La hija del carnicero; por Alma Karla Sandoval

0

Ciertamente degradada, despedida y obligada a jubilarse de la universidad de Pensilvania, recuerda que pasó cuarenta años buscando el apoyo de la comunidad científica para sus investigaciones con el ARN mensajero que fue clave para el desarrollo de las vacunas contra la pandemia de COVID-19

Ganó el Premio Nobel de Medicina 2023. Fue una niña curiosa, apasionada, inquieta en un pueblo de 10 mil habitantes en Hungría, Kisújszállás, donde además de aprender a hacer salchichones, pues su padre era carnicero, no se daba cuenta de que no tenía agua potable ni las comodidades del primer mundo. Le interesaban las plantas y cómo eran los animales por dentro. A los catorce años ya era la mejor de su clase en Biología. A los dieciséis, de todo el condado. Terminó su formación doctoral antes de los veinticinco. El país donde estudió se le hizo pequeño. La situación política no ayudaba. La ocupación rusa no era propicia para sueños inmensos e individuales.

Se casó, fue mamá. Salió con rumbo a Estados Unidos para seguir investigando. Vendió el único automóvil. Los billetes de esa transacción los escondió en el oso de peluche de su hija. Cruzó el mar. Llegó a los pasillos fríos de las universidades de la costa este. Roló de un claustro, de un laboratorio a otro. No creían en su teoría, en el ARN capaz de infiltrarse en células infectadas para bajar la inflamación provocada por virus que destrozan el sistema inmunitario. Pero Katalin Karikó, nacida en enero de 1955, es fuerte, determinada. En su discurso de aceptación del Gairdner Award en Canadá, declaró: “También quiero agradecer a toda esa gente que trató de hacer mi vida miserable, esa gente me hizo trabajar duro, mejorarme a mí misma. Sin ellos, no estaría aquí”. 1

Ciertamente degradada, despedida y obligada a jubilarse de la universidad de Pensilvania, recuerda que pasó cuarenta años buscando el apoyo de la comunidad científica para sus investigaciones con el ARN mensajero que fue clave para el desarrollo de las vacunas contra la pandemia de COVID-19. A sus 58 años se tuvo que mudar sola a Alemania para incorporarse a BioNTech, la empresa de biotecnología que ensayó con la primera vacuna que salvaría cientos de miles de vidas durante la pandemia.

Katalin, junto con el inmunólogo Drew Weissman, ahora son dos celebridades y la misma comunidad científica que los ninguneó y los tildó de locos, ahora se postra ante ellos. Ambos se conocieron en el centro de copiado de una universidad, ahí era posible leer los artículos publicados por otros colegas. Como era costumbre, Karikó le contó de su trabajo a Weissman, quien trabajaba en una vacuna contra el VIH, y descubrió que él también estaba fascinado por el potencial del ARN. Los dos pasaban largas jornadas en el laboratorio trabajando en la posibilidad de estimular al cuerpo a desarrollar inmunidad contra patógenos virales. No tenían éxito, pero fue a Katalin a quien se le ocurrió experimentar con un tipo diferente de molécula de ARN. De tal modo que en 2005 los científicos comprobaron que se podía “engañar” al sistema inmune creando un ARN mensajero sintético que contiene una copia del código genético viral. Esa creación consigue que nuestras células fabriquen la proteína del virus y de ese modo alerta a nuestro sistema inmunitario.

¿Magia?, ¿hechicería?, la niña húngara, la hija del carnicero de la aldea, logró lo imposible, además, claro, de ser madre de una bicampeona olímpica de remo, Susan Francia, que llegaba a casa con las palmas de las manos llenas de ampollas, heridas o inflamaciones causadas por los extenuantes entrenamientos.

Karikó ha confesado en entrevistas que ver sufrir a su hija por esas llagas fue una de sus principales motivaciones para lograr revertir más rápido la inflamación manipulando el ARN. Vaya que nadie en este mundo debería subestimar el amor de una madre curando y volviendo a curar las manos de su única hija que, si bien no fue científica, sí una atleta de alto rendimiento. En las vitrinas de esa casa, imagínense, hay dos medallas olímpicas y ahora otra, con el rostro dorado de Alfred Nobel.

¿De qué están hechas esas mujeres? Katalin Karikó parece muy “normal” con gafas redondas, grandes, corte de pelo a lo Juan de Arco, sacos oscuros, pantalones clásicos, maquillaje discreto. No es del tipo de una Marie Curie femenina con encajes, cabello largo, recogido con moños o chongos, con vestidos ampones y la mirada concentrada en el matraz que sostiene con sus manos pequeñas, tal y como la retratan en las infografías. Karikó es más bien del tipo ejecutivo, práctico, muy dinámico, que no pierde tiempo en afeites ni tintes porque sabe que eso no importa. Entiende que sobresale por su luz, por las chispas que arroja su inteligencia cuando habla mucho y velozmente, convencida de cada palabra que entona con vehemencia, “como si tuviera un micrófono”, justo como a los machos idiotas no les gustan las mujeres listas que hablan con conocimiento, razón y autoridad porque como se saben disminuidos, la luz esas mujeres los llenan de furia narcisista, de una envidia con la que no pueden vivir a menos que sea para hacerles daño, engañarlas, usarlas, pero son tan poquita cosa que ni eso pueden, todo lo tienen pequeño, comenzado con un verdadero amor propio. Así que nada ni nadie detuvo la genialidad, la valentía y empeño de Katalin Karikó con las cuales se abrió paso y siguió investigando, hablándole a todo el mundo con mucha pasión de sus experimentos. Prueba y error, prueba y error, incansable; prueba y error, prueba y error, fiel a su meta, hasta que un día… Por eso sonrío imaginado a esos mismos machos vacunándose tempranamente con Pfizer para seguir jodiendo a las demás. Afortunadamente, cada una lleva una Karikó por dentro, lo único que falta es que lo sepa.


1 Ver en https://www.youtube.com/watch?v=0IxiMbJBpCs. Consultado el 10 de octubre de2023.

Equipo de Redacción

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *