Costumbre de príncipes; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval reflexiona sobre el poder de la memoria y la literatura.

Hay un debate sobre los nuevos libros de texto que la Secretaría de Educación Pública repartió entre los millones de alumnos de nivel básico en la República Mexicana. Según los expertos, contienen varios errores de forma y fondo como faltas de ortografía, de precisión de datos, de omisiones de pasajes históricos, etc. Por si fuera poco, tocan temas como la igualdad de género, la inclusión y el respeto a la diversidad. Algunos detractores del gobierno han solicitado que las páginas con esos gazapos se arranquen sin compasión, es decir, que se mutilen los libros. Uno que otro gobernador no dejará que esas ediciones circulen en su entidad federativa. Los defensores del gobierno, por su parte, han comparado estas reacciones con la de los nazis quemando bibliotecas tal y como Markus Suzak lo describe en La ladrona de libros.

Ambas posiciones están equivocadas con todo y que lleven agua a su molino con argumentos que les suenan lógicos. Mutilar no es la solución, tampoco victimizar a quienes debieron editar impecablemente el material educativo más importante de las infancias mexicanas. Si un remedio existiera, no está en el papel, sino en el cerebro de los seres humanos, en el hipocampo y la corteza temporal, donde habita la memoria.

Recordar es un trabajo arduo, a veces sucio. Algunos recuerdos que nos asaltan son literalmente ladrones de serenidad. Los sentidos juegan muy malas pasadas, una canción, un perfume, un lugar, un sabor, una textura son suficientes para fugarnos y llevarnos a ocasiones pretéritas en las que pensamos que fuimos más felices. Pero no. La nostalgia es dolor del regreso, pero a no a la infancia, por decir algo, sino al presente siempre vacío o roto por alguna parte. “Por qué para ser feliz es necesario no saberlo”, se pregunta Fernando Pessoa y nadie recuerda haber amado de veras sus libros de texto durante la dictablanda del PRI. Los celebramos ahora, claro, mirando esas décadas con pesar porque la educación pública que recibimos no se parece, por ningún lado, a la de ahora. Cierto o no, las imágenes de las hogueras en algunas provincias donde alarmados padres queman libros donde también se habla de transexualidad; para ciertos lectores se parecen a las de Fahrenheit 45, la novela donde se cuenta la historia de un sombrío y horroroso futuro. Montag, el protagonista, pertenece a una extraña brigada de bomberos cuya misión, paradójicamente, no es la de sofocar incendios, sino la de provocarlos para quemar libros porque en el país de Montag está terminantemente prohibido leer.

Porque leer obliga a pensar y en esa nación está prohibido pensar.

Porque leer impide ser ingenuamente feliz, y en el país de Montag hay que ser feliz a la fuerza. Igual debe ser aprovechado el minuto del odio en 1984, otra distopía de George Orwell. En el libro de Ray Bradbury se nos advierte de los ejércitos de la felicidad falsa que nos venden ahora hasta en las empresas donde trabajamos porque “las abejitas contentas dan mejor miel”, puede que sí, pero no dejan de ser explotadas porque se les lavó la mente con el discurso del sonríe y la fuerza estará contigo o la esperanza muere al último.

He insistido desde otros meridianos en que la esperanza es sometimiento, inmoviliza. Resulta mejor desear, ir en busca, hacer apuestas, jugárnosla porque mientras rememos no nos ahogamos en los “hubiera”. Por eso recordar lo que se quiso y no se logró o, de plano, ni se intentó, duele. El arrepentimiento sí es un gusano que devora el cadáver de nuestras ilusiones perdidas. Lo demás ojalá llegará a ser literatura con final feliz, muy lejos de las ucronías que inventamos. Tal vez el hubiera sí exista no sólo desde una visión neoplatónica, ese mundo de las ideas cada vez más contaminado por la interpretación que constriñe aún más el mundo.

No sólo recordamos lo que vendrá y hacemos del sueño tiempo como Elena Garro, un tiempo que se detiene a la mitad de una novela como si el deseo de una mujer raptada fuera el poder de una bruja. Julia, con su vestido rosa, logra fugarse de un libro montada en un caballo junto a un hombre vestido de gris de quien no sabemos nada, podría ser cualquiera con la condición que venga de otro mundo, no de ése, donde la hombría se demuestra con pistolas. La ucronía de la Garro les arranca el corazón a los lectores. Las lectoras no pueden quedar más advertidas y desde esa bandera tan roja como un atardecer en Iguala, descubrimos que lo que nunca nos pasó quizá sí ocurría en lugar que no sé si llame inconsciente o sea la extimidad de la que habló Lacan, esa mezcla de mundo externo y mundo interno donde no soy la persona de afuera porque también, al mismo tiempo, soy la que me acompaña dentro. Por eso es verdad, en cierto sentido, lo que promulgó el psicoanálisis: creemos que pensamos de manera autónoma o que escribimos libremente. Es probable que nadie sea capaz de una narrativa en verdad auténtica. Somos los borrones de los borrones de muchos palimpsestos, un relato cada vez más fallido, impostado. De ahí que toda literatura del yo sea ambigua y, no obstante, necesaria.

Borges afirmó que “cuando los escritores mueren se convierten en libro, lo que, al fin y al cabo, no es una encarnación tan mala”, siempre y cuando no quemen. Los autos de fe de los que habló Canetti seguían esa ruta: la denuncia de una muerte nada digna, puesto que morir no debería ser tan fácil. Era costumbre de príncipes quemar bibliotecas y no precisamente de príncipes azules, sino de psicópatas disfrazados del carisma de dirigentes que embrujan hasta que un día alguien dice que van desnudos, aunque no sirva de mucho porque los callan asesinándolos. No es para exhibir al tirano que todo mundo omite que va orondo sin ropa mostrando sus miserias, es para preservar la propia vida. Por eso muchos dirán que, habiendo otros problemas más graves en el mundo, nos detengamos en esas hogueras, después de todo ningún libro ha cambiado nada. Gran mentira. Los libros han tenido todo que ver nuestra historia. Si es que un escritor cuando muere se convierte en libro es porque un libro, desde antes de concretarse, ya es una persona.

Bradbury atina en uno de los finales más bellos de la literatura porque en su distopía no puede haber libros, pero hay personas con memoria capaces de aprenderse cada palabra, cada punto, cada coma, cada silencio de La odisea, por ejemplo. Gente ávida que, a escondidas, antes de que incendiaran la última hoja de cada libro, memorizó el infierno de La divina comedia; otros hicieron lo mismo con el purgatorio y las esferas celestes donde el poeta se encuentra con Beatriz, líneas recitadas por ciudadanos, en tanto que lectores, mientras sobrevivían al horror de un régimen que mataba de falta de sueño, de hambre de lectura que es decir de imaginación.

Si al terminar de leer Ensayo sobre la ceguera no pude seguir siendo la misma persona, las lágrimas al cerrar Fahrenheit 45 eran promisorias: apagarían en el futuro cada incendio, real o fantasioso, me llevarían al océano mar de la memoria, a ese mundo lejos de la tierra donde todo se marchita más rápido que en medio de las olas, los azules del recuerdo.

Equipo de Redacción

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