Setecientas palabras; por Alma Karla Sandoval

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La intemperie absoluta, el deseo de ser la muñeca viajera de Kafka

Habríamos sido buenas amigas. Imagino las borracheras con vino helado o vodka enfriándose en una terraza con flamboyanes. Entre tu español y mi inglés desarmaríamos el mundo. Llegaríamos a la misma conclusión: nos temen sin siquiera habernos leído. Miraría hasta el fondo tu mirada. Aprendería con esa forma tuya de contar lo insoportable con tino, con la gracia de una voz que revela el tuétano que nos sostiene. Al otro día también beberíamos para ahuyentar la reseca. Volverías a hablar del accidente, de más vodka, de más necesidad de olvido del que se sirve con memoria como un plato ácido, uno más sobre la mesa donde se escribe la vida a pesar de nosotras. Todo eso, Lucia, todo eso con tu apellido de ciudad helada en marzo, sin acento. No te puedo imaginar más que en un país exuberante o en una ciudad tropical, fascinada por su ruina. No te contaría nada íntimo. Nada a causa del azar. No por miedo de que lo digas en otro universo paralelo donde no llegamos a conocernos nunca, donde las posibilidades de la ficción son lluvia con nieve. Por eso regreso a un recuerdo ficticio, a nuestro amor por los gatos, al desprecio que sabemos leer en los otros, los asesinos. Nunca limpié casas como tú, pero impartí clases para niños ricos que me tronaron los dedos. También los estudiantes me querían como a ti. Pero las palabras, a la hora de un cuento, a nadie más le quedaban como origami desde el primer doblez. Habríamos sido buenas amigas, sí, luego de muchas más copas, de mucho más descanso porque escribir también es jugar a la ucronía, a las ganas de sentir lo que nunca ocurrió, Lucia, lo que nunca.

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Y dale, trae tu sombra de este lado. Dale, inventa un terror a la altura del terror de todos los días. Ayer vi a un muerto. Le pregunto por su alma al tarot, lo dejo ser como a un vampiro o a un palimpsesto. Hay sangre y espadas. Hay una mujer con los ojos vendados y otro corazón sin otro corazón donde encajarse. Hay una torre y el esqueleto a caballo. Las peores cartas, las de los migrantes sin un quinto, con la ropa rota. Hay miedo a que comprendas que necesito un conjuro, un talismán que no deba pasar por metáforas ni pruebas, un remanso con flores y agua de nube que creció en un lago. Trae tu sombra, te digo, tu otro yo enterrado en la página que he subrayado, otra parcela donde lanzar pesos al aire, otro camino donde seguimos esperando a Godot disfrazadas de poetas y sin más profecía que el silencio.

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Ayer una voz me dijo que ese momento era un caballo. No entendí nada. Dejé que el día con cuerpo de dragón quemara la noche. Inventé a otra persona. La gente que no existe en este mundo es más confiable. La gente como tú con barcos estrellándose en su pecho. Un fracaso siempre resulta a la medida de las manos que tocan a gente que no las ama. Esas personas siempre malditas, bajo el signo del peor de los Saturnos. Del caballo nada, ni su recuerdo, ni el humo que fue, el que compré, el que monté en otro poema hasta que salí del ritmo, hasta que el momento se hizo hombre de lodo porque la carne es una serpiente o un ave. Cielo o suelo.

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Cuánto nos gustaba hablar antes de aquello. Cuánto nos gustaba vengar al dolor, ¿te acuerdas? Éramos jóvenes como los bosques rojos que cruzan los trenes rusos. Así de jóvenes, de ingenuos pensando que una novela nos puede salvar hasta de nosotros mismos. Aún así la espero. No tarda en llegar toda esa vida de palabras. Hace poco escuché: “Déjalos vivir”. ¿A quiénes? “Déjalos vivir, es más fácil que matarlos”.

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Conque esto era. Esto y más palabras. Setecientas, ni una más. Esto era, resígnate a la ensoñación, al sueño salado, incomible. Esto no es sólo un pronombre, es una circunstancia abierta a la memoria: la intemperie absoluta, el deseo de ser la muñeca viajera de Kafka, un mito que no puede recibir correspondencia.

Equipo de Redacción

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