La variante Géminis; por Alma Karla Sandoval

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En esta entrega, Alma Karla Sandoval analiza los peligros del diálogo incesante y sus delicias. La autora reconoce un nuevo virus y recurre al panteón griego para explicarlo.

Sigo pensando en la poesía antes de que salga el sol. Recuerdo una novela de María Luisa Puga, Nueve madrugadas y media, en la cual una escritora de 52 años y un joven de 24 que la entrevista para un proyecto artístico, hablan hasta que el amanecer los sorprende alumbrados con sus ideas sobre el mundo y la literatura. Gracias a ese libro crepuscular comprendí el poder del diálogo no sólo como el instrumento infalible de los seductores, sino como otra forma de oxigenación de la vida. La gente que, “si no habla, se muere”, es del club de los seres más interesantes que existen como las mujeres con pasado y los hombres con futuro. Le llamo La variante Géminis porque Mercurio rige esa flexibilidad, esa potencia dialogante.

Si alguien te pregunta, ¿cómo puedes hablar tanto? Lo más seguro es que seas un ser sensible o un lector. La gente que dice mucho ha escuchado sin parar, responde rápido a los estímulos de su entorno, necesita agregar lo que sabe o intuye para sentirse conectado con el universo, para tender el puente que salva en la huida, la complicidad inesperada.

Vivir bajo el signo de Mercurio implica eso, además de contradicciones, de merodeos, de olvidos, pero nadie es perfecto sobre la faz de esta tierra y ante la falsa comodidad del silencio, de la adivinación que a veces impone la vida cotidiana, me quedo con las nubes cargadísimas de letras, de frases, de revelaciones como si fueran globos de un comic atiborrado de palabras.

Pero no crea usted que esta apología de los habladores es una romantización ramplona. La gente que no deja hablar puede ser desesperante, cansa, marea. Es fácil perderse en esos mares de recuerdos, de chismes, de repeticiones. Sobre todo, si tenemos buena memoria o el otro nos interesa realmente, tanto, que lo escuchamos como a nadie nunca. Y eso es peligroso, repito: como a nadie, nunca. Agrego la coma para todo aquel que tenga ojos y sepa de gramática. Como a nadie porque hay habladores que no se pueden olvidar y otros que cuando callan no es que nos gusten más como a Neruda las mujeres silentes, sometidas, sin alma que es decir sin lenguaje ni historias por contar. Agrego la coma, decía, no para crear una elipsis, sino un antecedente que no es dramatismo. Frotar el lenguaje de una contra el del otro es sexi, pero conlleva riesgos enormes. Una nunca sabe si de pronto está hablando con el responsable de que vayas a terapia durante los próximos tres años. La variante Géminis, ergo, es algo así como un precioso virus irresponsable y socarrón, pero quienes la preferimos a la opacidad, la pesadez de los silencios, deberíamos saber cuánta paz nos jugamos en esos laberintos cuajados de luces que el otro enciende cuando habla porque te transporta a su vida y a los de los demás que lo forjaron, que le ayudaron a confeccionar esa máscara que te describe, esa visión del cosmos que te narra.

Hace poco lo volví a hacer sintiéndome María Luisa Puga, pero no con un joven de 24 años porque con el tiempo, desgraciadamente, engorda no solo nuestra anatomía, sino algunos de nuestros terribles prejuicios. En fin, que destape la botella de la mejor o peor versión de mí misma, ya no lo sé, y hablé sin parar durante noches enteras como si Mercurio me hubiera elegido entre todas las ninfas o las diosas. Intuí que había algo suicida en esa puesta del abismo con un extraño que, para mi mala suerte, tomó nota hasta el siguiente amanecer deconstruido. No sigo con la historia, continuará en otra columna.

Lo que vale es este conejo que saco de una chistera a las cinco con cuarenta minutos de la madrugada en mi país. Hace media hora no tenía idea de qué iría este texto, pero recordé la variante Géminis, me supe contagiada y por eso estoy contándolo. Una última advertencia: para esto no hay vacunas.

Equipo de Redacción

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