
Una semana, un poeta…Manuel Acuña; por Fran Picón
«Mañana a la misma hora
en que el sol te besó por vez primera,
sobre tu frente pura y hechicera
caerá otra vez el beso de la aurora»

Manuel Acuña nació en Saltillo, capital del Estado de Coahuila, el 26 o el 27 de agosto de 1849, pues las fuentes difieren a veces en lo referente a la fecha exacta de su nacimiento, y recibió la primera educación en el Colegio Josefino de su ciudad natal. Adolescente todavía, apenas cumplidos los dieciséis años se traslada a la capital de la República con la inicial intención de cursar estudios de latinidad, matemáticas, francés y filosofía, para acabar luego inscribiéndose en la Escuela de Medicina, cuyos cursos siguió a partir de 1868.
La incipiente afición a las letras se impondrá muy pronto en el espíritu del joven aspirante a médico que, ya en 1869. Manuel Acuña comienza así a colaborar en las páginas de numerosas publicaciones periódicas, como El Renacimiento (1869), El Libre Pensador (1870), El Federalista (1871), El Domingo (1871-1873), El Búcaro (1872) y El Eco de Ambos Mundos (1872-1873).
Influido a veces, como en Hojas secas, por el tardío romanticismo español de Gustavo Adolfo Bécquer y transido otras (en Ante un cadáver, por ejemplo) de un materialismo que cuestiona la propia existencia de Dios y se pregunta por el origen y el destino del hombre, por el sentido de su vida en la Tierra, por las razones del amor y el desamor, por la causa final de la injusticia, Acuña va adoptando un tono de encendida protesta existencial y revolucionaria.
Perteneciente al Liceo Hidalgo, funda con Agustín F. Cuenca la Sociedad Literaria Nezahualtcóyotl, que se inspira en el ferviente ideario nacionalista del escritor, educador y diplomático Ignacio Manuel Altamirano, con su deseo de lograr que las letras mexicanas fueran, por fin, la fiel expresión de la patria y un elemento activo de integración cultural. El 9 de mayo de 1872, Manuel Acuña pudo ver cómo subía a los escenarios mexicanos El pasado, la única obra dramática que ha llegado hasta nosotros (pues escribió otra, Donde las dan las toman, que se ha perdido).
Su apasionado y no correspondido amor por Rosario de la Peña, a la que elige como inspiradora de todos sus escritos y el objeto de todos sus sueños, le dicta el poema Nocturno a Rosario, la más popular y conocida de sus obras.
Manuel Acuña, envuelto en su aura romántica, no desea recorrer el camino hacia la gloria literaria que sus jóvenes escritos parecen reservarle y se niega a soportar una vida en la que su pasión vaya paulatinamente extinguiéndose, privada del amor de su esquiva musa. El 6 de diciembre de 1873 decide truncar las esperanzas que en él se habían depositado y cierra, con el suicidio, el curso de su existencia. Tendrán que pasar todavía muchos años para que los escasos poemas de Acuña abandonen las fugaces páginas amarillentas de los periódicos o revistas de la época y venzan por fin, ordenados en un volumen coherente, el silencioso olvido de las hemerotecas.
Los poemas de Manuel Acuña vieron la luz póstumamente con el título de Versos, que se cambió por el de Poesías en la segunda edición (París, Garnier, 1884), y por el de Obras en la más reciente, o sea la publicada por José Luis Martínez (México, 1949). Produjo Acuña su obra poética entre 1868 y 1873, toda ella de carácter lírico, si se exceptúa el ya citado drama El pasado, que figura en las ediciones a partir de la de 1884.
POEMAS
Hojas secas
I
Mañana que ya no puedan
encontrarse nuestros ojos,
y que vivamos ausentes,
muy lejos uno del otro,
que te hable de mí este libro
como de ti me habla todo.
II
Cada hoja es un recuerdo
tan triste como tierno
de que hubo sobre ese árbol
un cielo y un amor;
reunidas forman todas
el canto del invierno,
la estrofa de las nieves
y el himno del dolor.
III
Mañana a la misma hora
en que el sol te besó por vez primera,
sobre tu frente pura y hechicera
caerá otra vez el beso de la aurora;
pero ese beso que en aquel oriente
cayó sobre tu frente solo y frío,
mañana bajará dulce y ardiente,
porque el beso del sol sobre tu frente
bajará acompañado con el mío.
IV
En Dios le exiges a mi fe que crea,
y que le alce un altar dentro de mí.
¡Ah! ¡Si basta no más con que te vea
para que yo ame a Dios, creyendo en ti!
V
Si hay algún césped blando
cubierto de rocío
en donde siempre se alce
dormida alguna flor,
y en donde siempre puedas
hallar, dulce bien mío,
violetas y jazmines
muriéndose de amor;
yo quiero ser el césped
florido y matizado
donde se asienten, niña,
las huellas de tus pies;
yo quiero ser la brisa
tranquila de ese prado
para besar tus labios
y agonizar después.
Si hay algún pecho amante
que de ternura lleno
se agite y se estremezca
no más para el amor,
yo quiero ser, mi vida,
yo quiero ser el seno
donde tu frente inclines
para dormir mejor.
Yo quiero oír latiendo
tu pecho junto al mío,
yo quiero oír qué dicen
los dos en su latir,
y luego darte un beso
de ardiente desvarío,
y luego… arrodillarme
mirándote dormir.