham, que recomienda que la solución más simple es la correcta, se observó que la piel de los mutantes, luego de unos días de despojarse de sus actitudes y prejuicios racistas, retornaba a su color originario.

Hay interrogantes que nos persiguen porque es difícil encontrar la respuesta que nos satisfaga, y es una interrogante que se expande y se escucha en corrillos o en reuniones, a veces no se entiende el por qué se lucha, por qué se despierta la animadversión contra alguien o algo. A veces es el odio del poder que atenta y contagia a otros belicistas, hasta convencerlos que deben ensayar las armas nucleares o no: “Lo que no entiendo es porqué estamos luchando.

Sin embargo, la estupidez existe y se extiende por el mundo porque ya nadie se entiende, ya nadie es tolerante con el amigo, el vecino, la persona que cruza la calle. No se puede mirar a los ojos de nadie porque se horroriza de ver destellos de odio y rencor y no saber por qué: “Cada mañana, en el templo infinito, Dios reza para que los hombres no hagamos estupideces.”

Muchos más cuentos siguen con la misma finalidad, la de movernos la conciencia del porqué luchamos, si sabemos que solo nos hacemos daño. El escritor francés, Albert Camus, expresa: “El gran Cartago lideró tres guerras después de la primera seguía teniendo poder, después de la segunda, seguía siendo habitable, después de la tercera… ya no se encuentra en el mapa” .

Equipo de Redacción

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