Bandera blanca en la guerra del pronombre; por Alma Karla Sandoval

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Lo cierto es que todos los días en el lenguaje ocurre algo, todos los días una palabra es herida de muerte y ya no vuelve, todos los días una palabra se cae de nuestras bocas, se quiebra.

Cuando Mario Vargas Llosa soltó tremenda carcajada al preguntarle sobre el lenguaje inclusivo, incurrió en la violencia que proviene del no ver, porque no se puede imaginar un idioma diferente y, con él, otra época. Esa ginopia se traduce en marca de género como herida que, desde la insensibilidad a las luchas sociales, el clasismo de la academia o la doxa más ácida, se inflige en el cuerpo de un imaginario.

Es verdad que cada quien vuela sus papalotes lingüísticos como se le pega la gana, máxime si eres un escritor guardián de la correctitud gramatical, celoso de los ataques a las normas y defensor a ultranza del masculino neutro. Se entiende, lo digo con admiración por la obra de Varguitas, esa otra resistencia de fariseo confiado en que las grandes columnas de la Babel patriarcal no serán derribadas, entre ellas, claro, las de la RAE. Así que esa nostalgia moderna de un único relato y un único centro se comprende porque como dijo una amiga, “esos viejitos que se aferran a sus modos, ya sólo huelen a pipí”.

Sabemos que la tradición por la cual se desgarran, el sarcasmo con el que pretenden ofender (pregúntele a Pérez-Reverte), la serenidad y condescendencia ante lo que llaman aspavientos de la comunidad LGTBIQ, son estratagemas defensivas porque esperan que todo esto pase como si el feminismo fuera una moda, pero la tradición también es ruptura, el sarcasmo se desarma y la condescendencia se desvanece en la contradicción de su gatopardismo.

Lo cierto es que todos los días en el lenguaje ocurre algo, todos los días una palabra es herida de muerte y ya no vuelve, todos los días una palabra se cae de nuestras bocas, se quiebra. Frente a esa realidad nos percatamos de que el lenguaje sigue invadido de marcas de género por una violencia que nos obliga a desdibujar, a reinterpretar, a vivir en obra y avanzar siendo palabra con todo y esas cicatrices causadas por esas risas filosas. Cuando se es incapaz de pensar por fuera del círculo que la poesía también es asediada por romanos para que nadie se atreva a decirla de otra forma, somos cómplices de la banalidad de todo mal por mínimo que ocurra.

Es algo serio. Tanto, que de Gabriel García Márquez no se carcajearon cuando en un acto solemne pidió jubilar la ortografía. Muchos se ofendieron ante semejante propuesta, “¿cuántas veces nos hemos probado nosotros mismos una sopa que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso? Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo”, señaló Gabo en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española. Corría 1997 y él ya advertía sobre el destino ineluctable de un lenguaje global, ahora pospandémico.

Con todo y las reacciones a esa otra doxa legitimada por el aura de Papá Grande, no hubo pitorreo en las filas de los señoros como cuando alguien dice todes. Sin embargo, bajo esa lógica, jubilar la ortografía también tuvo que parecer todo un sacrilegio. El autor de Cien años de soledad fue más allá opinando sobre la lengua española: “Nuestra constitución no debería ser la de meterla en cintura sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo XXI como Pedro por su casa”.

Si esos fierros son los de un corsé, García Márquez se revela feminista. Tal vez el todes lo habría puesto a pensar en la tolerancia que exigen las demandas de nuevas maneras de expresión y sus causas, el derecho a experimentar, la libertad de defender utopías nominales tan necesarias para deconstruir y resignificar el mundo aceptando que otros universos brillan sin hacer guerra del pronombre. En contraste, quienes a las mujeres cis o no, nos desean siempre encorsetadas, no se deshacen de las capuchas que aún los enceguecen.

Equipo de Redacción

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