Feminismo del reencantamiento; por Alma Karla Sandoval

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La cuarta ola feminista entraña distintas corrientes, la que propone Alma Karla Sandoval tiene que ver con resistencias en tiempos de tecnoidolatrías aciagas.

La cadena como símbolo es la impronta capitalista en nuestra subjetividad. Hoy se traduce en una tecnoidolatría que vuelve cierta la amenaza de Julian de la Mettrie, ese hombre-máquina, adorador de la inteligencia robótica que, a punta de algoritmos, podría responder desde la más ardiente misoginia. Para subvertir esa lógica, debe alzarse el retorno de la mujer-naturaleza entendida como un cyborg nómade, una especie reinventada en plena floración pre, intra y postpandémica, no solo porque el virus que nos confinó la mata menos, sino porque en una existencia medicalizada, la zona cero de una verdadera revolución se jugará en los úteros de las que deciden siendo autónomas. Advertimos que no proponemos una separación simplista entre lo inorgánico y lo orgánico, sino una fusión de los alcances tecnológicos, al servicio de nuestras metáforas, es decir, nuestros anclajes con que imaginamos el mundo.  La flor, ergo, es la mujer cuya potencia de polen, de semilla, la impulsará desde el centro de su ovario subversivo.

Carmen Conde, poeta española, diseccionó la rebeldía de las niñas vegetales en su olvidado poema, “Tratado de botánica”, el cual nuestros feminismos del reencantamiento desentierran:

A mí me educaron para ser una niña vegetal. Quieta, callada. Sin opinión ni discernimiento. Frágil, ornamental. Con una raíz tan fuerte que crecí aferrada a la misma porción de tierra. Con un tallo delgado dividido en partes. Y aquí, cerca de la cabeza, justo dentro de los pétalos, en el lugar preciso en el que tengo el estilo. Mi estilo. Mi madre. Mi madre natura. Mi madre natura hizo que me creciese el estigma.

Como sabemos, si nos asomamos a los nombres de la parte de una flor, el estigma es lo que sobresale, la antena, digamos. Esa herramienta anatómica es propia de las capacidades del devenir mujer-naturaleza que se opone, desde la intuición de su destino ornamental, callado o solo biológico, a la dinámica performativa de nuestros desplazamientos ciberespaciales. Nada se pierde, dicen, solo se transforma. La margarita con su “me quiere, no me quiere”, desde los candados sangrientos del amor romántico, es también la duda inoculada de todo aquello que intentan las mujeres en un ecosistema falogocéntrico-extractivista-psicópata en tanto que epistemicida, pues arranca la potencia y el color del amor propio con un “puede, no puede”.  

Está claro que la palabra de una mujer no se le concede el mismo valor que a la de un hombre; no se escucha igual, no se paga con el mismo sueldo, no se lee ni se interpreta sin prejuicios.

El editopatriarcado aniquila la escritura de las mujeres con sofisticadas técnicas fáciles de enumerar, a decir de Joanna Russ: “No lo escribió ella, lo escribió, pero no debería haberlo hecho, pero fíjate sobre qué escribió, pero solo escribió un libro, pero no es una artista en verdad, pero no es auténtico arte, de seguro alguien le ayudó, de todas maneras, resulta rara, una anomalía”1  y de esa forma el saber eurocentrado, colonizador, calma sus nervios, minimizando desde la ginopia del que no ve miles de fosas comunes México ni la necroescritura que como un río subterráneo que busca la vida, fluye ocultándose, puesto que persiste un latido sobre esos campos que el fuego devorador de cadáveres arrasa. Cae la lluvia y miles flores pueblan otra vez esos territorios de muerte. No adornan por adornar, no se trata de una estética fortuita. Su signo es el de una bioescritura que reencanta el horizonte para avivar la memoria histórica más allá de sus falacias.

Nos referimos a una magia que regresa tal y como lo enuncia Silvia Federici cuando llama a reencantar el mundo, es decir, a revalorar la capacidad que los seres humanos de otras épocas tuvieron, una fuente de autonomía que el capitalismo tardío insiste en aniquilar.  Por ejemplo, descubrir propiedades medicinales en las plantas y las flores, obtener el sustento de la tierra, vivir en el bosque, guiarse por los astros y los vientos a través de caminos y mares. Los navegantes polinesios podían llegar a la orilla sorteando noches muy cerradas o tempestades, leyendo las olas del océano. Igual que las feministas quienes no separamos una de otra, que solemos bracear, en palabras de Francesca Gargallo, por esos mares de resiliencia, affidamento, solaridad2 y la mismidad recuperada que no nos permitía apropiarnos de nuestras libertades en primera persona.

El lenguaje es enraizamiento. Cuando es maleza forma círculos sagrados, significantes que, si se apartan del mecanicismo deseante hiperconectado de la vida que persigue el poder para vacunarse antes que los otros, lo recupera desde la supervivencia entre los comunes. El colonialvirus atraviesa difícilmente la espícula de colectivas que se protegen desafiando el confinamiento donde las violencias hacia las mujeres son un espeso caldo de cultivo que mata arrebatando aire. Por tanto, la lucha feminista no es una revolución pasada de moda, como asegura Alma Guillermoprieto, sino también la búsqueda de una nowtopia del pensar y el hacer desde el cuerpo de la mujer clitoriana, esa otra flor que se abre al centro, ahí donde la enfermedad, la angustia, el miedo a las y los otros, nos resecan, nos dividen.

Por fortuna hay primavera, pero solo para quien se decide o puede mirarla más allá de la contemplación, para quien la defiende de los intentos de deslegitimar, de criminalizar la protesta ante a los feminicidios, la violencia sistémica o nuestra precarización. Según la CEPAL, en 2019 solo el 43 por ciento de las mujeres en México tenían una ocupación pagada. Por si fuera poco, el gap salarial es del 19, cuando la media global es del 13. Esto sin contar la guetización de los estudios de género y qué decir del feminismo al interior de las universidades, el acoso sexual normalizado, la impunidad frente a la persecución, el olvido o desprecio ante la digna rabia de las madres que buscan a sus hijas e hijos, la manipulación del discurso introyectado socialmente que deriva en una estigmatización burda y procaz tildando de violentas o desviadas a las jóvenes rebeldes, las que más brillan.

Mención aparte la violencia que sufre no solo la ama de casa o sierva sexual sin pago, la empleada, la candidata a un cargo de representación popular ante realidades que disculpan a violadores y los encumbran políticamente volviendo, otra vez a las mujeres botín de guerra, pero como eso no basta, hay que secuestrar su movimiento sin importar la bandera del partido político, expoliando así su valor.

Desde cualquier punto cardinal, el patriarcado pacta con lealtad indestructible y de esa forma asesina deteniendo el verdadero progreso o las transformaciones de humo que nos venden.

Lo peor es que las compramos desde la indefensión aprendida de la subcultura del fraude, la simulación o el delatorismo de la flor que traga músculos, fake pseudofeminista, cuya tecnocracia, acuerdo neoliberal, asepsia rosa y púrpura, nos va despetalando. Cooptación no es sobrevivencia porque no es verdad que nos quieran vivas, ganando lo mismo, gozando de una igualdad que de sustantiva no posee ningún predicado.

No conformes con seguir siendo cómplices, en el espacio público, del sacrificio de doncellas que se ofrecen a los señores de la muerte, algunos tlatoanis insisten en que debemos renunciar a nosotras mismas en el espacio privado con la abnegación de quien no es protagonista de su historia. Nos cortan las alas o dejan sin corola adoctrinando desde macabras pedagogías para las cuales siempre habrá presupuesto. Insisten en que la cadena es para nosotras y la rosa en el ojal para los hombres que abusan de sus privilegios. Por ende, es necesario que ellos a aprendan a ocasionar heridas o traumas indecibles de los cuales ellas no se recuperan.

Sin embargo, las flores reinventaron la existencia en el mundo, trajeron proteínas, aminoácidos. A decir de la misma Carmen Conde, trajeron nuevas formas de energía, perpetuaron la supervivencia de otras especies. Incluso existen humanos porque una flor se quedó quieta, callada, haciendo sutilmente sin que nadie quisiera admitir que era importante mientras se abría desde el alma del pistilo, donde se vence con fuerza al tiempo de la historia porque la cambiamos, podemos sobrevivir a su barbarie, lo hemos hecho juntas.  

Somos la floresta no domesticada cuya relación con el subsuelo nos permite sostener la vida. Nos nutrimos con lo que ha quedado de las osamentas, preservamos la memoria y nos movilizamos desde la doble o triple indignación.

Esa es la estética hechizante que nos mantiene unidas. Reencantamos el mundo desde una racionalidad que se opone a la tortura. Somos la fuerza de la floración online que no detienen.  Libres, selváticas, todo, absolutamente todo, lo que habían planeado para nuestra siembra, riego y cosecha, les salió mal.


1 Russ, Joanna. (2018). Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Madrid: Dos bigotes.

2 Entendido este término como una derivación de sororidad donde el sol de la luz femenina nos alumbra a todas.

Equipo de Redacción

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