Proserpina viene esta primavera; por Antonio Arroyo Silva

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Nuestro Jefe de Redacción, a propósito de la llegada de la Primavera y, por tanto, del renacer de Proserpina, hace una reflexión sobre la poesía y la creación a partir de Contra los poetas, del escritor polaco argentino Witold Gombrowicz.

A José Carlos Cataño, siempre

La revista GAFE ya va cumpliendo varias primaveras y espero que esta que nos llega sea propicia para la cosecha de literatura que se nos abre ante nuestros ojos. Pero lo importante es que nacimos gafes y seguimos siendo gafes hasta que Proserpina deje de venir a esta estación del renacer; es decir, hasta el fin de los tiempos.

Y, hablando de Proserpina y su cosecha, me voy a detener en uno de los mayores alimentos espirituales de la humanidad: la Poesía. Entiéndase por espirituales a esos mecanismos que ponen todos nuestros sentidos en contacto con el aire y nos permite respirar libremente y, por ende, nos llevan más allá de la simple palabra. Por supuesto, todo esto lo hago extensivo a toda manifestación literaria. Es cierto, hay mucha poesía que pierde el contacto con la vida y la realidad que la circunda y esto, a veces, me lleva a reflexionar, incluso a ser iconoclasta de ciertos cánones del mudillo literario. Me refiero no solo a aquella llamada poesía comercial que tanto le gusta a las grandes masas, sino también a esa otra olímpica que de tanto ascenso a las bóvedas el topetazo siempre es inevitable.

En este sentido, leyendo al viejo Witold Gombrowicz, recordé mis conversaciones con el poeta fallecido y siempre presente José Carlos Cataño sobre una controvertida obra, Contra los poetas, del autor polaco-argentino. Me decía lo que no era poesía. Poesía puede ser cualquier cosa, menos lo que no tiene huesos y carne. Cualquier cosa, menos lo que no respira, sabiendo a priori que las rocas respiran y los muros y la casa. La respiración no es patrimonio de los que adoran a los grandes respiradores, mientras descuidan el aire que los rodea. Miremos el cristal con el vaho de la gente en el invierno, el pétalo azul que cae en primavera como el beso que no dimos cuando la flor estaba en su apogeo. Miremos detrás de las espinas que el viejo Witold nos clava a los poetas. Detrás de esa gota de sangre que no llega a catarata. Y después del sarcasmo veamos una luz que nos haga ver el mundo por primera vez.

Detengámonos en un fragmento de la mencionada obra del viejo Witold. Seguro que más de uno o una va a invocar a los mil demonios por tamaña afrenta. Pero tranquilos, miren detrás, miren delante de cada palabra. A mi entender se trata un poco de des literaturizar a los poetas y al poema y que la poesía tome nuevos bríos. Aunque, claro, dar un golpe sobre la mesa gritando que no le gusta la poesía podría ser peligroso para el insurgente, o bien, sencillamente, una terapia de shock, un chute de Clopixool. Pero Proserpina viene cada primavera, siempre con rostro renovado y nuestras neuronas se conectarán con la realidad (no la impuesta, la otra, la verdadera). Rompamos con Gombrowicz para poder deconstruir. Lean, lean:

«[…] Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no encuentra apoyo en nada…, se convierte en juguete de los elementos. A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas rosas, esos ocasos, esas añoranzas o esos dolores, que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos semáforos y demás espirales. El estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de vivencias consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre para otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la vocación de Poeta […]».

Claro que, por lo que se entiende, y dado el contexto donde fue escrito este documento, Witold Gombrowicz parece referirse a los adoradores de grandes poetas como Borges. Y, al mismo tiempo, preconiza la poesía vertical del poeta argentino Roberto Juarroz. Pero esto nos vale para que no nos durmamos en los laureles y nos olvidemos que somos simples seres humanos. Estas son conclusiones a las que José Carlos Cataño en su momento (y yo tomé buena nota) llegó, acompañado en algún tramo del camino por el Apóstata, el Gran Gafe Witold Gombrowicz. De hecho acaso sirvieron para que el poeta canario de Barcelona creciera poéticamente de manera exponencial.

Tranquilos, los maestros Jorge Luis Borges, Juan Ramón Jiménez, Rainer María Rilke, Valery y un largo etcétera están a salvo. Solo hablamos de las secuelas, imitaciones y de todo aquello que de tanta repetición termina desgastándose, como las grandes rocas basálticas que por el roce continuo de las olas y el empuje del mar bravío se transforman en arena, en polvo, en nada. Y no polvo enamorado precisamente. Al respecto, dice el crítico Jorge Rodríguez Padrón que, después de las influencias, el poeta debe asumir las consecuencias, es decir, ir más allá de las enseñanzas del maestro. La falta de movimiento es la muerte, diría la diosa Proserpina que por fin vendrá este primavera.

Aquí les espero, en el muro, atado de manos, con los ojos bien abiertos, esperando el pelotón de fusilamiento. En tus manos deposito mi desasosiego, querido lector. Tuya sea la ráfaga del despertar.

Antonio Arroyo Silva. 

Equipo de Redacción

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