Indias que se odian o la mestiza amante; por Alma Karla Sandoval

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En esta entrega, Alma Karla Sandoval reflexiona sobre la misoginia que las mujeres introyectan en patriarcados de alta intensidad donde aún no es posible descolonizarse.

¿Dónde y cuándo aprendí que el muñeco negro era el malo y el blanco el bueno?, ¿cuándo escuché que había white trash, es decir, gente blanca drogadicta, indigente, que “no sirve” para nada, que son considerados desechos humanos?, ¿por qué le creí a mi madre o a mis tías que debería evitar todo aquello que fuera teporingo? Esa palabra tiene que ver con lo bordado, con los huipiles, con los collares de chaquira, con el arte indígena lleno de colores que siempre me llamaron la atención y usé más cómoda que nunca cuando estuve casada con un antropólogo. Para mi familia que vive en un pueblo caliente sin centros comerciales con Staburcks, lo teporingo nos disminuye. Pero mi hermana, sin noción teórica de esto, morena, de rizos largos que tiñe de rojo como los de mi bisabuela con ancestros esclavos que llegaron de Haití, lleva lo “teporingo” en el alma y usa accesorios brillantes, se mueve por la vida con libertad, no le importa tanto limpiar su entorno como hacer lo que se le pegue la gana.

Luego de dos divorcios, “ha domado a la serpiente”, como dice Gloria Anzaldúa, y sin saberlo, sus decisiones reivindican a la india que nos enseñan a odiar: la Malinche traidora, la sucia, la emancipada, contestona, la delatora que come lo que quiere, que coge con otras u otros por igual porque está “rajada”, “chingada”, “violada”, pero lo cierto es porque como Coatlicue, es la diosa de la vida y de la muerte, así que se pone a parir los hijos que desea o aborta si se cansa, si no le gusta ese plan. Hablo de la medio bruja, de la sacerdotisa sin permiso, la que abraza árboles que van a talar, la que se arma junto a otras si le quieren quitar la tierra, si le niegan el agua. Ante esa verdad, nos vendieron otra versión aborrecible: la de la india obediente, del «sí, siñor”, la caricatura de la India María que no es ni de “aquí ni de allá” que sedujo a Raúl Velasco. Esa india que se cambia por un cartón de cerveza, un becerro, que el padre le regala al compadre que queda viudo, que en San Juan Chamula venden por trece mil pesos si la niña tiene justo trece años. La india esclava de los usos y costumbres de comunidades protegidas por gobiernos a quienes se les vota con beneplácito.

La india que es la “chacha”, la que no existe ni nombre tiene como bien lo cuenta Rosario Castellanos en Balún Canán. Nadie quiere estar en ese lugar, el de la oprimida, la maltratada, la que no encuentra trabajo ni en Hollywood si no es, ya se dijo, de sirvienta o prostituta como si no fuera suficiente con la memoria de las asesinadas de Ciudad Juárez, las indias de piel marrón, pelo negro, largo, jóvenes, que sirven al consumo de los cuerpos de un orden necropolítico organizado porque la vida de esas indias, como dijo Rigoberta Menchú, son la vidas que no valen como sí las de los blancos cuando cayeron las Torres Gemelas y por eso quisieron cambiar al mundo. Hay otra tercera india: la ladina, la que sobrevive, miente, roba, se deja humillar, pero cobra venganza y se transforma en blanca no con los tratamientos de Michael Jackson, sino con cremas aclaradoras, tintes que las vuelven rubias o luces, “rayitos”. Algunas incluso se compraban pupilentes azules, grises o verdes. Las ladinas consiguen dinero como sea, observan a las blancas, cómo hablan, cómo se mueven, cómo se visten, luego las imitan y las superan. Logran, claro, un amante, un padrino, hasta un esposo que las alejan de un destino esclavizante porque blanqueadas se la juegan para ver si pueden seducir al amo o al sultán. Se parecen a Sherezade contando cuentos maravillosos para que no la decapiten.

Ninguno de los tres estereotipos de india que identifico goza de buena prensa: la primera por insurgente, la segunda por débil y la tercera por jugársela blanqueándose. Qué sencillo resulta odiarlas y que esa animadversión permeé en ellas mismas que son legión si hablamos en términos mestizos, aun cuando la mayoría de nosotras hayamos crecido en entornos más o menos urbanos.

Sigo y cuento que a pesar de que los abuelos de mis abuelos hayan sido españoles y mi segundo apellido sea Arizabalo, he cerrado los ojos ante esa parte de mi mezcla e ido a buscar dónde está eso español, lo europeo en mí. Crasísimo y costosísimo error, de lo que una quiere exiliarse es del posneoliberalismo, de la política que auspicia horizontes forenses, de la pérdida de la seguridad, de la falta de empleo, de los sujetos endriagos que dicen que te aman.

Una vez allá, lo indio es más fuerte que esa necesidad de refugio porque te lo recuerdan cuando dicen, con buena intención, “¡pero qué bonito color de piel tienes, yo no me bronceo así!” o cuando te detienen en el metro de París a las diez de la noche de octubre de 2021 y primero te preguntan si hablas francés o inglés y luego te piden tu pasaporte. Qué decir de las aduanas, de los interrogatorios, de la exigencia de mostrar una copia de mi cuenta bancaria si quiero cruzar el verdadero Atlántico: el del dinero, el del supuesto estado de bienestar porque lo saben: por más que algunas políticas públicas reivindiquen lo indígena, lo subrogan, lo convierten en discurso y práctica para asegurar una hegemonía blanda, bienintencionada, pero nada más.

La morena lo tiene claro: no es güerita y por eso el trabajo se lo darán a la que sí, sobre todo en México, donde la buena presentación significa estar delgada, parecer más joven, sonreír y disimular la herencia indígena, es más, rechazarla discriminando a los demás por “nacos”. Por eso esta reflexión sobre ellas que en algún momento hemos sido casi todas quienes sin darnos cuenta hemos aprendido a odiarnos por ser no ser delgadas, blancas ni altas, sino por desear el milagro de otro cuerpo, otra pigmentación y tratar de conseguirla por los medios que sean: el matrimonio con alguien menos moreno, un amante en la política, un extranjero, un título académico en una universidad también blanqueada, un negocio exitoso o, en el peor de los casos, por la vía del dinero fácil como buchona, por decir algo.

No es que esté mal aspirar, no condeno el deseo de una madre de ofrecer a sus hijas una vida mucho mejor de la que tuvo. Hablo de esa traición necesaria para sobrevivir cuando deconstruirse puede ser más sencillo que descolonizarse. Cuestiono no para debilitar un discurso feminista que tantos siglos nos ha costado abrazar, sino para robustecerlo. Me pregunto por otras vías de resistencia en la piel, a veces me respondo que no basta con que otra mujer indígena o negra tenga sexo contigo, “india que no quiere a las indias, que no les da orgasmos, no puede decir que las ama”, aseguran. Por eso me pareció un poco ingenua esa escena bien escrita en Huaco retrato donde la autora relata cómo en un taller de feminismo decolonial, la profesora la sedujo para tener relaciones sexuales y al final decirle: “Ya está, ahora sí estás descolonizada”porque si bien las ideas pasan por el cuerpo, no necesito acostarme con otra mujer para ser feminista en verdad, eso equivaldría a decir que hombres y mujeres no pueden ser amigos y demás falacias. Aclaro: estos comentarios no son lesbofóbicos, defiendo absolutamente a las mujeres que se desean y/o aman porque sin duda pueden ser más felices sin copiar modelos heteronormados, hablo de la manipulación de la pureza ontológica, la autoracialización. He andado el mundo e igual me ha discriminó una mujer afroamericana en Estados Unidos, cuyos zapatos valen más que todo mi guardarropa, que una blanca llamada Karen. Igual me ha mandado a volar por feminista una indígena oaxaqueña que una católica de Monterrey. También hay morras que me han empujado en las marchas. Me han pagado menos por ser mujer y más por mi experiencia. Como no tengo una biografía de espanto, como sí estudié durante mucho tiempo, como no provengo de un cinturón de miseria, sino de provincia, de una familia de clase media, como las que había antes en un pueblo sin museos; como no tengo ni hijos, no gozo de ese privilegio, pues dizque «no puedo pensar más profundamente», pero eso sí: “tengo muchos recursos y oprimo a las demás”. Calma, queridas, esto es complejo y no por complejizarlo desde las propias carencias, nutrimos el debate, ese tipo de comentarios no nos permiten defender al movimiento feminista. Eso no sirve para construir frentes comunes en tiempos cancelatorios, ya va siendo hora de que ocurra, de que nos preguntemos por otras maneras de amarnos a nosotras mismas, quiero decir bordar mestizudes como las negritudes orgullosas que encuentro despertando en el feminismo barrial. Pero vale, que cada quien exprese lo que quiera. Me gusta recordar a Roberto Bolaño: “Si vas a decir lo que quieres, vas a escuchar lo que no quieres”.

En efecto, hubo quien colonizó y quienes fuimos colonizadas, ¿negarlo?, jamás; ¿olvidarlo?, tampoco. Sí, hemos leído La versión de los vencidos, Calibán y la bruja, La brevísima historia de la destrucción de las Indias que no para, que el capital reacomodó y volvió a conquistar vía el narcisismo, la homofilia, la posverdad, el fake y el algoritmo de las redes sociales. Por eso es muy complicado, cierto, aceptar el racismo, la homofobia, la misoginia, la transfobia, la amenaza de muerte como algo debatible. Darles espacio a puntos de vista diferentes capaces de convivir en nuestras plazas es algo apremiante desde un pluralismo a prueba de cancelaciones o cacerías de brujas desde todos los flancos. Es posible. No olvidemos que el movimiento indigenista en Quito salió a defender la relación muy clara de interdependencia que tiene con lo humano y lo no humano, es decir, con los recursos naturales, con la madre tierra. Los movimientos de mujeres se les unieron, fueron las feministas quienes fortalecieron esa lucha en 2019, en un tiempo, curiosamente, prepandémico.

Las indias que se odian y/o las que desean encajar en el feminismo creyendo que en esta época lo pueden “enmorenar” todo dogmáticamente (la mayoría de las veces sin ser en verdad morenas ni indias o negando que lo son por dentro por más blusas bordadas que se pongan, pero sí, cobrando en dólares en ONG´s) deben repasar estas palabras de Francesa Gargallo en Feminismos desde Abya Yala:

Si las feministas se abandonan al dogmatismo de la perspectiva de la dominación universal masculina, perderán la historicidad de la misoginia como producto de una construcción de la Modernidad que cruza el patriarcado católico colonial con los patriarcados ancestrales para convertir la reproducción del trabajo en trabajo femenino no pagado. Es decir, asumirán como suya la idea de subordinación. Pero si aceptan que las mujeres asumen roles activos, podrán dialogar con las mujeres de los pueblos originarios para que, en su lucha por el reconocimiento de la diversidad cultural, no se reproduzca la negación de sí mismas, de su especificidad social y de sus derechos. Este diálogo es fundamental para destejer la teoría de la complementariedad entre los sexos, que como se verá es enarbolada por todos los pueblos indígenas, de modo que no sirva ‒como de hecho sirve‒ para enmascarar relaciones de inequidad o dominación en los diversos ámbitos en los que se viven las relaciones entre las mujeres y los hombres. Asumiendo la perspectiva de Julieta Paredes, si el feminismo occidental acepta que en todas las lenguas de Abya Yala el esfuerzo de las mujeres para vivir una buena vida en diálogo y construcción con otras mujeres en sus comunidades se traduce en castellano como “feminismo”, entonces será capaz de poner en crisis la hegemonía cultural del colonialismo interno, entendido como característica epistémica de la condición colonial que ha llegado a nuestros días. La pregunta sobre los feminismos no occidentales de Nuestra América, por lo tanto, debe asumir el lugar desde donde se formulan las preguntas. Más aún, el lugar y el tiempo desde donde los sujetos mujeres lo hacen.1

Fran (así le decíamos) nos habla de la importancia del cronotopo, esas líneas de tiempo y lugar que determinan cómo pensamos, qué nos angustia, qué necesitamos reivindicar. Esta filósofa italomexicana alude a la una misoginia histórica que, con todo y su odio (o en nombre de él), Octavio Paz describe en la dicotomía de la santa (virgen de Guadalupe) o la puta (todas las mujeres menos mi mamá y mi hermana) ese doble rasero, el único, nos empuja a la negación de nosotras mismas, a odiarnos en las demás que, suponemos, no son como nosotras o si en verdad son diferentes, mejor para dialogar y comprender el enmascaramiento de supuesta equidad debajo de la cual florece un odio inoculado en ese espejo enterradísimo que debemos romper. Consigamos otro con múltiples reflejos, alejado del binarismo, de lo “bueno” y de lo “malo”, de lo blanco y de lo negro. La ética seria se juega en los grises, estudia esas gamas, comprende el prisma de los dilemas y debates, es un ejercicio poético del intelecto.

El efecto Coatlicue puede ser un antídoto. En las segundas jornadas feministas con escritoras de todo el país que organizó la espléndida cuentista Gabriela Hierro y que se efectuaron en octubre de 2022 en Tlaxcala, me preguntó una aguda narradora, Iliana Olmedo, por qué utilicé la forma epistolar en Cartas a una joven feminista. Le respondí porque necesitaba a otra en quien reflejarme y supuse que esa otra resistía frente a la opresión patriarcal también, así que reviso de nuevo a Gloria Anzaldúa cuando habla de la Coatlicue:

El espejo posee otra cualidad y es el acto de ver. Ver y ser visto. Sujeto y objeto, yo y ella. El ojo acorrala el objeto de su mirada, lo escudriña, lo juzga. Una mirada puede congelarnos en nuestro sitio; puede «poseernos». Puede erigir una barrera contra el mundo. Pero en una mirada también se halla la conciencia, el conocimiento. Estos aspectos aparentemente contradictorios —el acto de ser visto, el quedarse inmovilizado por una mirada, y el «ver al otro lado» de una experiencia— están simbolizados en los aspectos subterráneos e Coatlicue, Cihuacoatl y Tlazolteotl que se agrupan en lo que yo denomino el estado de Coatlicue.2

Se refiere a un trance, a “estar como embrujada” más allá del susto de conocer, de sabernos distintas, en medio de una pigmentación que no nos garantiza la “gloria de las blancas” (si es que existe completa) o el “orgullo de las negras” que puede derivar en arrogancia (no en todos los casos), porque nuestra morenidad simbólica no proviene de la raza de bronce de Vasconcelos, sino de algo que León Portilla apunta: “Para los antiguos mexicanos la tierra está situada en el centro del universo que se prolonga horizontal y verticalmente. Alrededor de la tierra, que es el antiguo monstruo femenino, están las aguas divinas que se extienden por todas partes, hasta hacer del mundo lo enteramente rodeado por agua”3, ¿será que nos enseñaron a detestarnos porque le temían a ese monstruo, a su poder para fugarse de la colonización o la conquistalidad en todas sus formas, incluso la del amor? Este poema de la argentina Marielena Saavedra que una amiga encontró en Facebook el 26 de enero de 2023, nos da la razón:

He visto a las mujeres

más bellas del mundo,

convertirse en diminutas sombras

satisfaciendo los deseos

de sus seres queridos.

He visto a las mujeres

más inteligentes de la vida

haciendo añicos sus argumentos

frente al protagonismo de sus amantes.

He visto a mujeres con alas

sacando lustre a los barrotes

de las jaulas

que les compran sus maridos.

Las he visto bajarse de la luna

para vivir en la cueva de sapo

de su amado.

Las he visto superar el hambre,

las guerras, la muerte

y luego caer de rodillas

frente al beso deshonesto.

Las vi esconder su fuerza,

maquillar su poder,

frenar sus éxitos,

masticando frustraciones ajenas,

haciéndose cargo de necesidades impropias,

cediendo, cediendo, cediendo tanto

que sus cuerpos parecen

desintegrarse, derretirse,

desdibujarse, deshabitarse,

estallar y recomponerse

como un hueso

tras el impacto de una bala.

Las he visto, las veo,

yo también he sido, (soy)

presa fácil y presa difícil

de mandatos rancios

y amores mediocres.

Romperé el espejo

todas las veces que haga falta

y respetaré y esperaré paciente

el día en que todas

podamos vernos liberadas

de tanta pena por nada.

Dos claves: el respeto y la espera, cada quien su tiempo. Lo que sí, hemos cedido el corazón y el vientre, donde comienza nuestra libertad. ¿Qué hace la mestiza cuando dice que ama? Entrega hasta lo que no tiene rindiéndole culto a Lacan4. Empieza olvidándose de sí. A la primera prueba del maltrato, la indiferencia, la asimetría o la violencia, se inflige autogaslithing con el cual se convence de que él no es tan malo, “tuvo un mal día”, “es de carácter fuerte”, se niega a ver la realidad para tener argumentos fantasiosos e irse a vivir a la cueva de sapo de un amante cuando ella ha conseguido la luna con sus propios medios. Cedemos porque non enseñaron que así debe ser para poder conservar, negociar, retener. No nos elegimos.

Aún tengo amigas que piensan que soy infeliz por no tener pareja o que, a pesar de todos mis logros, no estoy completa porque no he conseguido una “relación hermosa o estable”. Me refiero a dos feministas que escriben muy bien, personas con mucho reconocimiento, mujeres que han dicho que me aprecian, pero se complacen de que “no lo tenga todo”. Otro amigo trató de hacerme “pensar”: “Sí, sí, mucho viaje, casa y libros, pero ¿a ti quién te quiere, con quién estás?”. No se les ocurre la idea que una mujer sana, en verdad fuerte y autónoma, es perfectamente capaz de optar por ella misma, por la soledad emocionante aun con días pesados, por la aventura de poder hacer lo que se le pega la gana. Las personas que no logran desmarcarse de un marco epistemológico medieval, de una codependencia normalizada, del romanticismo violento y tóxico por el cual están dispuestas a renunciar a su pulsión de vida, por mucho que han leído, por mucho talento, no consiguen despatriarcalizarse ni curar su herida de orfandad de la cual sí se sirven cuando es conveniente. Ya no hablemos de su capacidad para neojerarquizar los vínculos, de poner a ciertos familiares, amistades, libros, en primer lugar. Esas personas aún creen que la pareja lo es todo. Pagan caro las consecuencias, a veces con la mediocridad.

Es más, dentro de las traiciones más efectivas que he afrontado es la que en inglés se conoce como Trainwreck5, un fenómeno que proviene de un libro homónimo donde se muestra cómo nos encanta terminar de aplastar a una mujer que está cayendo, “darle patadas a la caída” para terminar de castigarla por haberse atrevido a salirse con la suya, así se ciernen campañas de desprestigio en lo privado y lo público cuando se nota que una no se muere sin una pareja, que la pasa bien, en plenitud. Lo más interesante, empero, es que cuando una mujer inteligente se enamora como señaló Ángeles Mastretta, “como una verdadera idiota”, se vuelve en muchos casos el enemigo de sí misma, deja salir a un hombrecito al interior de nosotras, el cual se manifiesta como nunca. Me parece fascinante esa descripción Marta Sanz en Monstruas y centauras:

Y me doy cuenta de que casi siempre que he hablado de feminismo lo he hecho dese la vindicación, incluso cunado me cuestionaba autocríticamente mis posiciones y costumbre, para descubrir que, en lo más profundo y negro de mi occipucio definitivamente no es coño, aunque a veces se le parezca, se escondía un hombrecito como el que vive dentro de los cajeros automáticos. Es un hombrecito que da órdenes y cuenta el dinero. Vindicación cuando, al autoexplorarme la inteligencia, la vida interior, las mamas…o al retratarme desnuda frente al espejo de mis doce, quince, cuarenta, cincuenta años los años transcurren y se sienten en progresión geométrica, descubría entre mis dientes el colmillito afilado, el deseo torcido, de todas las mujeres que me habitan y que, a su vez, llevan habitadas tanto tiempo por sus padres, sus maridos, sus amantes, sus hermanos, sus hijos, sus jefes, sus confesores, sus psicoanalistas. Hay quien echa de menos a su doctor Bartoldi y a su don Fermín de Pas. A su conejito tambor. 6

Ese hombrecito es quien nos convence de ser presas fáciles o difíciles, de caer de rodillas ante besos, abrazos o caricias deshonestas. Y sí, extrañamos esas presencias como sacerdotisas del ideal de la pareja, deidificamos a un hombre o a una mujer, los convertimos en la otra mitad ausente, en el vacío causante de nuestra desdicha cuando no existe bajo la lógica y la realidad, motivo para desear el sufrimiento amoroso para sentirnos completas. Coincido con Simone de Beauvoir en que lo anterior forma parte de un carácter de la mujer moldeado estratégicamente por esos hombrecitos adentro u hombres grandes afuera. Un carácter rendido ante la ignorancia, por el miedo a ver.

Pero hablábamos de respeto, solo quise ejemplificar lo complicado que resulta admitir el sufrimiento que nuestra condición exige para cosificarnos y regalarnos a otro como ofrenda. La mujer en estos casos no quiere aceptar que perdió muchos años de su vida pereciendo, soportando humillaciones por y para nada. No me digan que este martirio no se nos da mucho mejor a las mestizas colonizadas o, incluso, en proceso de descolonización.

¿Cómo desarticulamos esa estrategia patriarcal mediante la que aprendimos a traicionarnos primero a nosotras mismas y nuestros proyectos que a cualquier dios, amo, padre, hijo, patrón? Coral Herrera Gómez se responde de este modo:

¿Por qué nos odiamos tanto? 

Las mujeres competimos entre nosotras por puestos de poder en una empresa, en una institución, en un partido político, en una asociación de vecinos, competimos en el deporte, en el arte, en la cultura, en las portadas de las revistas del corazón. 

Y al patriarcado le encanta ver cómo nos ponemos zancadillas unas a otras, como nos damos puñaladas traperas, y no tiene que hacer nada para que nos destruyamos: ya lo hacemos contra nosotras mismas, y entre nosotras. 

No solo guerreamos contra otras mujeres, también nos hacemos auto boicot, odiamos nuestro cuerpo, no nos gusta nuestra forma de ser, nos exigimos demasiado, nos tratamos con la misma crueldad que a nuestras enemigas. Nos odiamos, nos sometemos a otros, nos ponemos en riesgo en nuestras relaciones.

Piensa por un momento en cómo te hablas y te tratas a ti misma, y en cómo te descuidas, y en las relaciones que tienes con gente que no te cuida, no te trata bien y no te quiere bien. 

Nos odiamos porque tenemos miedo, inseguridades, complejos, falta de autoestima. Y creemos que atacando a otras nosotras valemos más, o aparentamos que valemos más. 

El patriarcado construyó para nosotras la figura de «la enemiga».7

Agreguemos que nosotras también sufrimos las enfermedades de transmisión social, y somos clasistas, racistas, machistas, gordofóbicas, lesbófobas, homófobas, etc., así que atacamos a mujeres que consideramos pertenecen a una clase social inferior o que tienen menos rango, sin darnos cuenta de cómo las dañamos usando nuestros privilegios. Por eso hace falta cohesionarnos aún más como mestizas. No encuentro esa unión, ese protagonismo como fue el del movimiento de las chicanas. En el centro de la República Mexicana, no se diga. Más allá de las valientes colectivas que organizan paros, hacen pintas, prenden fuego cada 8 de marzo, dentro del artivismo o el corpoactivismo no hay propuestas cohesionadas de larga duración con resultados exultantes que no le estiren la mano a ONG´s, partidos o fundaciones extranjeras con millonarios dizque filántropos, lo explico mejor: se trata de un archipiélago de frentes dinámicos, pero no de un continente entero que represente a las que estamos en medio, las que no podemos ser llamadas afrodescendientes o blancas. Las latinas que somos estigmatizadas como “bombas sexuales”, prostitutas, delincuentes, etc. La poeta salvadoreña, Lauri García Dueñas, da fe en este anecdotario que publica en las redes sociales:

Y yo cuento cómo los afrodescendientes en París se burlaron de mi poncho ecuatoriano, un mesero me preguntó si los salvadoreños viajan, en el Eurostar se rieron de mi pasaporte, en migración mexicana una señora de ventanilla me dijo que yo no era estudiante de la UNAM sino trabajadora del sexo, en la UNAM el de las fotocopias me decía pandillera, un hombre blanco de La Condesa me dijo que agradeciera el casting para cortar embutidos, en Kenya (en una reunión de poetas) levantaron la mano para decir que por mis caderas sería buena para parir y no me dejaron entrar en un bar africano por “blanca”, en Ruanda no existía la clave de mi país y pasaporte, en Campeche por ser mujer no pude pasar a una cantina y en México siempre me decían sudamericana o peruana. Centroamérica existe y hay algunas salvadoreñas que viajamos a pesar del racismo.

Quizá deberíamos tomarnos más en serio la palabra Diosa, no solo andar llevando y trayendo la perorata de que, en nuestra cultura, los pueblos originarios veneraban a deidades femeninas con muchísimo poder sobre la vida, la muerte, el sexo, la fecundidad, sino permitir que esa herencia permeé autocríticamente sin negarnos ningún gesto de ternura ni reconciliación. Ya Graciela Hierro habría escrito que “la condición necesaria para el amor es el autoamor, punto de arranque de cualquier apertura al placer. Para tenerlo es necesario conservar la atención constante en el centro de nuestro ser en todo lo que hacemos”8. Cierro con otra inquietud: ¿qué autoconcepto posee la india de mi mestizaje?


1 Gargallo, Francesca. Feminismos desde Abya Yala. Ideas y proposiciones de las mujeres de 607 pueblos de Nuestra América. (2014). CDMX: Editorial Corte y Confección.

2 Anzaldúa, Gloria. Borderlands/La frontera: la nueva mestiza. (2016). Madrid: Capitán Swing.

3 Portilla-León, Miguel. Toltecáyotl. Aspectos de la cultura nahua. (1995). CDMX: FCE.

4 Por aquello de la famosa frase: “Amar es dar lo que no se tiene a quien no es”.

5 Doyle, Sady. (2017). Trainwreck: The Women We Love to Hate, Mock, and Fear… and Why. Estados Unidos: Melville House Pub.

6 Sanz, Marta. Monstruas y centauras. Nuevos lenguajes del feminismo. (2020). Barcelona: Nuevos cuadernos Anagrama.

7 En la entrada de su blog Coral Herrera Gómez, https://haikita.blogspot.com/2023/01/entre-nosotras-como-dejar-de-hacernos.html?fbclid=IwAR1kI28Po9Kjv791iomtfoniVtfYIYgKPorUifb2gLafvM4NLPfmQb7oQZQ. Consultado el 23 de enero de 2018.

8 Hierro, Graciela. (2020). La ética del placer. CDMX: UNAM.

Equipo de Redacción

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