Una semana, un poeta: Miguel Arteche

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Miguel Arteche fue un escritor chileno cuya obra abarcó poesía, narrativa y ensayo. Fue autor de títulos tan reconocidos como «Quince poemas» y «La otra orilla». También se desempeñó como agregado cultural en la Embajada de Chile en Madrid y ejerció roles en medios de comunicación escritos. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1996.

Fuente: De Gobierno de Chile, CC BY 3.0 cl, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=99730870

Biografía

Miguel Arteche nació en Nueva Imperial, el 4 de junio de 1926. Estudió en el Liceo de Los Ángeles y en el Instituto Nacional de Santiago. Cursó estudios de derecho en la Universidad de Chile, carrera que no finalizó, y de Literatura Española en la Universidad de Madrid.

En 1947, publicó su primer volumen de poemas, La invitación al olvido. Influenciado por Luis Cernuda, destacado poeta español de la Generación Literaria de 1927, este poemario tiene como tema principal el sur de Chile.

En 1951, comenzó a colaborar regularmente en el diario El Mercurio, año en que viajó a España, donde su oficio poético se nutrió del mundo intelectual de la época. En este período publicó en Madrid Solitario mira hacia la ausencia. Sus viajes por distintos países europeos fraguaron el volumen Otro continente, que cristalizó su experiencia en el viejo mundo.

Su regreso a Chile estuvo marcado por una incansable labor literaria, recibió un amplio reconocimiento de la crítica y fue incluido en diversas antologías chilenas y extranjeras. Colaboró en Las Últimas NoticiasEl Diario Ilustrado y en las revistas Finis TerraeAtenea y Ercilla. En 1961 publicó Quince poemas. En 1963 apareció Destierros y tinieblas. Ese mismo año, junto al recordado profesor y filósofo, Luis Oyarzún, fue llamado para integrar como miembro de número la Academia Chilena de la Lengua.

En 1964, publicó su primera novela, La otra orilla, que también recibió una calurosa acogida por la crítica y a la que sucederían El Cristo hueco (1969), La disparatada vida de Félix Palissa (1971), finalista en el Premio Biblioteca Breve de la prestigiosa editorial española Seix Barral y El alfil negro (1992), como también diversos volúmenes de cuentos.

Paralelamente a su actividad poética y narrativa, escribió ensayos en los que reflexiona sobre temas literarios, culturales y sociales. Entre estos destacan Notas para la vieja y la nueva poesía chilena o La extrañeza de ser americano.

En 1965, fue designado agregado cultural en la Embajada de Chile en Madrid. Durante su estada en este país editó dos importantes volúmenes de poesía: la antología Resta poética (1966) y la colección de poemas religiosos Para un tiempo breve (1970).

De regreso en Chile, sus actividades se volcaron hacia los medios de comunicación escritos, ejerciendo diversos cargos en importantes revistas nacionales como ErcillaQué PasaMampatoHoy, entre otras.

En 1972, la Editorial Universitaria publicó Antología de veinte años, una recopilación que reúne lo mejor de su producción poética editada más un número considerable de poemas inéditos. Un año más tarde, después del golpe de Estado, Arteche ejerció una irónica crítica a los problemas de la sociedad chilena e integró muchos proyectos y agrupaciones que posibilitaban el regreso de la democracia al país. En este período fundó el Taller Altazor en la Biblioteca Nacional y el Taller Nueve de Poesía, como una contribución para la creación, intercambio y difusión de obras literarias.

En 1990, Arteche asumió como subdirector de la Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos, junto con su labor como académico de la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica de Chile. En 1994 apareció, Fénix de madrugada, con el que obtuvo el Premio de Poesía del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en 1995. En 2002 editó el que sería su último libro: Jardín de relojes.

La obra poética lo consolidó como una voz destacada en la Generación Literaria de 1950. Su trayectoria en las letras nacionales fue reconocida en 1996, cuando recibió el Premio Nacional de Literatura. Falleció el 22 de julio de 2012, tras varios años alejado de la actividad pública.

Fuente: https://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-751.html

Poemas

Amargo amor

Teje tu tela, teje de nuevo tu tela;
deja que el mes de junio azote el invierno de mi patria;
teje la tela de acero y de cemento;
junta tus hilos uno a uno, oh hermoso tejedor;
forma tu tela con fuertes lazos,
con orgullosos rastros de sueño.

Toda la tierra está en las colas del amor;
en las ciénagas del amor podridas están las manzanas.
Cada día tiene un eco, un paso, un rastro, gemido;
cada día la estancia recibe la visita del cuerpo en el lecho;
cada día hay una mano que desnuda;
cada día descansa la ropa en las sillas brillantes por el polvo.
Teje tu tela, oh hermoso tejedor;
teje los restos de los cuerpos que se unieron.

Entre tus hondos pechos de relámpagos quietos,
entre tu vientre oculto de cesto dividido,
en la cálida ráfaga que viene de tu abrazo,
fui un día tu sombra, el «cuándo» entristecido,
el «adónde» que lleva hacia una muerte cierta.
Ya moriré algún día sin preguntar qué pasa,
qué pasa entre tus hombros, en el temblor de espiga
de tu escorzo de nieve,
qué viene por los ecos que acarician tu pelo,
qué flechas encendidas acumulan tus manos,
qué enamorado encuentro ha de tocar tu beso.

No es para volver, no es para cantar
sino tu verde corazón transfigurado,
la melodiosa sombra que duerme en tus pupilas,
el afán escondido que tenía tu ausencia.

Recógeme, amor mío, con tus cálidas plumas;
recógeme y húndeme tu ternura llagada;
colócame en tu olvido, recógeme cantando.
No es para que preguntes, no es para que indagues
el sitio donde puse mi corazón hundido;
recógeme, ahora, para estar en lo ausente,
sin preguntar qué ocurre, qué pasa, por qué vuelves
tu cabeza de ausente firmamento.

Cae ahora hacia mi lado; vuelve
a dividir tu cuerpo, a derramar tu furia,
hasta que te estremezca el nombre del combate
que a muerte libraremos, esa pasión a muerte
entre tú y yo: un huracán de manos
nos hallará apretados en los dones sin término
de una tierra total.

Canción a una muchacha ajedrecista muerta

Llueve sobre el verano del tablero.
En blanco y negro llueve sobre ti.
Nadie controla tu reloj: te espero
para jugar allí.

¿Tú mueves o yo muevo? Quién lo sabe.
Quién sabe si allá juega o juega aquí.
De pronto tu tablero es una nave
que te lleva y nos lleva hacia un jardín.

Hacia un jardín remoto de caballos
que inmóviles nos miran, y a un alfil
que negro lanza rayos, rayos, rayos,
y hace mil años que está de perfil.

Hacia un jardín remoto de tres torres
donde una dama blanca va hacia ti,
te llama a ti, y tú hacia ella corres
y no hay en ella fin.

Donde un peón ha roto ya los sellos
y te ciñe las sienes de marfil,
y un rey recoge ahora tus cabellos
para cubrir con ellos su país.

Hacia un jardín remoto al mediodía,
donde el agua se tiende en su dormir,
y ya no hay sed y nunca hay todavía
y hay un árbol de sol en el jardín.

Sólo que tú no estás. Y está la luna
cayendo interminable en el jardín
sobre las soledades de una cuna.
Y hay olor de silencio y de partir.

Soliloquio de la enamorada de la noche

Pero ayer no fue tu tiempo. Tu tiempo comenzaba
detrás de la oscuridad, en las doradas
tumbas de algún otoño. Porque tu tiempo
no es el de ayer, ni siquiera será el que me arranques
el día de la mirada. Pasé yo junto a ti,
y te miraba. Y era el tiempo sobre los sellos del amor.

Las calles en que no estás se han tornado vacías:
la alegría furiosa estalla en el pavimento:
brotan las extrañas flores de los rostros
recibiendo la luz gloriosa: y en la tarde
la juventud es inmortal bajo la cólera de la vieja primavera.
Y tiemblo al recordarte: escucho siempre tus palabras:
temblaba cuando abandonaste tu mano sobre mi vientre,
porque me sentía herida: y eran tus palabras
las que me penetraban. Y era el óleo primero del amor.

Ay: el tiempo y las tinieblas del amor están perdidos,
y no tengo raíz que me haga renacer,
y no puedo despedirme entre estas cuatro paredes muertas.
Ay: el tiempo del amor derrotado, el minuto del viento que pregunta
fluyen en mí, manan de mi cuerpo como los ríos claustrales de la ausencia,
y estoy despierta en la noche mientras el cielo arde desde que amanece
y la gloria de abril se escucha afuera.

Todo era hermoso entonces. Estabas
siempre partiendo de ti mismo. Y yo partía
de ti para encontrarme. Si te inclinabas
el agua del amor me borraba los ojos. Si te inclinabas
era como si tu vientre se uniera con el mío dentro del vientre de tu madre,
y yo no hacía sino quemarme interminablemente,
y mirando todo el mundo pasar ante mis ojos, tú entrabas
en mi muerte, mudo, y la penetrabas,
cuando descendías sobre mi cuerpo, y cuando mi cuerpo era
tu agricultura sedienta.

¿Es él el que regresa preguntando cuánto ha durado el tiempo y cuántos siglos espero?
Yace en otro país y otro tiempo late para él, otro tiempo distinto del mío:
duerme mientras yo camino y converso con otras personas:
y yo no puedo estar en ninguna de esas cosas,
y no es él el que vuelve sino la lluvia que amenaza a la capital desde el norte
y los millones de miradas estremecidas por el repentino otoño que ha llegado.
¿Quién llama, amor mío, desde las torres de los edificios altivos?
¿Eres tú el que pregunta en el silencio de la noche?
Los pasos se alejan por la calle y los muros envejecidos:
y no eres tú el que regresa,
porque sólo se tienden sobre mi rostro todas las insignias del amor derrotado
y nada queda en mi corazón sino los ecos que repiten largamente
las campanas de la oscuridad.

Tierra ausente, no has de volver jamás

Por eso, cuando el vientre sinuoso del alcohol te rodea;
cuando las luces de las calles resbalan por tus ojos
como extrañas bocas planetarias;
cuando -con los puños ardientes-
preguntas por el pasado que escupe tus entrañas,
tú escuchas, bajo el eterno
y solitario corazón de la noche,
el respirar, la angustia, las historias anónimas
de millares de cuerpos ya desvanecidos
bajo embelesos negros, y el incansable
sueño del tiempo que hunde sus cinturas heladas.

Equipo de Redacción

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