La soledad de la peste

0

Las operaciones de salvamento las ejecutamos entre nosotras. Jamás, quien te hizo daño, va a volver a limpiar su desastre, al revés, regresa a la escena del crimen para contemplarlo con orgullo mientras lloras o te sometes.

No podemos olvidar cómo abre un lirio cuando avanza la mañana… Quiero seguir escribiendo, pero no me sale espuma sino varios recuerdos de algunas películas que estudié recientemente:  Mustang, El día en que me convertí en mujer, Promising Young Woman, Thelma and Louise, Ellas hablan, Pan y tulipanes, en todas, las protagonistas se van huyendo de los cautiverios que las amenazan o las violencias que las aniquilan.

Relatos descorazonadores porque, al parecer, todavía no existe un verdadero lugar para nosotras que no nos exija sumisión, silencio o una ceguera autoimpuesta para hacer como que no miramos justo ahí donde nos capturan o nos lastiman “sin querer”. No importa el tamaño de la cárcel, tampoco todo lo que intentemos cambiar después de una pandemia. De hecho, muchas descubrieron una prisión dentro de otra viviendo con alguien que ya no conocían, ya no amaban o precisamente porque amaban, las laceró el confinamiento demandándoles neuronas, sangre, llantos.

    Ciertas diaristas de aquella incertidumbre reaccionaron ante lo que el mundo esperaba de sus “alcances”, es el caso de Mariana Enríquez: “¿Por qué tengo que ser intérprete de este momento? ¿Porque escribí algunos libros? Me rebelo ante esa demanda de productividad cuando sólo siento desconcierto. Poder, poder, poder, qué podemos hacer, qué podemos pensar…”[1]  Cierto, eso nos pedían: poder, ser capaces del algo, aprovechar el tiempo. Sin embargo, muchas no fuimos capaces de nada, bajamos los brazos en una aparente rendición. Cuando digo nada es nada. Ni leer. Mucho menos presumir de los idiomas que estábamos aprendiendo, del cuerpazo que nos esculpíamos a punta de ejercicios o de los platos de cocina que aprendíamos a preparar.

     Las que nos quedamos solas y vivimos a distancia de todo, de todos, una que otra vez agradecimos la soledad de la peste. Sin familia o un esposo en crisis, podíamos sobrevivir a nuestro arbitrio, casi en automático, como zombis o fantasmas de quienes fuimos o creíamos ser. No caí en cuenta de ese privilegio hasta que leí un texto de Yael Weiss donde cuenta cómo fue convivir con su marido durante aquellos terribles meses: “Desde que las cosas van mal, pierde la paciencia rápido, alza la voz, golpea las palabras. Lo siento grosero y me ofende, aunque no me esté hablando a mí. Mi marido siempre ha sido emocional, y en gran parte por eso lo aprecio: es un hombre capaz de llorar. Pero ahora es como ver un volcán desconocido desde otra ladera, deformado por la perspectiva, ajeno”[2], no sería fácil, claro, si eres dueño de una fábrica de juguetes a punto de cerrar por la pandemia. Igual dolía, según infiero, ser un poco esposa y un poco punching bag aun cuando, para mucha gente, eso no tiene nada que ver con el amor porque así es el matrimonio, cuidado y te divorcies. Pues no, también la soledad nos la prohibieron desde niñas junto con el permiso de victimizarnos para admitir la indefensión, para lanzar la súplica de que alguien nos rescate. Gran error.  

    Las operaciones de salvamento las ejecutamos entre nosotras. Jamás, quien te hizo daño, va a volver a limpiar su desastre, al revés, regresa a la escena del crimen para contemplarlo con orgullo mientras lloras o te sometes. Ese regodeo o alegría por el sufrimiento del otro se conoce en alemán como schadenfreude, típico de los narcisistas o psicópatas que propinan lo que Iñaki Piñuel denominó como amor zero. De ahí que la huida sea, como en las películas que mencioné, el único remedio. Pero para una mujer educada tradicionalmente, no es tan sencillo, la han entrenado para quedarse, para soportar lo que sea, como sea. Entonces muerde el anzuelo porque esa actitud no erotiza. Una vez que el depredador cumple su objetivo, sale en busca de otra presa. Lo trágico es el tiempo perdido, la trampa a la conducen a la mujer con jolgorios, pastel, vestido y aplausos de por medio.

   Quien elige una vida distinta y se muestra feliz de ello, es una apestada. Vive como si la hubiera alcanzado un virus, una extrañeza que, por más que señalen superada en el siglo XXI, a medida que una envejece se va volviendo más burdo dicho estigma. Vivir como leprosa o bajo sospecha porque no quisiste escribir la misma historia, lograste dibujar una puerta por la que escapaste como la princesa de El laberinto del fauno y en la nave de los locos de Sebastian Brant no llegaste a Narragonien, la tierra prometida de los insanos, sino a la una vida emancipada, a un feminismo en compañía que ayuda a desear la soledad creadora, la que se comparte para bien y goce, aún no es el sueño de la mayoría.

      No podemos olvidar cómo abre un lirio cuando avanza la mañana, vuelvo a escribir la frase como si estuviera respirando en clase de yoga antes de una postura difícil. ¿Cómo abre un lirio, de igual manera que una abre los ojos? Así, desplegando los pétalos puntiagudos de la psique, hiriendo al cielo, pinchando la burbuja del espacio, rompiendo con lo que aseguraron no podrías: abrirte flotando en una fuente, multiplicar tu alcance sobre el agua, pariéndote a ti misma. 


[1] Del Collado, Paulina; Nettel, Guadalupe; Weiss, Yael, coordinadoras. (2020). Diario de la pandemia. CDMX: Cultura UNAM. Pág. 107.

[2] Op. Cit. Pág. 285.

Equipo de Redacción

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *