Lídice y los pájaros de Monet; por José Hugo Fernández

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El escritor José Hugo Fernández reseña para Gafe.info la obra «Agua blanca», de Lídice Megla.

Igual que algunos místicos suelen guardar pétalos secos dentro de la Biblia, ella atesoró sus cucharas de plata. Un caudal. No por el valor tangible ni por el suntuoso brillo, sino por el halo con que iluminaban su espíritu de humilde mujer del campo en la región central de Cuba. Algún día tendrá que desprenderse de aquel tesoro que había llegado a sus manos mediante el traspaso familiar de varias generaciones.

Mientras, ella se esmeraba en su custodia: no las usaba, ni las vendía, ni las prestaba, ni las empeñaba bajo condiciones de ningún tipo. De modo que cuando llegó la hora de marcharse al extranjero (trámite de rigor para todo cubano sin esperanzas, o sea, para casi todos), y no sabiendo qué hacer con su mayor fortuna, determinó llevarla consigo, muy cerca, en su equipaje de mano. Pero los aduaneros no se lo permitieron. La alternativa era renunciar al proyecto de ir a reunirse con sus hijas en el exterior o resignarse a echar el resto sin su capital. No disponía sino de unos breves minutos para decidirlo. Así que extrajo las cucharas del fondo del bolso (a la vez que desde su más hondo desconcierto) y se las regaló a una desconocida que pasaba por allí.

Foto: Editorial Lunetra

El hecho, recreado en versos que Lídice Megla dedica a su madre (“Las cucharas del destierro”), forma parte de un delicioso inventario de anécdotas, circunstancias, objetos que la autora nos muestra como en alhajero, validando aquello de que, dado que el poema habita íntegramente en las cosas antes de ser labrado con palabras, bastará con mencionar las cosas para que la poesía estalle.

Cucharas de plata; aguas en estado virginal que bajan cuando se descongelan los picos de las montañas canadienses; Scalesia, esotérico y sublime arbusto de las Galápagos; la lluvia cayendo en campanas de nieve; el tren del emigrado; el bosque; Ganesh dios-paquidermo; el axis de la Tierra… Imagino a la poeta en plena emoción contemplativa, observando y escuchando el dictado de estas y otras tantas cosas que devienen sortilegios mediante su perspectiva. Es un procedimiento en el que no debe haber empeñado únicamente ojos y oídos, sino cada célula de su organismo. No de otra manera es concebible redondear algo tan encantador como este nuevo poemario, “Agua blanca”.

El aire/ roza/ como una telaraña/ el agua blanca/ y le habla de cómo/ bajar/ mientras avanza/ sobre la tierra,/ de cómo arrojarse/ entre la cascada de laberintos/ y el pálido hilo/ para seguir viva/ con el arte líquido de ser lo mismo/ entre los cambios…/ y luego la caída entre tantos dioses

Cuentan que el célebre Monet, pintor de estilo inimitable, aseguraba pintar sin previo arreglo, según lo que le saliera de adentro, igual que cantan los pájaros. Es un símil que resultaría acertado si lo aplicamos a la forma en que Lídice parece haber escrito las piezas que conforman este libro. Cada verso, y aun cada palabra, acerada, limpia, precisa, responde a las irrupciones de lo emotivo. Ella trasciende los límites de su significado para ir creándole nuevas atribuciones a las cosas. Recubre con infusa materia lo inmaterial, a través del acto (más prodigioso cuanto más sencillo) de decir lo indecible, y de modo tan orgánico como los pájaros de Monet hacen real lo que no existe.

Algún sutil manejo de las técnicas simbolistas subyace entre las páginas de “Agua blanca” propiciando esa suerte de sendero perfecto por el cual la poeta accede a la develación de ocultas realidades: Bajo el calor/ la palabra/ se crispa/ si toco/ la piedra/ si miro/ el mar/ si digo/ árbol/ bajo/ mis dedos/ crece/ otro presente/ si digo sol/ se enciende/ y como cenizas/ cae/ el pan de los poetas

Versos desentendidos de afectación y perifollos, los de este libro nos convidan a resituar la mirada sobre el entorno, a calibrar su real intensidad, a diversificar el enfoque, a tono con el rango que adquiere gracias a esa virtud que exhibe la poeta para ver las cosas más allá de lo que son o parecen ser.

Atenta, asombrada y armónica, Lídice Megla expone aquí su particular sistema para entender el mundo, sublimando ocurrencias que faciliten el adentramiento en lo recóndito. Únicamente ella podría revelar cuánto abismado silencio debió gastarse como precondición para escribir cada uno de estos poemas. Porque ya sabemos que sin el debido silencio previo no hay palabra que valga. Sé que cuando escribo mi silencio tiene forma y fondo, reafirma en titilantes versos dedicados a su hija. Se entenderá entonces por qué sus palabras no aspiran sino a ser huellas visibles en pos de lo invisible.

Viajero,/ cuando la luz no se ha enturbiado aún,/ tu cantar de hierro sube hasta alcanzar/ las nubes de la memoria./ Las cadenciosas líneas de tus vagones/ desde aquí, parecen las calles de mi pueblo,/ la estación, otra tierra./ La niña que cada tarde esperas en el andén,/ es ahora una mujer distinta y lejana,/ casi vieja se mira en tus ojos de humo/ y sube a un tren que canta en otro idioma

Lo que soy yo, no me canso de leer y releer de principio a fin este poemario. Y cada vez que lo hago vuelvo a experimentar aquella hormigueante complacencia, aquel porrazo en la mitad del pecho que me prodigaba el acercamiento a los grandes poetas de mis inicios como lector. Y conste que no son muchos los libros sobre los que me lanzaría a empeñar una opinión tan comprometedora.

Equipo de Redacción

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