La idea del contagio; por Alma Karla Sandoval

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Coincido con Carrión al preguntarse por qué en la época contemporánea nos empeñamos en convertir las grandes tragedias en nuevos comienzos, ¿por una deificación del trauma como principio toral?, ¿acaso nos hemos vueltos zombis o insomnes desmemoriados que devoran series de Netflix o revisan su celular cada diez minutos?

Hoy, al ir a levantarme, sencillamente he sufrido un colapso», anota Franz Kafka en su diario el 19 de noviembre de 1911. «Desde que llegué a París he estado tan enferma como siempre», escribe Katherine Mansfield en su diario el 10 de octubre de 1922. «Para comprender, me he destruido», leemos en la anotación 223 de El libro del desasosiego, de Bernardo Soares. «Profundamente deprimida, silenciada», anota Susan Sontag en su cuaderno el 21 de enero de 1954. Julio Ramón Ribeyro escribe el 27 de mayo de 1977 en su propio diario, La tentación del fracaso: «Cada noche me muero un poco». El diario es el género por excelencia de la enfermedad y de la autodestrucción.

Jorge Carrión

Se habla o se hablaba, ya no sé, de dos tipos de novela: la comercial y la literaria. La primera, por supuesto, tipo best seller, entretenida, incluso de culebrón amoroso o historias de sexo desechable, de saga con aventuras que disfrutan niños o adolescentes con héroes o heroínas algo bobos. La segunda, la que gana premios, reconocimiento de la crítica, pero se lee muy poco, no se infiltra en conversaciones, no hablan de ella los influencers de los libros; son tesoros ocultos, bien enterrados nada dignos de contagio, de volverse virales, de enfermar. A esa clasificación sumo la de Jorge Carrión en su libro que se titula precisamente, Lo viral, un diario falso de la pandemia repleto de referencias entre apocalípticos e integrados, de diarios o menciones de algunos escritores, artistas o filósofos como Platón, Mahoma, Gutenberg, Shakespeare, Montaigne, Velázquez o Curie (a quienes el autor señala como influencers de sus épocas), artículos periodísticos, ensayos, reseñas de películas, canciones, etc. Todo un popurrí de guiños que participan de la acelerada digitalización de este mundo luego del confinamiento, por lo cual Carrión comenta que lo clásico y lo viral se entienden como antípodas del consumo cultural, en entrevista, sostiene:

“Existe una forma de leer clásica, humanista y humana y, por otro lado, una forma de leer viral, que también es humana, pero que ha sido asumida por los algoritmos. El conflicto entre lo clásico y lo viral es clave en nuestra época. Podría expresarse de otros modos, como el del storytelling contra el big data. Yo lo vivo como una historia de amor, pero también se puede ver como una metamorfosis o una distopía en ciernes”.

Me parece que son las tres cosas: una historia de amor con feliz agridulce porque es distópico, sí; una metamorfosis de cómo gozamos e interpretamos lo leído, quizá ya no como Roland Barthes, con pausas larguísimas, sacando la cabeza de los libros, cocreando con anotaciones en los márgenes o como Rousseau, Walter Benjamin y Robert Walser, saliendo a pasear para perderse en la memoria de las páginas que acababan de leer y las del futuro, las que ellos iban a escribir. Lo de la distopía en ciernes no estoy segura, tal vez la irrupción de la posmodernidad, es decir, la caída indetenible o el apocalipsis que precede a otro fin del mundo cotidiano, sean parte de una sociedad imaginaria bajo un poder totalitario o una ideología determinada, según la concepción de cierto autor, lo opuesto a la utopía porque después de todo, ¿qué tiempos no han sido de penuria?

Coincido con Carrión al preguntarse por qué en la época contemporánea nos empeñamos en convertir las grandes tragedias en nuevos comienzos, ¿por una deificación del trauma como principio toral?, ¿acaso nos hemos vueltos zombis o insomnes desmemoriados que devoran series de Netflix o revisan su celular cada diez minutos?, ¿nuestra autodestrucción paulatina consiste en entregarnos conscientemente al poder de algoritmo? Para no olvidar escribimos y si ansiamos registrar el día a día, comenzamos un diario, el género favorito de muchos que hicieron de la escritura una balsa en los mares picados de la pandemia. Sabemos que un diario permite tantos fallos, tantas contradicciones, inseguridades, confesiones, incluso mentiras que se dicen a sí mismos los autores o bien, verdades a medias que no se acaban de contar o anécdotas aburridas que ni al protagonista de ese diario interesan. No obstante, la catarsis vale para ese único lector que es el diarista de su aquí y de su ahora para que no queda duda de la confusión o las epifanías de su entendimiento.

La verdadera literatura se produce por contagio de lectura, sería algo así como la transmisión textual de un virus que provoca fiebres y otras desviaciones de la conducta como el bovarismo o quijotismo, el ser tránsfuga,

aunque también puede sobrevenir el aislamiento del lector que le basta con una biblioteca y renuncia al mundo, no es que sea un error, tomando en cuenta qué clase de mundo tenemos, sino que en ese negarse al afuera, al esfera de lo público creyendo que todo aislamiento es casi siempre a la larga comunicable, de alguna manera se renuncia a lo real no porque no la ficción mintiendo no revele verdades, sino porque quien se encierra sin salir al encuentro con los otros o manteniendo relaciones superficiales donde los mensajes no rebasan 140 caracteres, los audios y mensajes en WhatsApp deben ser cortos, sin convertirse en pergaminos que nadie desea leer por falta de tiempo, de ganas, de atención o contemplación a la palabra que entiendo como relectura del sentir, del encuentro o desencuentro; quien se encierra, decía, es más proclive al autoengaño, al ombliguismo narcisista de su islote, de su único mundo donde la pureza ontológica se traduce en un fascismo de las emociones que forjan personalidades incapaces de cavar hondo, incluso de amar, pero sí de terrorismos sentimentales como ofrendas al yo y nadie más que yo en el universo. Eso es morir de antemano, ser un vampiro o un dementor.

Como vemos, son muchos los peligros de quemar las naves, de encerrarnos o simularnos vinculados cuando en realidad vivimos solos en compañía del ruido de las notificaciones de mensajes, correos electrónicos, alarmas o avisos de Instagram porque otro igual de solo ha comenzado a transmitir en esa red social lo que le viene en gana. Transmitir no es escribir, por supuesto, pero ambos verbos implican un afán comunicativo. El escritor sí quiere que lo lean, miente si dice que no y, aunque lo siga negando, quien escribe no podrá morir tranquilo hasta confirmar o hacerse a la idea de que sus botellas arrojadas al océano fueron abiertas y que sus mensajes los leyó cualquier desconocido en algún lugar, en otro tiempo, incluso. El escritor no se basta a sí mismo como lector porque tiene alma de influencer pero se disfraza de místico y resulta ridículo. Algunos no entienden que la escritura, la que marca, la que conjura letras biocidas, aisladas, que envenenan porque se muerden la cola todo el tiempo, elige el camino del afuera, el riesgo de contagio, de más vida, la contaminación que resplandece en un diario para que nadie se destruya, mejor aún, para que se vacune. Milena Jesenská tenía razón en una de sus cartas a Franz Kafka: “No diga que dos horas nada valen más que dos páginas escritas”.

Equipo de Redacción

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