Microficciones; por Angélica Santa Olaya

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La escritora mexicana Angélica Santa Olaya nos presenta un conjunto de microrrelatos de su obra «Funambulistas. Minificciones en la cuerda floja»

UNA ESTRELLA PARA PEDRO

De niño le enseñaron que los hombres nunca lloran y él fue un buen alumno. Siempre llegaba a casa con estrellitas doradas en la frente. Esta no sería la excepción. Tomó el revólver, apretó el gatillo y se colocó en la frente una estrella roja como el reflejo de aquella tarde en que una sola lágrima de acero pesó como todas las lágrimas nunca lloradas.


PORTERAZO

Las cascaritas vespertinas en la calle, evadiendo autos, fueron su diversión infantil cotidiana. Sus pies, algo chuecos, no fueron suficientes para ser defensa. Luego intentó el medio campo, pero tampoco se le daba mucho la estrategia. Donde sí funcionó muy bien fue en la portería. Esquivar los golpes que su padre le propinaba cuando llegaba borracho a casa, le habían otorgado, por fin, un punto a favor.


MIÉRCOLES DE CENIZA

─ Juanito, necesito que vengas mañana a las siete. Manolo se fue de su casa ayer y necesito, urgentemente, un monaguillo ─ susurró el sacerdote acercando sus gruesos y babeantes labios a la oreja del niño que acudió, al día siguiente, a la cita.

─ Polvo eres y en polvo te convertirás ─ añadió en voz alta y estampó en la frente del niño el sello con las cenizas, aún tibias, de Manolo.


NUNCA TE DEJARÉ

Nunca se le hubiera ocurrido usar guantes para tocar a su hija. La piel de los bebés es suave como el terciopelo. Luego, al llevarla al colegio por primera vez, tomar con fuerza su manita fue la promesa, sin palabras, de que no la abandonaría. Más tarde, el tacto sedoso, entre sus dedos, de las hebras de su largo cabello, al peinarla para ese baile especial, permanecería intacto en su memoria. Tampoco olvidaría el temblor emocionado en sus mejillas al mostrarle su primer pago como secretaria. Tocar, acariciar, son actos de amor. Por eso se convirtió en Madre Buscadora, aunque no tuviera el papel que dijera que estaba autorizada para defender el derecho de su hija, a estar con ella, en cualquier circunstancia. Porque ellas desaparecen y nadie hace nada. Porque las lágrimas le regaron la voluntad. Por eso recorría montañas, llanuras y barrancos. Por eso escarbaba la tierra con esos guantes que arrojaría muy lejos cuando estuviera segura de que los zapatos, la playera, los huesos enterrados ahí, donde la policía dijo que no había nada, fueran de ella. Porque estaba segura de que, aún muerta, Araceli sabía que nunca la abandonaría.


LA LUNA SALE PARA TODOS

Cuando le empezaron a crecer los colmillos su madre la encerró en la habitación más alejada de la calle. Su padre mandó construir una ventanita abatible en la puerta para proporcionarle alimento. Pero ella prefería las lombrices que entraban por el orificio del muro que daba al jardín, en tiempo de lluvias, y los murciélagos que su hermanito atrapaba y le llevaba a escondidas en verano. Una noche, un rayo de luna tocó sus mejillas. Se agarró de él con todas sus fuerzas y dejó la casa con el primer asomo del sol. Caminó entre troncos caídos hasta encontrar un mar que engrosaba a cada paso bajo sus piernas. Las olas venían de ambos lados de sus brazos y se unían en un techo líquido que ella podía tocar con la punta de sus dedos. Adentro todo era fresco y azul. Una pequeña barca llegó hasta ella y le ofreció una mano que no dudó en tomar. Tenía las garras más hermosas que jamás hubiera visto.


DESACATO

No salgas. Quédate en casa. Sal sólo por comida o medicinas. Usa cubrebocas. No te toques la nariz ni los ojos. No beses. No abraces. Mantén metro y medio de distancia. Lávate las manos. Ponte alcohol. Deja los zapatos fuera. Cámbiate la ropa. Desinfecta las cosas que ingresaste a casa. Báñate. Respira hondo y mantén el aire en los pulmones 10 segundos, exhala. Relájate. No te angusties. Pero, sobre todo, quédate en casa. Mamá, tengo hambre. El lamento se repitió tres veces en pequeñas voces. Pequeñas como las escasas migas de pan que escaparon de la bolsa de papel arrugada y agujereada. La mujer revisó el monedero. Tres pesos. Ni para un pan. Metió el hambre de sus hijos al bolsillo e, ignorando la cuarentena, salió a enfrentar la más urgente de sus angustias.


GODOT

Y viendo Dios que la tierra se secaba, los mares se desbordaban y los animales se extinguían, supo que su obra era buena, pero el hombre no. El hombre había nacido defectuoso. Si le decían: Ama, él odiaba. Todo lo entendía al revés; así que, nada debía hacer excepto esperar. No mucho. Los hombres estaban, ya, destruyéndose los unos a los otros.


Textos obtenidos de la plaquette:

Angélica Santa Olaya, “Funambulistas” minificciones en la cuerda floja, Eterno Femenino Ediciones, México, 2022.

Equipo de Redacción

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