Carta a una joven feminista en Navidad; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval nos comparte una de los textos navideños de Cartas a una joven feminista, ya un clásico en la materia.

Queridísima:

Recibí tu respuesta de inmediato. Te leí rotunda, desafiante, pero también agradecida por las confidencias que hice. No hay de qué. Si vamos a continuar dialogando, debemos ser recíprocas. La simetría en las conversaciones es fundamental, así que te respondo en plena mañana de un 24 de diciembre. Lo cierto es que quería volver a esta mesa donde mi computadora negra, barata y viejita sigue brillando con luz artificial que nos alumbra. Deseaba volver aquí porque anoche colgaron en mi muro la felicitación navideña de Lydia Cacho, en la cual nos recuerda a las feministas que es nuestra tradición y obligación arruinar las fiestas decembrinas. Lo escribe con sarcasmo, por supuesto, pero se agradece esa invitación a decirle no al hostigamiento del tío beodo; a hablar de justicia social cuando uno de nuestros abuelos diga que es mejor que nos gobiernen los militares; o de igualdad cuando las mujeres pasaron setenta y dos horas encerradas en la cocina preparando la cena; a pedir que no se metan con las que aún no se deciden a casarse y tener hijos. Buena exhortación a la praxis feminista, que claro, arruina el momento.

Como verás, a mí me gusta ir al fondo, es una actitud órfica que se la debo a María Zambrano, ¿has leído Hacia un saber sobre el alma? Es uno de sus libros que me han despejado muchas dudas, sobre todo el texto acerca de la soledad y la escritura, un aislamiento casi siempre a la larga comunicable. “Toda victoria es una reconciliación”, escribe la española y yo lo suscribo. “Ir al fondo de las cosas”, como dice Blaise Cendrars en La prosa del transiberiano, ese largo poema cuya nostalgia de la juventud nos enseña que necesitamos tiempo y perspectiva para juzgarnos, para ponderar la experiencia, para sacar conclusiones y, como Ulises, entender que el camino es un maestro duro, pero bueno. Ir al fondo de las palabras que nos interpelan, escarbar. Lydia Cacho hace bien en llamarnos a decir NO al acoso. Dos simples letras que forman una aleación cuyo poder se nos niega.

Las mujeres debemos estar siempre dispuestas, ser para los demás y quedarnos sin nada para nosotras. Nos hacen sentir culpables cuando ponemos límites. Se nos acusa de malas madres, malas hijas, malas esposas, novias o amantes si, al sentirnos forzadas a hacer algo que nos aburre, rebaja o nos humilla, no cedemos. La forma de conducirse de los depredadores sexuales ilustra muy bien la idea que tiene el patriarcado de que las mujeres tienen que rendirse a sus apetitos bestiales. Al no aceptar un no como respuesta, el imaginario misógino da por hecho que las mujeres no alcanzan el nivel de seres humanos autónomos. Para ellos somos cosas, muñecas de usar y tirar.

La violación de todo derecho es más fácil si pensamos que el otro no tiene potestad sobre sí. “Dañamos a los demás cuando no somos capaces de imaginarlos”, escribe Norberto Bobbio. Sin embargo, no es sólo en el terreno carnal donde el acoso se concreta, donde, otra vez, la culpa es de una por haberse puesto esa falda, ese short, ese pantalón. En nuestros países, si denuncias, puedes exponerte aún más, el maltrato de las autoridades en los ministerios públicos es algo común, se ha dicho que la violación se repite, que el vía crucis de la víctima no acaba, se recrudece.

Esa tragedia también existe en otro ámbito, el sentimental. Me refiero a cuando se pretende imponernos relaciones fundadas en el amor romántico tal y como lo establece el patriarcado, ya que se parte de que el máximo objetivo de una mujer es lograr un final de feliz de telenovela: casarse, tener hijos y, con eso, debería ser suficiente. Mira, como me gusta profundizar, también adoro las preguntas, porque son grandes instrumentos de reflexión, pueden ser las llaves ensangrentadas del cuento de Barba Azul. Cómo olvidar una de las entrevistas que Carmen Aristegui le hizo al entonces gobernador del estado de Guerrero, Ángel Aguirre, pocas horas después de la desaparición forzada de los tristemente famosos “43 de Ayotzinapa”. Con el valor que la caracteriza, la comunicadora cercó al político quien, nervioso, se quejó de que Carmen hiciera ciertos cuestionamientos en medio de aquella crisis. “Para saber hay que preguntar, gobernador, y ése es mi trabajo. Además, los ciudadanos tenemos derecho a enterarnos de lo que ocurre”, respondió la periodista.

Subrayo dos verbos: “saber” y “enterarnos”. Empero, es aplastante la dinámica de un sistema opresor que convence a las mujeres de que vivir con la venda en los ojos está bien, pues les recuerda que “quien busca, encuentra” y que “la curiosidad mató al gato”. Pensando de esa manera, no se cuestiona de fondo el amor, mucho menos las estructuras que lo erigen como un edificio que se parece mucho a una cárcel; el famoso gineceo, esa habitación en donde se encerraba a las griegas, un cuarto que por lo general se ubicaba en la planta alta de las casas. El primer nivel era de los hombres, quienes por supuesto, sí podían salir y entrar a cualquier hora, así como van y vienen de un cuerpo a otro porque, tengan una compañera o no, mientras más mujeres conquisten y penetren, más hombres resultan. En cambio, ya sabemos cómo le va a la mujer que ejerce de manera libre su sexualidad. Así que hablo del amor romántico regido por cánones que todos padecemos en menor o mayor medida, a los roles que deben jugarse desde el cortejo, a ese baile de máscaras encarnadas que pocos deciden a arrancarse porque duele, sí, pero es la única manera de conocer nuestros verdaderos rostros y amarnos de otra forma, desnudos finalmente. Si deseas detenerte en este tópico, al que volveré desde otra coordenada más tarde, visita la página y los libros de Coral Herrera Gómez, una feminista que insiste en que otras maneras de querernos sí son posibles.

Por los hilos con los que tejo esta carta supongo que te darás cuenta hacia dónde va. “Lo personal es político” fue el lema de nuestra lucha en los años sesenta, porque las feministas se dieron cuenta de que los obstáculos, desde entonces, no eran individuales ni familiares. El avance en la equidad requería de la intervención de un poder concreto para transformar de manera efectiva la discriminación estructural aún vigente. De ahí la retahíla que comienza así: “Las mujeres necesitamos políticas públicas que garanticen el cumplimiento de ”………………Ponle tú lo que falta, rellena con la demanda que gustes, queréllate, es necesario. Me gustaría mucho que te organizaras con otras, que discutieras, que tomaras el espacio público, que ensancharas tu vida sin miedo y sin desesperanza. Estás en tu derecho, claro, de decidir que no, de concentrarte sólo en tus asuntos, de beneficiarte gracias a la lucha de otras que sí se toman la molestia participando, exigiendo, defendiéndose; otras que ganan mucho porque se vuelven parte de un colectivo, entran en contacto con los otros tejiendo redes de amistad, sororidad; valorando causas, historias, organizaciones. De por sí el diseño de los cautiverios de las mujeres se ha sofisticado con el correr de los siglos.10 Han atravesado la cueva cavernícola, el gineceo, el palacio con cinturón de metal, pasando por el harén, el manicomio, el convento, la prisión, el prostíbulo, hasta llegar a la casa de una señora bien.

Sucede algo más: a medida que vayas madurando, te recordarán el tictac del reloj biológico, te van a asustar con la idea de marchitarte y “morir sola como perra”. “Bueno, aunque no te cases, ten un hijo, al menos” y/o “date la oportunidad de salir, hay muchos hombres solos que buscan a alguien”. El mundo se encargará de hacer todo lo posible para que consigas pareja, los sitios web que traman citas te prometen un match milagroso, son un negocio millonario. Pero si no quieres la angustia o el galimatías de una relación dentro de marcos tradicionales —aunque seas la amante, eso es lo más paradójico— porque no atraviesas una etapa en la que te sientas bien para lidiar con esos juegos, los pretendientes no van a entenderlo. Se molestarán. Sobrevendrá una agresión velada o explícita. Saldrás en tu defensa —eso espero— y serás la gran villana de la historia, la insoportable, la amargada. Eso querrá decir que vas por buen camino. Mejor todavía si te haces estas preguntas mientras dura ese viaje: ¿Por qué no entienden que cuando una dice que no, es no? ¿Por qué insisten, irrespetan nuestros duelos? ¿Por qué una tiene que bloquearlos? ¿Por qué no son posibles, más para ellos que para nosotras, los encuentros fugaces y agradecidos que la mayoría de las veces somos nosotras quienes tenemos que vivir, entender, confrontar y superar? ¿Por qué cuando se trata de no establecer un vínculo no pueden creerlo? ¿Tan acostumbrados están a creer que las mujeres nos morimos sin una relación romántica o idealizada? ¿Por qué mientras más clara eres en el no, más se aferran? ¿Por qué enredarnos e inventar metáforas falaces? ¿Por qué la obsesiva ilusión del enamoramiento? ¿Cómo amar sin jaula? ¿Existen otros escenarios? Respondo con una frase atribuida a Simone de Beauvoir:

El día que la mujer pueda amar con su fuerza y no con su debilidad, no para huir de sí misma sino para encontrarse, y no para renunciar sino para afirmarse, entonces el amor será tanto para ella como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal.

El patriarcado, sin embargo, no lo hace nada sencillo. Instrumentar este modelo de conducta amorosa les ha acarreado a muchas mujeres resultados funestos. Es mi deber señalarlo porque cuando una ama empoderándose, floreciendo, enorgulleciéndose de sí misma, alzándose, un misterioso entramado de fuerzas oscuras aparece: “No debes opacar a tu marido”, “detrás de un gran hombre…”, “pobre, su mujer gana más que él”, y de pronto a nadie le gusta lo que ocurre en tu hogar, así que interviene la suegra, tu propia madre, los amigos lo presionan, la sociedad lo reta, lo castran. Frustrado y disminuido, el compañero en cuestión busca pequeñas o grandes venganzas con las que te hará pagar hasta con tu carne el hecho de que, como eres lista, busques otros modos de estar en el amor, que los encuentres, te sientas cómoda y desde ese amor te proyectes en la vida pública, des ejemplo, crezcas y hagas crecer. Créeme, sé de lo que hablo. Lo anterior, si corres con suerte. Si no, puedes perder la vida en casa, no exagero cuando digo que tu pareja te puede matar. No obstante, así como no se perdona tu insubordinación frente a las monolíticas instrucciones del amor romántico, tampoco te perdonarán que te muestres liberada, que andes sola, que ensayes tus propias maneras de ser mujer porque alejarte de lo que se entiende como tal, significa exponerte. Los feminicidios son la prueba irrebatible. Término que, por cierto, surge en México, no sin las resistencias del Estado. A principios de los años 2000 escuché argumentaciones vacías de muchas diputadas protestando por esa palabreja. “También asesinan a los hombres”, repetía alguna. Claro que sí, le contestábamos, sólo que a un hombre no lo ultiman por las mismas causas en un contexto donde los privilegios no son compartidos: no se gana igual, no se corren los mismos riesgos, a ellos no se les obliga a realizar dobles o triples jornadas, no se cuestiona su presencia en ámbitos públicos, etcétera. En promedio, al menos doce mujeres son asesinadas diariamente en Latinoamérica por el simple hecho de ser mujeres.12 Por ende, nombremos lo que debe ser nombrado. Como explica Nayeli García Sánchez:

La pionera del término “femicidio” fue Diana Russel, que lo usó para hacer referencia a homicidios de mujeres. Para ella, este tipo de asesinato es cometido por hombres por un sentido de superioridad o de derecho sobre las mujeres. Una idea de propiedad sobre las mujeres. Marcela Lagarde, antropóloga mexicana, propuso la palabra “feminicidio” para conferir al concepto una dimensión política. Ella señaló la importancia de una laguna legal y estatal para la atención de la violencia que sufren las mujeres: la falta de investigaciones y sanciones que consideren relevante el género de la víctima permite la reproducción de este tipo de violencia. En su opinión, el feminicidio es un crimen de Estado.

Frente a esta realidad, todavía tenemos que sentarnos a negociar tolerantes con quienes no admiten la urgencia de hacer cambios profundos. “Dicen que las están matando, ¡qué alarmistas son!”, leí en una red social. Luego se suman más nombres y nombres a la lista, el miedo aumenta, los protocolos sobre qué hacer en caso de tomar un taxi, sufrir una violación, la desaparición de una familiar o la muerte violenta de una mujer que conocías, se reproducen. Después, el olvido. Como se está acabando el año, la prensa publica resúmenes anuales. Una nota del portal informativo Sinembargo.mx asegura que 2017 fue el peor año para las mujeres y las menores:

La violencia feminicida y la desaparición, principalmente de niñas, se desató este 2017 y muestra una tendencia imparable. Sólo en los primeros seis meses de este año, 914 mujeres fueron asesinadas en 17 estados de la República Mexicana, mientras que en cinco entidades desaparecieron 3 mil 174, la mayoría niñas de entre 10 y 17 años, alertaron organizaciones nacionales, del Estado de México y Puebla.

Estas cifras le echan a perder la Navidad a cualquiera, cierto. En El laberinto de la soledad, el único premio Nobel de literatura de esta nación expone que al mexicano le encantan las fiestas porque en ellas consigue evadirse, quitarse la máscara, estar relajado para gritar —drogado o alcoholizado— su desahogo frente a la mezquindad de la existencia en un entorno donde no le está permitido “rajarse”, tener hendidura de mujer. Las abiertas son las otras, las chingadas, las malinches, a las que se puede por eso, por su herida primigenia, acosar, agredir con un lenguaje ofensivo; manosear sin su consentimiento en el autobús, en el metro, al doblar la esquina; engañar por deporte, por diversión pura, porque de todas maneras mi novia o mi esposa me dice que sí a todo por el puro de miedo de perderme. A las otras las puedo violentar sin que me importen sus orgasmos, es más, si los tienen y son frecuentes, me dan pavor, escapo en busca de una esclava que no sepa tanto, que no se conozca, que no haya aprendido a respetarse, que no se exprese, que obedezca.

Lo anterior, aunque las otras sean las que levantan mi plato, planchan mi camisa, me acompañan sólo a donde yo quiero, van por mi cerveza, me escuchan, me son fieles. Las otras a las que, si no lo hacen, les pego o las abandono, les hago entender “quién es el hombre”. Las otras que además de ir a comprar todo para las cenas de Navidad o Año Nuevo —que en muchos casos pagarán con su propio dinero porque pueden darse el lujo de explotarlas—, deben arreglarse, ir al salón, ponerse uñas, perfumarse, estrenar, verse bonitas, para que él no mire hacia otro lado —de todos modos lo hace—para que las disfrute, como a la fiesta y a sus patéticas catarsis, aunque eso, para el hombre, tampoco es garante de felicidad.

Me gustaría saber qué opinas. Envío saludos con un villancico dulzón de fondo.

Cuernavaca, Morelos, 24 de diciembre de 2017.

Equipo de Redacción

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