Gioconda Belli, la libertad desmelenada; por Alma Karla Sandoval

0

Entregada a lo suyo, la nicaragüense a quien la dictadura de Daniel Ortega despojó de su nacionalidad, es ejemplo de la profecía que Gabriel Celaya lanzó a este siglo: “La poesía es un arma cargada de futuro”.

Como Almudena Grandes, la fundadora de un sueño con rostro de partido erótico-político, la supuesta guerrillera, la amante de gente con fúsiles, la viajera insaciable y exiliada, la autora de una poesía más y mejor desnuda que Remedios la Bella, la mujer del verso clitoriano, indetenible, Gioconda Belli, entró en la literatura con laureles al viento. Su primer poemario, Sobre la grama (1972), obtuvo el Premio Mariano Fiallos Gil. Desde entonces, la pluma es su deseo o el deseo es la potencia de su pluma. Ese libro le valió las siguientes palabras de Salman Rushdie: “Una modalidad de poesía amorosa que expresa la pasión como no he visto jamás”. Sólo seis años más tarde, en 1978, Gioconda comparte el Premio Casa de las Américas con otra columna de las letras centroamericanas, Claribel Alegría.

En la década de los ochenta, la nacida en Managua encumbra una carrera que se cumple en contra de varias inercias patriarcales: complejo de inferioridad, síndrome de la impostora, del imperio del agrado, de los que fracasan cuando triunfan, herida de abandono y la persecución política de la cual es objeto.

Sí, Belli arrasa con una pasión convertida en lenguaje desflorado, en sangre, vientre, oropéndola, volcán, semilla, senos y útero.

No acepta ninguna condena, escapa al destino de las escritoras mediocres, las que no superan el hecho de buscarse, las que no rebasan el pretexto de su condición, apuntaría Simone de Beauvoir. Por el contrario, esta poeta se desborda, sigue y sigue. Con una de sus primeras novelas, La mujer habitada, la premian los editores, libreros y bibliotecarios de Alemania en 1989. Eso ocurre casi en los mismos años en que aparecen tres libros más de poesía: Truenos y arco iris, Amor insurrecto y De la costilla de Eva.

Imagino que le preguntarían, “¿a qué hora duermes?”, “¿por qué no descansas?” O que, sin querer queriendo, la aconsejarían tratando de hacerle un bien, “ve más despacio”, “ya no escribas porque nos haces sentir a las demás que no hacemos nada”. Incluso, en el colmo de la envidia, quizá la censuraron acusándola de “oprimir a las demás”. Imagino, déjenme insistir, en que, siendo además una mujer muy guapa, inquieta, incansable, debió lidiar con otra clase de acosos, los de sobra conocidos. Sin embargo, todo eso no son más que anécdotas reales o ficticias.

La obra de Gioconda Belli se alza, le guste o no, a la parte más retrógrada del universo. Es más, eso siempre la ha tenido sin cuidado.

Entregada a lo suyo, la nicaragüense a quien la dictadura de Daniel Ortega despojó de su nacionalidad, es ejemplo de la profecía que Gabriel Celaya lanzó a este siglo: “La poesía es un arma cargada de futuro”. No explicó que el verso libre, tan sensual como sexual, puede convertirse en bala efectivísima. Lo digo con cuidado, que conste. Sé que algunos críticos hipócritamente pacifistas se escandalizaron cuando Cristina Peri Rossi, al agradecer el Premio Cervantes que le fue concedido en 2021, recordó en entrevista que ella es “una francotiradora de las palabras”.

No es que Gioconda sea más discreta, no. En su libro El país bajo mi piel (2001), donde relata su pasado sandinista, queda clara una visión del mundo donde la utopía revolucionaria fue una brújula, pero no la decisión de un talento que siempre supo el horizonte al cual girarse: la poesía sin discurso, el placer por encima de la ideología que lo roza, pero no alcanza para determinarlo como esos amores que intentan cambiar a la otra sin tomar en cuenta el desmelamiento o desprincesamiento de una voz indomable. Claro que esto crispa los nervios de las buenas conciencias cuyo rasero de calidad hegemónica no aprueba la “impudicia belliciana” como se muestra en este primer tiempo de uno de sus poemas amorosos:

I

Mi pedazo de dulce de alfajor de almendra
mi pájaro carpintero serpiente emplumada
colibrí picoteando mi flor bebiendo mi miel
sorbiendo mi azúcar tocándome la tierra
el anturio la cueva la mansión de los atardeceres
el trueno de los mares barco de vela
legión de pájaros gaviota rasante níspero dulce
palmera naciéndome playas en las piernas
alto cocotero tembloroso obelisco de mi perdición
tótem de mis tabúes laurel sauce llorón
espuma contra mi piel lluvia manantial
cascada en mi cauce celo de mis andares
luz de tus ojos brisa sobre mis pechos
venado juguetón de mi selva de madreselva y musgo
centinela de mi risa guardián de los latidos
castañuela cencerro gozo de mi cielo rosado
de carne de mujer mi hombre vos único talismán
embrujo de mis pétalos desérticos vení otra vez
llename pegame contra tu puerto de olas roncas
llename de tu blanca ternura silenciame los gritos
dejame desparramada mujer.

Ciertamente, la historia nos juzgará, aseguran los clásicos que ya nadie lee. Ciertamente, la pasión por la pasión ha vencido una vez más. Celebro el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana concedido este año a Gioconda Belli que ella le dedica a Nicaragua, donde los volcanes emergen de los lagos como las diosas invencibles.

Equipo de Redacción

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *