Nuestra orilla; por Alma Karla Sandoval

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Lo mismo ocurrió con el derecho al voto, a la educación, no porque ya pudiéramos elegir a un presidente (todavía a muy pocas presidentas) o ir a la universidad, el machismo desapareció. Pues bien, no porque se publiquen muchas obras “feministas”, el editopatriarcado es un invento.

Si fuera un chiste, comenzaría con esta pregunta, “¿por qué no se lee igual a una mujer que a un hombre? La respuesta, porque a ellas no las leen”. Sin embargo, cuando eso ocurre no es con la misma disposición. La sospecha se instala con mayor facilidad ante la obra de una mujer. A ellos les dan más chance de fallar, copiar, intentar, repetir temas, ser mediocres. Ellas deben ser toda una anomalía, un caso de excepción derrochando genialidad que tampoco dan por sentado; ellas deben parecer inteligentes, pero no hacer escándalo, mucho menos militar; pronunciarse por sus derechos, pero no ser o no parecer feministas, incluso también reírse del lenguaje inclusivo que las defiende de las marcas de género, indelebles y patriarcales con las que se nos ha excluido de los reinos donde, según Foucault, ese quiebre entre lo que se nombra y es nombrado, abre una brecha que es herida y permite que el saber se configure históricamente de diferentes maneras.

Esas personas que se burlan de la defensa de los derechos de las minorías son en realidad muy ignorantes o muy ruines, aun cuando se paseen por el mundo con bandera intelectual o de premio Nobel que, como ya vimos, no es garantía de nada tomando en cuenta las imperdonables omisiones de Estocolmo empezando por Borges y otros más. Esa gente, decía, debe leer no sólo a Foucault, sino como asegura María Galindo, “te propongo que leas la vida, la realidad, el barrio, los ojos de las mujeres, sus bocas, sus ropas, sus uñas. Te propongo que leas los objetos que conforman la arquitectura de nuestra vida cotidiana, la bolsa del mercado, su olor y su desgaste, la cafetera, la cocina, el piso de la entrada…” Leer a las demás no para destruirlas o sobajarlas, leer no sólo a los autores venerados, las vacas sagradas, porque custodian la porosa torre de marfil de la tradición de una modernidad muerta, lo cual no admiten por falta de lecturas o aceptación del presente. Al parecer no acaban de llegar a este siglo. Algunos son nostálgicos del abuso, de un tiempo sin redes o plataformas digitales donde las denuncias se dan a conocer; otros extrañan un andar por el mundo sin las espinas de la cultura de la cancelación que por algo existen.

El tiempo nos dará la razón, pero no es la razón lo que deseamos. Nuestra búsqueda apuesta por una utopía donde no regalen nuestros libros por considerarlos malos sin haberlos terminado de leer, sin dejarse llevar por habladurías o prejuicios que tampoco van a aceptar. Por si fuera poco, algunas de esas propuestas son leídas sin idea de lo es una escritura postautónoma que se enfrenta con valor a criterios de calidad hegemónica, una forma de expresión cuya claridad no forma parte de un pacto de lectura que, dicho sea de paso, a autores como Joyce no le reprocharon tratando de borrar de la historia de la literatura su experimentación formal.

En síntesis, no sólo tienes que escribir “bien”, sino escribir como el canon lo exige. Y el canon es patriarcal, no lo olvidemos, no nos dejemos engañar por el supuesto filtro neutro, aquello de que la literatura de verdad es como los ángeles, no tiene sexo; si concedemos que eso es verdad en la letra, en la que se recibe y cómo se percibe sí hay sexismo.

Por el contrario, desde nuestra orilla deseamos una escritura sincera, con hierro, con sangre, no esa que las editoriales publican como si fuera un género nuevo sólo porque es rosa, suena feminista, tiene que ver con las mujeres y entonces garantiza ventas. Puede ser que sí, que las autoras con jugosas regalías estén en su derecho de escribir lo que les venga en gana. Pero eso no quiere decir que el editopatriarcado no exista, voy a explicarlo: no porque se publiquen muchos libros de mujeres dejará de existir el sesgo que desprecia lo que nosotras imaginamos, pensamos, sentimos o contamos. De hecho, toda esa ola editorial, ese boom de autoras nuevas, de libro tras libro de corte feminista, es también un distractor o un argumento menor fácil de desmantelar.

Lo mismo ocurrió con el derecho al voto, a la educación, no porque ya pudiéramos elegir a un presidente (todavía a muy pocas presidentas) o ir a la universidad, el machismo desapareció. Pues bien, no porque se publiquen muchas obras “feministas”, el editopatriarcado es un invento porque éste no sólo irrumpe en las decisiones que toman los grandes editoriales, el duopolio por todos conocido, sino que palpita en la recepción de las obras, en la manera con que se tocan nuestros libros o los revisan como los cuerpos de los cadáveres en los paisajes forenses que habitamos. Sabemos, aunque nos duela y no nos guste escucharlo, que el cuerpo de una mujer no se levanta de la escena de un crimen con el mismo cuidado que el de un hombre. Mucho menos, señoras y señores, su escritura.

Equipo de Redacción

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