Una semana, un poeta: Aurelio Arturo

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Aurelio Arturo, poeta colombiano y referente esencial en la poesía nacional, se destacó por su magistral uso del lenguaje y la metáfora. Su obra trascendió a sus contemporáneos, influyendo a generaciones posteriores.

Fuente: Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia de Aurelio Arturo». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en https://www.biografiasyvidas.com/biografia/a/arturo_aurelio.htm [fecha de acceso: 29 de abril de 2024].

Biografía

(La Unión, Nariño, 1906 – Bogotá, 1974)

Poeta colombiano considerado el de mayor influencia en la nueva poesía nacional por su singular uso de la palabra y la metáfora. Aurelio Arturo es una isla afortunada en la geografía lírica de Colombia. Algunos lo insertaban como una voz marginal en la nómina del grupo Piedra y Cielo (al que pertenecieron figuras como Jorge Rojas y Eduardo Carranza), pero su poesía, además de lograr los ideales semejantes de musicalidad, de refinado manejo de la emoción y de seducción mágica del lenguaje de los piedracielistas, fue bastante más lejos que ellos. En un país locuaz y retórico, su ejemplo de concisión y su discreción personal se apartaron por completo de los afanes de éxito dominantes. La poesía de lengua anglosajona (T. S. Eliot y Dylan Thomas, entre otros) acompañó secretamente su obra. 

Graduado en derecho, Aurelio Arturo ocupó a lo largo de su vida cargos destacados y tradujo a diversos líricos ingleses. El poeta había nacido y pasado su infancia y adolescencia en el sur, en Nariño; allí la naturaleza, como un eco paradisíaco, lo llenó de perplejidades, llevándolo a escribir su único libro Morada al Sur (1963), ganador del Premio Nacional de Poesía Guillermo Valencia otorgado por la Academia Colombiana de la Lengua y que sería reeditado en 1975, 1977, 1982, 1986 y 1988.

Morada al Sur es una de las obras líricas más significativas e influyentes del siglo XX en Colombia. Magnífico poeta pese a carecer de una obra abundante (apenas excede los mil versos), la huella de Aurelio Arturo puede rastrearse sin dificultad en los poetas colombianos posteriores, surgidos en los años setenta y ochenta, como Giovanni Quessep, Juan Manuel Roca, Omar Ortiz, William Ospina, Walter Azula y Gabriel Arturo Castro. La concisión de su estilo se nutre de lo tradicional y lo nuevo; su voz señera se ha definido como «la música del enigma», que pretendía «una vuelta a la palabra primera, al origen».

En 1970 se publicó en España el volumen Antología de una generación sin nombre, realizada y prologada por el español Jaime Ferrán; una dedicatoria puesta por los incluidos al inicio evidenció las preferencias y enlaces generacionales de ese grupo: «Al poeta colombiano Aurelio Arturo, en sus sesenta años». La obra de Aurelio Arturo ha sido explorada por Hernando Téllez y otros destacados críticos y ensayistas, entre ellos P. Gómez Valderrama, F. Charry Lara, J. G. Cobo Borda y Martha Canfield.

Fuente: Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia de Aurelio Arturo». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en https://www.biografiasyvidas.com/biografia/a/arturo_aurelio.htm  

Poemas

Amo la noche

No la noche que arrullan las ramas
y balsámica con olor de manzanas,
con el efluvio de la flor del naranjo;
oh, no la noche campesina
de piel húmeda y tibia y sana;

no la noche de Tirso Jiménez
que canta canciones de espigas
y muchachas doradas entre espigas;
no la noche de Max Caparroja,
en el valle de la estrella más sola
cuando un viento malo sopla sobre las granjas
entre ráfagas de palomas moradas;
no la noche que lame las yerbas;

no la noche de brisa larga,
hojas secas que nunca caen,
y el engaño de las últimas ramas
rumiando un mar de lejanos relámpagos;
no la noche de las aguas melódicas
volteando las hablas de la aldea;
no la noche de musgo y del suave
regazo de hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la noche de las ciudades.
Yo amo la noche que se embelesa
en su danza de luces mágicas,
y no se acuerda de los silencios
vegetales que roen los insectos;
yo amo la noche de los cristales
en la que apenas se oye si agita
el corazón sus alas azules;

y no es la noche sin cantares
la que amo yo, la noche tácita
que habla en los bosques en voz baja,
o entra a las aldeas y mata.
Yo amo la noche sin estrellas
altas; la noche en que la brumosa
ciudad cruzada de cordajes,
me es una grande, dócil guitarra.
Allí donde dulcemente respira
un perfil cercano y distante
al que canto entre sus espejos,
sus sedas y sus presagios:
valle aromado, dátiles de seda;
cuando hay un rincón de silencio
como un jirón de terciopelo
para evocar esos locos viajes
esas partidas traspasadas
por el vaho tibio de los caballos
que alzan sus belfos en el alba.

Yo amo la noche en el cansancio
del bullicio, de las voces, de los chirridos,
en pausa de remotas tempestades, en la dicha
asordinada, a la luz de las lámparas
que son como gavillas húmedas
de estrellas o cálidos recuerdos,
cuando todo el sol de los campos
vibra su luz en las palabras
y la vida vacila temblorosa y ávida
y desgarra su rosa de llamas y lágrimas.

Canción de hojas y lejanías

Eran las hojas, las murmurantes hojas,
la frescura, el rebrillo innumerable,
Eran las verdes hojas -la célula viva,
el instante imperecedero del paisaje-
eran las verdes hojas que acercan en su murmullo,
las lejanías sonoras como cordajes,
las finas, las desnudas hojas oscilantes.

Las hojas y el viento.
Hojas con marino ritmo ondulaban,
hojas con finas voces
hablando a un mismo tiempo, y que no eran
tantas sino una sola, palpitante
en mil espejos de aire, inacabable
hoja húmeda en luces,
reina del horizonte, ágil
avecilla saltante, picoteante por todos
los aros del horizonte, los aros cintilantes.

Las hojas, las bandadas de hojas,
al borde del azul, a la orilla del vuelo.
Eran las hojas y las murmurantes lejanías,
las hojas y las lejanías llenas de hablas,
las lejanías que el viento tañe como cuerdas:
oh pentagrama, pentagrama de lejanías
donde hojas son notas que el viento interpreta.

En las hojas rumoraban bellos países y sus nubes.
En las hojas murmuraban lejanías de países remotos,
rumoraban como lluvias de verdeante alborozo,
reían, reían lluvias de hablas clarísimas
como aguas, hablas alegres de hadas, vocales de gozo.

Y las lejanías tenían rumores de frondas sucesivas,
las lejanías oían, oían lluvias que narran leyendas,
oían lluvias antiguas. Y el viento
traía las lejanías como trae una hoja.

Canción del niño que soñaba

Ésta es la canción del niño que soñaba
caminando por el salón penumbroso
de brisa lenta que estremecía sus pequeñas alas,
y oía, afuera, entre los árboles las arpas de la noche,
y voces ¿por qué tantas voces en el silencio?

Y cuando ya en el lecho su estrella descendía
y se quedaba temblando en un rincón como un sollozo,
el niño salía por la ventana como un pajarillo
pero su cuerpo muerto se estremecía en el sueño.

Y subía a las montañas y a la nieve lunar de las montañas.
Veía landas sin luna, desiertos acuáticos
y por fin hacia el final de las sombras,
una ciudad desierta, iluminada
y como en un relato de magnificencia y catástrofes,
por las calles un solemne cortejo: un asno
paso a paso y sobre su lomo entrañas humanas,
entrañas: gruesos rubíes y topacios.

Y termina la canción porque el gallo canta
y el sueño despierta el pequeño cadáver,
y llega el alba sobre sus yeguas blancas.

Silencio

Cabelleras y sueños confundidos
cubren los cuerpos como sordos musgos
en la noche, en la sombra bordadora
de terciopelos hondos y olvidos.

Oros rielan el cielo como picos
de aves que se abatieran en bandadas,
negra comba incrustada de oros vivos,
sobre aquel gran silencio de cadáveres.

Y así solo, salvado de la sombra,
junto a la biblioteca donde vaga
rumor de añosos troncos, oigo alzarse
como el clamor ilímite de un valle.

Ronco tambor entre la noche suena
cuando están todos muertos, cuando todos,
en el sueño, en la muerte, callan llenos
de un silencio tan hondo como un grito.

Róndeme el sueño de sedosas alas,
róndeme cual laurel de oscuras hojas
mas oh el gran huracán de los silencios
hondos, de los silencios clamorosos.

Y junto a aquel vivac de viejos libros,
mientras sombra y silencio mueve, sorda
la noche que simula una arboleda,
te busco en las honduras prodigiosas,
ígnea, voraz, palabra encadenada.

Equipo de Redacción

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