Los pilares del silencio

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Nos han impuesto, desde una visión conservadora, una sola manera de producir textualidad que no incomode, que no pacte con la lectura de siempre, que rete, una textualidad desafiante cuyo valor es su estética.

Isabel Allende at Frankfurt Book Fair 2015 - Fotografía: Wikipedia

Por: Alma Karla Sandoval

La obra de Isabel Allende y ella misma como figura de las letras latinoamericanas permiten pensar en un necesario revisionismo despatriarcalizante, me refiero a la relectura de aportaciones de mujeres que han sido menospreciadas pese a los alcances de su obra, descubrimientos o labor feminista. Todo lo contrario, se sigue mirándolas con sospecha, regateándoles importancia, semiborrándolas porque eso también existe: la invisibilización por medio de la cual se las ignora en menor o mayor medida.  Isabel Allende, en cambio, supo transitar décadas con la marca de hacer lo doble que cualquier escritor para obtener la mitad de reconocimiento. Si bien es una de las autoras más leídas, libro que saca es traducido a cuarenta idiomas en automático, ese éxito mundial en ventas no es suficiente, la crítica no la ha leído como Pablo Neruda, macho alfa de la poesía, pero que impulsó a Allende a escribir novelas.

Isabel Allende, en cambio, supo transitar décadas con la marca de hacer lo doble que cualquier escritor para obtener la mitad de reconocimiento.

    La chilena lo sabe y lo denuncia en cada conversación con medios de todo el mundo. A los ochenta años está consciente de que fue muy afortunada, en su opinión hubo escritoras de su generación con mucho más talento que ella, pero sin suerte en el mercado. Los pies en la tierra le han servido para extender sus límites de autora con una fundación de buenos fondos que ayuda a las migrantes en Estados Unidos. Platicando lúcida con la controversial y, para algunos, vomitiva lacaya de Televisa durante mucho tiempo, Adela Micha, la escritora habla de un documental en Netflix, Mercury 13, que trata de un programa secreto de entrenamiento de mujeres para hacerlas astronautas en los años sesenta. Financiado por el millonario William Randolph «Randy» Lovelace, ese proyecto tomó a trece aviadoras con miles de horas en el aire y las examinó en dos fases. Cada una obtuvo calificaciones superiores a las del grupo de astronautas hombres a quienes sí les fue permitido seguir entrenándose en la base de Florida porque cuando la NASA se enteró de que estas mujeres eran física y mentalmente superiores a lo mejor que ellos habían elegido para entrenar, exigió el cese del proyecto. La protesta no se hizo esperar, pero el mismo congreso estadounidense y el presidente, Lyndon Baines Johnson, desaprobaron el hecho de que las mujeres pudieran volar al espacio. Vieron cómo resolver esa injusticia, se inventaron un requisito que ellas no podían cumplir: experiencia con aviones militares. La verdad es que no permitieron que una mujer estadounidense guapa, joven, fuerte, inteligente, fuera más allá de nuestra órbita antes que un hombre. Los rusos, con menos prejuicios, avanzados en materia de derechos de las mujeres, ganaron y Valentina Tereshkova, en 1963, se convirtió en la primera mujer en visitar el espacio. Isabel Allende reseña ese documental con rabia que no disimula y quien esto escribe comprende que no había entendido a fondo los efectos del machismo literario porque le creí a los hombres que leí pordebajeándola, entre ellos, el que fue mi héroe cuando era joven: Roberto Bolaño. Debí escuchar con más atención a Rosa Montero porque ella advierte de que los escritores con el aplauso de la crítica envidian con toda su alma a los autores que triunfan vendiendo decenas de miles de sus libros.

     No obstante, con todos los triunfos de Isabel Allende, con esa cantidad de lectores que se mantiene firme al paso de los años, ella ya está “más allá del bien y del mal”, como se dice, pero no olvida, no suelta nuestras reivindicaciones y descubro que su obra, en conjunto, es un homenaje a las mujeres que han tratado de detener a cualquier costo y, debe decirse, lográndolo en la mayoría de los casos como ocurrió con las chicas del Mercury 13. Más preguntas me asaltan, ¿por qué me dejé llevar por el eco de la crítica literaria masculina que suele juzgar más severamente a las escritoras?, ¿por qué no profundicé en El harén en Occidente de Fatema Mernisssi que siempre citaba, pero sin ánimo de una lectura en clave en verdad feminista que me interpelara o me sirviera para defender a mi propia obra años después? La ensayista marroquí compara la representación de las mujeres en los desnudos de grandes pintores occidentales, Ingres, Velázquez, Goya, con la manera de mostrar a las mujeres en las miniaturas árabes. Llega a la conclusión de que todas las modelos sin ropa aparecen pasivas, en calma, complacientes, mudas; en contraste, las chicas orientales son pintadas en movimiento, empuñando lanzas, montando tigres o llegando a la casa de un amante durante la tempestad como en una miniatura india de 1830. Los árabes, más agudos observándonos, siempre han sabido que las mujeres somos muy poderosas, por eso hay que controlarnos o taparnos con velos, con burkas. Cautiverios en el espacio, los de ellos; en el tiempo, los de los occidentales. El objetivo es el mismo: no dejarnos avanzar.

     ¿Qué pasa si como intelectuales del siglo XXI no hacemos un revisionismo despatriarcalizante?, ¿si nos dejamos llevar por el facilismo de que “eran otras épocas”, “no se puede juzgar lo que hicieron o les hicieron a las mujeres porque era otra la cultura en ese momento”?  ¿En serio?  Tengo una intuición sobre las consecuencias de la pereza mental o la pérdida de asombro crítico: el achicamiento autoimpuesto, el confort de elegir una piscina siendo sirenas porque, ¿para qué el océano?, ¿para qué, si detrás de mi computadora todo está bien indignándome por once feminicidios al día?, ¿para qué, si llegará el Ulises de un premio literario a reivindicarme, así que mejor seguir como Penélope, esperando sin entender que el mar también es mío? No es mi intención que todas salgan a hacer activismo, tomen la espada o la pluma y formen un ejército, no, pero muchas terminamos aceptando lo que ellos han venido diciendo que es la literatura, la calidad de la misma.

    Nos han impuesto, desde una visión conservadora, una sola manera de producir textualidad que no incomode, que no pacte con la lectura de siempre, que rete, una textualidad desafiante cuyo valor es su estética.  Por eso nos hacemos chiquitas solas en los foros, para que no digan hablamos mucho o estamos enojadas, “ay, qué desagradable mujer, qué radical, qué feminazi”, para que no nos rechacen, claro; para que nos deje el novio, el amante o el marido. La tragedia es que, si no se van o si no apoyan, si no entienden, nuestros libros no van a morder, ni a deleitar, ni a llegar lejos como debieran porque nos han hecho creer que ser considerada una autora feminista es una letra escarlata gracias a la cual nadie te toma en serio, “es sólo una moda”. Por eso hay que portarse “bien”, ya lo dijo Fatema Mernissi: “En Occidente las mujeres inteligentes son feas”.  Agrego que, en esta parte del mundo, la escritura femenina es horrible.

       ¿Nos tragamos esas píldoras?, ¿de qué modo las cosas han cambiado?, ¿cuánto poder editorial o de recepción crítica aún poseen las resistencias que no consideran buenos libros los que nosotras escribimos porque hablamos de nuestra condición? Ahí va el ejemplo incuestionable: se le fueron encima a Annie Ernaux, ganadora del Nobel de Literatura 2021, la tildaron de blanca (no de estar blanqueada), de capitalista, de autoreferencial sin chiste porque su obra es como un cuchillo que abre la fruta negra que es este mundo y nos permite ver el hueso agusanado, la única parte que todavía nos dan a las mujeres para vivir con la culpa o el castigo de ser nosotras mismas, vivir siendo libres y narrarlo. Sin revisionismo despatriarcalizante no frenamos el achicamiento autoimpuesto, así es como nos mantienen silenciadas.

Equipo de Redacción

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