Explorando las honduras de la luz. Sobre la antología “Hacia la luz” de Antonio Arroyo Silva; por Lucía Rosa González

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La poeta Lucía Rosa González reseña la obra ‘Hacia la luz’ de Antonio Arroyo Silva

Hay una impaciencia misteriosa cuando nos acercamos a un autor por medio de una amplia selección de su obra, como si exageráramos el deseo de descubrimiento por si, con tal audacia de elección, el poeta nos desvelara el secreto de su creación. Ese acercamiento al pasado en busca de guiños que muestren su devenir poético, y que nos destape la mirada intuitiva del poeta. El poeta Antonio Arroyo Silva publica la antología Hacia la luz en Abra Canarias, colección Afortunadas. Una veintena de títulos consolidan la obra efervescente de un poeta insaciable, ávido de imágenes simbólicas que dotan esta selección de una melancólica intensidad lírica sin descartar la secuencia temática, el hilo argumental que los teje y fusiona y que no nos va a dejar indiferentes; en definitiva, poemas imprescindibles de su pensamiento poético.

Y digo pensamiento como si las palabras del autor fueran lentes que penetraran por un caleidoscopio y luego hechas riesgo miraran al lector imaginándolo.

Y mediante un intercambio de exploración sensorial u onírica percibir la verdad, lo reflexivo oculto en lo que el poeta dice o consideramos que dice. Y lo anuncia desde el primer libro Captura del silencio en su Arte poética: «Y viviré en la transparencia / que son las estructuras del aliento». Y en Marzo lo remata: «Yo endulzo mi venganza con el polen / sagrado del lenguaje que me habita». Son indicios palpables de lo que más tarde llegará. Afirmaba Borges que desde el primer libro se ve el rumbo de lo que un poeta escribirá a lo largo de su vida.

Pero Captura del silencio, Marzo y Química del error son libros inéditos. ¿Por qué el poeta los descarta? ¿Qué hay en ellos que en su momento no quiso que leyéramos y ahora sí? ¿No sienten sus lectores una enigmática curiosidad hacia tal contenido? Porque gozan de un papel relevante en el quehacer literario de Antonio Arroyo; son el paso, el sendero que relaciona la realidad del autor con esa otra realidad colmada de cosas que dicen. El puente entre lo de antes y lo que después vendrá por medio de un lenguaje sorprendente que significa aventura, vacío, desasosiego, soledad pero también apego y desapego, memoria y creatividad.

Atento al lenguaje de los árboles que serán leña, del bosque, las entrañas del bosque, la sabina que interroga al huracán, del mar, de la dulzura feroz de sonidos que supuran, leal al lenguaje, al proceso de la creación, pendiente de las palabras que lo buscan a él y que presentimos en su voz como si fueran pies, como si fueran pasos porque caminan solas y se van y al regresar son aire, pero también son viento y si no vuelven es porque temen convertirse en llama y entonces no sé qué hará con ellas el poeta, buscador de la metáfora insólita, de un ámbito poético que tiene vida propia, al fin y al cabo en búsqueda de la verdad poética para que la verdad lo encuentre. Una verdad transgresora que se nutre de tradición y modernidad, un aprendizaje apasionado marcado por el descubrimiento, por el riesgo de hacer caso a una imaginación que transforma en canto la realidad del pájaro y el pez en mar, como revela en Las horas muertas, Premio de poesía “Juan Ramón Jiménez” : «Pero cómo no escuchar / el canto de la luz, la sinestesia / de un pájaro encendido por encima / de las voces del mundo».

Pero sobre todo fiel a sí mismo, aunque lo alimenten lecturas tan diversas; son poetas que vienen de un estado incorpóreo al espacio Antonio Arroyo como trocitos de almas y cuyos nombres levitan en su obra: Pound, Eliot, Dante, Rimbaud, Verlaine, Ida Vitale, Al Berto, Marosa Di Giorgio, Eunice Odio, Rilke, Maccanti, Luis Feria, Padorno, Wallace Steven, ese hombre de la guitarra azul.

Previo al exhaustivo prólogo del poeta Daniel Bernal, el propio Antonio advierte en la presentación que inicia Hacia la luz de los diversos registros, diferentes modos de enfrentarse al acto poético pero con la misma voz que lo caracteriza. Poeta que se define iconoclasta, todo lo que lo rodea es materia para su labor poética.

A través de estas páginas hay un encontronazo del autor con su obra con la que interactúa, transcribe el vendaval de su creación para interpretar su propia escritura y desnudarse sin la certeza absoluta de que su aureola creativa esté del todo segura, lo que le facilita un estado de inquietud que, aunque pasajero, es indispensable para arrojarse a lo profundo que es donde radica la memoria, y ahondar no sin desconfianza en ella y acceder al conocimiento que es la morada del poeta, con un guiño no a la nieve, sino a la ausencia de la nieve, a la libertad creadora. Coge entre las manos sus libros y cuestiona no lo que dice, más bien cómo lo dice. Por tanto, su escritura es un arma de lucha como es el caso del libro Bahía Borinquén impregnado de incertidumbre inventiva, ineludible prosa poética de perspectiva surrealista que merece la pena resaltar para dar salida reflexiva no tanto a luz como a la sombra hasta alcanzar el universo que la imaginación aporta.

Sucede que Antonio Arroyo entra al mundo ausente de sus poetas amados: José María, Rafael, Leocadio…, sucede que la mujer inventada le exige explicación del milagro, del porqué la creó, sucede que busca lo real y lo irreal y no halla el paraíso porque está más allá del pensamiento; me refiero a los poemas-pensamiento de la Poética de Esther Hugues, una prosa poética visionaria que recomiendo y no ajena al yo creador del poeta: «Ya no somos ni tú ni yo ni él cuando llega abril la lluvia todo lo barre y el río dónde está el río aquí sino en la imaginación qué es sino un barranco».

Pero no solo interactúa con los entes poéticos creados, también interactúa con otros de sus libros en Bahía Borinquén o entra en diálogo con la belleza inquietante que desmigaja, estruja y niega, en el intenso poema “La belleza” del libro Sísifo Sol que tuve la oportunidad en 2014 de presentar en La Palma: «Encuentro a la Belleza en la esquina, la pierdo / en los pilares de la luz, la vuelvo a encontrar… / entonces yo me pierdo y ella no me encuentra». O conversando con la impureza o hablándonos imagen tras imagen “De la tristeza”: «Esa palabra húmeda, ese golpe de vida / que el destino posee / en el límite justo entre duda y memoria». A través de la transformación metafórica, en conflicto permanente con la escritura, sustancia ineludible de su escritura, las imágenes desoladas son las depredadoras de la intemperie que la prolífica mano del autor jamás hace callar.

Y la música como sensación auditiva, la música como ritmo y aliteración, como la interna cadencia de un verso inquieto que se emancipa de los sentidos pero solo un rato, luego los salva para ofrecernos en un tono evocador el paisaje del cosmos: «…y cargaste una cruz con tu escritura / o alzaste del vacío la mirada / para temblar conmigo en la memoria», cierran el libro estos versos indomables de Plegar orillas Los círculos dorados.

Los poemas de Antonio Arroyo lo respiran a él porque la poesía precisa de los destellos del poeta para andar por el mundo e ir hacia la luz. De manera que hay una simbiosis, un vínculo tan intrínseco entre el poeta y su obra que si abrimos el libro, si indagamos en su interior, sentimos su aliento rondando a nuestro alrededor. Porque el lenguaje es el poeta mismo. Nos habla descuartizando su voz en pedazos, convocando a sus lectores hacia dentro del hambre. Y qué es la poesía sino voz interior que lo mismo succiona que amamanta. Y necesaria, esta poesía es necesaria para esquivar los pinchos que vienen del mundo real que no nos satisface y cuya adversidad es la belleza.

Equipo de Redacción

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