Las chicas Kundera; por Alma Karla Sandoval

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Ante la muerte de Milan Kundera, en esta columna se acaricia la idea de un arquetipo femenino.

Kundera y el sombrero de copa de una artista. Kundera interpretando a un estudiante acusado de delatar amigos, expulsado de una lengua, de lo que Kafka llamó una literatura menor. Kundera hablando del eterno retorno de Nietzsche con la claridad de quien ha comprendido un milagro y lo traduce con la sensación de la risa en el olvido.

Nunca quise ser una chica Almodóvar o Bond, sino una chica Kundera, como Chantal en La identidad asumiendo la menopausia;

el hecho de que los hombres ya no se vuelvan para perseguirla, pero recuperándose, entrando en la piel de una persona sin comercio. Una chica Kundera, reflexiva, con preguntas filosóficas tan desnudas como el amante en turno. La imagino saliendo de la universidad con boina a finales de los sesenta y libros subrayados de los cuales habla sin parar, saltando de una autora a otra: de Colette narrando un orgasmo disfrazado de jardín detrás de la ventana hasta el despertar de Orlando con crinolinas y senos tratando de escapar de las varillas de un bustier. Una chica soñando a escondidas con ser Teresa para seguir siendo insoportablemente el ser humano a quien le prohíben el aire desde niña y no encuentra, en una unión estable, su propio cielo para escapar.

Pero Kundera no fue sólo un narrador apasionado, sino un ensayista quien sostuvo que la novela no estaba agotada, mucho menos muriendo. Desde la desprestigiada herencia de Cervantes apunta que hay cuatro llamadas a las que obedece el novelar: la del juego, la del sueño, la del pensamiento y la del tiempo:

La llamada del juego. Tristam Shandy de Laurence Sterne y Jacques el fatalista de Denis Diderot se me antojan hoy como las dos más importantes obras novelescas del siglo XVIII, dos novelas concebidas como un juego grandioso. Son las dos cimas de la levedad nunca alcanzadas antes ni después. La novela posterior se dejó aprisionar por el imperativo de la verosimilitud, por el decorado realista, por el rigor de la cronología.

Si pensamos en Cortázar, nos encontramos frente a un autor que juega con la posibilidad interactiva en Rayuela como Sterne con esa página-ventana en blanco, con la otra en negro, con los mapas de un caminante jugándose el tiempo que es la vida. La siguiente convocatoria es la de los soñadores:

La llamada del sueño. Fue Franz Kafka quien despertó repentinamente la imaginación dormida del siglo XIX y quien consiguió lo que postularon los surrealistas después de él sin lograrlo del todo: la fusión del sueño y la realidad. Esta es, de hecho, una antigua ambición estética de la novela, presentida ya por Novalis, pero que exige el arte de una alquimia que sólo Kafka ha descubierto unos cien años después. 

Rulfo también soñó en grande reviviendo a la gente que no muere, mucho menos sus ideas aprehensivas como una ciudad que es un imperio, la gran Kakania de Musil:

La llamada del pensamiento. Musil y Broch dieron entrada en el escenario de la novela a una inteligencia soberana y radiante. No para transformar la novela en filosofía, sino para movilizar sobre la base del relato todos los medios, racionales e irracionales, narrativos y meditativos, que pudieran iluminar el ser del hombre; hacer de la novela la suprema síntesis intelectual.

Una síntesis en cuya estética, las ideas del capitalismo y su evolución se cuentan a sí mismas como ocurre en Los Buddenbrook de Thomas Mann. Pero hay otra manera de convocar la historia cuando de novelar hablamos:

La llamada del tiempo. El período de las paradojas terminales incita al novelista a no limitar la cuestión del tiempo al problema proustiano de la memoria personal, sino a ampliarla al enigma del tiempo colectivo, del tiempo de Europa, la Europa que se gira para mirar el pasado, para hacer su propio balance, para captar su propia historia, al igual que un anciano capta con una sola mirada su vida pasada. 

Milan Kundera tuvo tiempo de sobra para ese mirar que pregunta por el oro de los cronistas pagados por los vencedores. Murió esta semana a los 94 años en París, la ciudad que lo arropó otorgándole el rol de paseante solitario desde 1975 cuando es expulsado de Checoslovaquia. Solía caminar por los Jardines de Luxemburgo. Vivía cerca. Intentaba ser discreto con esa aura de autor de culto como Borges a quien tampoco le dieron el Nobel para beneplácito de su biografía y prestigio.

Kundera encontró el balance entre la literatura que se entiende (por eso vende miles de ejemplares, diría Bolaño) y la que no renuncia a su sangre, es decir, al sagrado peso de la levedad de un vínculo entre quien cuenta una historia para salvar cada uno de sus instantes (le llamo fervor poético) y quien sale al encuentro con los otros con los abrazos abiertos y la cabeza levantada.

Si hubiera sido una chica Kundera cuántas anagnórisis habría quemado como el cuerpo de cientos de cigarrillos en la terraza de un café derramando lo imposible, ¡cuánto poema, carajo!, ¡cuánto y tan inútil!

Equipo de Redacción

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