Hacia una ética intratextual del superviviente; por Alma Karla Sandoval

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Pasemos de frivolidades del siglo XX a la pandemia del XXI y, sobre todo, a la reflexión de Elías Canetti sobre acontecimientos de ese tipo.

Un judío sefardí “copia y pega” frases de un historiador y militar ateniense. Entre las impresiones que Tucídides escribió sobre la pandemia que le tocó reportear y el celebrado capítulo “El superviviente” de Masa y poder que le valió fama a Elías Canetti, median varios siglos. Hoy, ningún crítico literario se atrevería a dar por “buena” esa forma de ensayar por las costuras de los párrafos expuestos del padre de la escuela del realismo político sin sangrías u otras convenciones textuales que se exigen en las facultades de humanidades cada vez más vacías o ante los ojos de editores venidos a menos, pero con el ego en ristre, entrenado para denostar, para descuartizar sin miramientos, más que para leer o salvar lo que vale la pena. Ciertos criterios intertexuales pasarían por alto la falta de Canetti, su pereza, tal vez, para citar sin citar que quiere decir disimular o robar probamente, sin que se note la falta de tiempo, de tacto, de trabajo, pero no sé si de talento.

Hay muchas maneras de idear un ensayo y no considero, a quien escribe muy diferente a mí, un autor torpe. La diferencia no implica, necesariamente, deficiencia. Por eso voy a hacer lo mismo que Canetti honrando a Susan Sontag quien, al escribir su provocador texto sobre lo Camp, lo estructura como se le pega la gana porque si existen lazos consanguíneos entre la forma y el fondo, ella decide escribir 57 notas algo repetitivas, pero muy lúdicas, tratando de definir una sensibilidad. Pues bien, pasemos de frivolidades del siglo XX a la pandemia del XXI y, sobre todo, a la reflexión de Elías Canetti sobre acontecimientos de ese tipo. Copio y pego, a continuación, sin el permiso de nadie, pero sí con mucha ironía que disfruto:

“No bien se la reconoce, la epidemia no puede desembocar más que en la muerte común de todos. Quienes son atacados esperan —puesto que no hay remedio contra ella— la ejecución de la sentencia. Sólo los atacados por la epidemia son masa: son iguales respecto al destino que les espera. Su número aumenta con celeridad creciente. Alcanzan la meta hacia la que se mueven en pocos días. Alcanzan la mayor densidad posible.

“A menudo ya ni es posible sepultar una a una a las víctimas, como corresponde: se apilan unas sobre otras, miles de ellas en una sepultura, reunidas en gigantescas fosas comunes. Hay tres fenómenos significativos, bien conocidos a la humanidad, cuya meta son los montones de cadáveres. Están estrecha-mente emparentados entre sí y por ello hay que delimitarlos bien. Estos tres fenómenos son la batalla, el suicidio en masa y la epidemia.

“Es notable cómo en este caso la esperanza de sobrevivir hace del hombre un ser aislado, frente al que se sitúa la masa de todas las víctimas. Pero dentro de esta maldición general, en que resulta perdido todo aquel que cae enfermo, sucede lo más sorprendente: algunos, contados, convalecen de la peste. Es de imaginar cómo se deben sentir éstos en medio de los otros. Han sobrevivido, y se sienten invulnerables.”

Hasta ahí Onetti en su libro. Luego reflexiona sobre “El sentimiento de cementerio”, esa gloria que, en sus palabras, otorga poder cuando se comprende que no se camina sobre el agua como un dios sino entre cadáveres, cuerpos de personas con quien hasta hace poco se convivía. Si bien el análisis de Canetti borra las fronteras entre víctima y victimarios, si como asegura Enrique Díaz Álvarez en La palabra que aparece, ese enfoque es imprescindible para hablar de necropolítica (y necroescritura) con la propiedad de los matices, pero temo que el sentimiento de omnipotencia del que ha sobrevivido a una guerra, una pandemia o un suicidio en masa nuble la compasión urgente, la solidaridad con los menos favorecidos, valores necesarios para refundar una comunidad, es decir, para volver a lo que nos es común, más allá de haber sobrevivido, tomando en cuenta lo que en medio de una desgracia pudimos aprender o apreciar. Infiero que la crítica de Canetti va por ese lado y revela sin florituras ni rodeos uno de los más grandes desafíos de la condición humana: no jactarse del triunfo del instinto de supervivencia operado de la instrumentalización de violencias radicales.

“Te lo llevas tú o me lo llevo yo, para que se acabe la vaina”, dice un vallenato. “A que lloren en su casa a que lloren en la mía, pues que lloren en la suya”, suele comentarse en México. En la primera parte de la saga cinematográfica Dune, el líder debe mostrar que lo es asesinando a otro peleando cuerpo a cuerpo. Conocidos son los ritos de paso, las horrorosas iniciaciones que exigen las pandillas criminales para aceptar a un nuevo miembro en su entraña. Ocurre igual al interior de los carteles de la droga que reclutan jóvenes para convertirlos en sicarios. Se trata de accionar un poder sobre la vida y la muerte de los otros, si se es un tirano, y un sentimiento de jactancia: “Ellos murieron, yo no”, que introyectado en las multitudes que a cada uno nos habitan puede ser peligrosísimo. Este tiempo que ha ido recobrando sus viejas formas, sus normalidades huidizas, triviales, no puede medirse con la misma vara que Tucídides y Canetti descubrieron remojada en sangre.

Equipo de Redacción

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