Lo que sí tiene nombre te rescata; por Alma Karla Sandoval

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Un poco de paz, de contemplación serena nos permite crecer o adquirir aquello que se llama temple o bien, ecuanimidad de cara al horror, al sinsentido.

En algunos libros hay entradas a otros que nos abren rutas escape devolviéndonos concentración, recordatorios como signos balsámicos o brújulas. Justo cuando una escritora como yo se siente más perdida, con la fatalidad de una fecha de entrega que se acorta, se produce el pase mágico de una lectura gracias a la cual recobro confianza. Entonces escribo con nuevo entusiasmo la lista de todas esas lecturas que están ahí porque las he hecho diligentemente: subrayando, reflexionado y guardando silencio, invocando más palabras. Esos son libros que puedo conectar, desandar, para lanzarle al mundo preguntas urgentes. O al menos eso creo mientras la euforia dura, sin la cual, dicho sea de paso, no podría volver a escribir. Es el caso de Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett, poeta y narradora colombiana a quien conocí en Barcelona. Acostumbrada como estoy a subir en mis redes fotos de los libros que estoy leyendo o algunos sólo acariciándolos o contemplándolos como si fueran presas a las cuales aún no les llega la hora de ser devoradas, voy a la librería más comercial de la ciudad donde vivo. Busco un regalo de cumpleaños para una amiga. En la mesa de novedades encuentro esa obra que tenía pendiente, me habían descrito cruda, entre el testimonio y la crónica. El tema, la esquizofrenia del hijo de la autora que lo llevó al suicidio en sus veintes, cuando luego de ocho años de lucha, psiquiatras y medicaciones, el joven decide saltar por la ventana en un departamento de Nueva York donde hacía una maestría ni más ni menos que en la universidad de Columbia.

Voy en la página diez de eso que, efectivamente, no tiene nombre, y en mi Facebook los comentarios no se hacen esperar: “Un libro muy fuerte, hay que tener un corazón duro para leerlo”, “gran testimonio literario”, “maravillosa novela, me estremeció”, “es brutal”, “a mí me encantó” y demás impresiones salpicadas de aplausos que recomiendan y/o advierten sobre el contenido. Por ende, levanto muralla, limpio despacio mis lentes, prosigo. No puedo parar. Compro el regalo de la amiga, uno de esos libracos que le gustan de superación personal, manejo de regreso a casa. Sé que terminaré las 130 páginas esta misma noche. El tono de Bonnett, sincero, descarnado, con el coraje que encuentro en los libros de Annie Ernaux, Norah Ephron, Joan Didion y en el de Anne Boyer, me consuela, gracias al relato puntual, bien ordenado, de su pérdida, regreso a los de esas autoras cuya experiencia resumo:

En Pura pasión y El acontecimiento, la Nobel francesa describe dos experiencias que a las mujeres pueden marcarnos: el fervor del enamoramiento inestable, unilateral, que trastoca la vida hasta causar estragos y el aborto clandestino, vía el ejemplo de la propia autora, y al que debieron someterse muchas jóvenes estudiantes en París antes que esa nación, adalid de los derechos humanos y las libertades, despenalizara la interrupción del embarazo. Con una prosa bella, bien pulida, exacta hasta el confín poético, Ernaux consigue mapear el dolor de esas circunstancias mostrando la manera en que se acomodan en la psique hasta que pueden confesarse, escribirse, es decir, soltarse vía la palabra que recuerda. En esa trama de la memoria, diría Mayka Lahoz. “La narración, como la memoria, se convierte en tejido vital, porque la vida misma se constituye en texto narrativo y narrable. En ese tejido se ocultan nuestras rupturas y nuestros enigmas, que se vuelven, al ser narrados, más consistentes, más reales, más verosímiles”. 1

Justo eso es lo que necesitaba Norah Ephron, una atractiva y joven escritora estadounidense casada con la estrella del periodismo, Carl Bernstein, uno de los autores del reportaje que provocó el llamado Watergate, el cual, recordemos, ocasionó la dimisión de Richard Nixon como presidente de Estados Unidos. Pues sí, Norah estaba casada con un columnista que podía escribir sobre lo que se le antojara en los principales diarios, un hombre respetadísimo a quien ella amaba y con quien decidió tener un hijo (ese deseo del que se ha hablado en estas páginas) sólo que Carl se enamora de otra a quien jura abandonar, pero no puede. La escritora sometida a un triángulo reniega del feminismo que bien pudo ahorrarle mucho dolor o tenderle la mano durante el amargo cruce de un embarazo con ruptura amorosa de por medio con infidelidad, traiciones, dudas, celos, decepciones y todo el descontrol hormonal de dicha situación. Ephron hizo todo lo posible por salvar su matrimonio, por retener a su marido, pero ni siquiera la sumisión, la aceptación de que él haría con su vida lo que quisiera (como buen narcisista o psicópata que no siente culpa) pésele a quien le pese, pues ni la sangre, ni la promesa de una nueva vida que ella gestaba, bastaron y Carl la dejó a punto de dar a luz, eligió a la otra.

Casi todo ese best seller denominado una roman à clef con toques de ironía suprema, con recetas de cocina cuyo trasfondo resulta hasta divertido y entrañable es un intento por creer, por aceptar un duelo amoroso cuando más vida es una mujer porque está embarazada, con una ilusión que la persona a quien ella quiere, pulveriza. El resultado de la necesidad de recordar ese año siniestro es Se acabó el pastel, un libro que la dignifica porque no hay descenso a los infiernos que, si se sobrevive, no arroje recompensas.

Otra periodista de estilo elegante, muy eficaz desde la síntesis y las imágenes profundas es Joan Didion, transformada en autora de culto al final, cuando ya rebasaba los ochenta años debido al coraje con que en El año del pensamiento mágico y Noches azules enfrenta las muertes de su esposo, el escritor John Gregory Dunne, y de su única hija, Quintana Dunne; el primero por un ataque fulminante; la segunda a causa de una enfermedad pulmonar cuya agonía fue lentísima.

Con enorme entereza, la californiana capaz de narrar las fiestas salvajes en su casa con artistas de Hollywood y demás intelectuales en los sesenta, cuando su hija era bebé durmiendo en una cuna debajo de la cual, después de aquellas reuniones, descubrió una jeringa con la que cierto invitado se inyectó heroína; también cuenta, tramo a tramo, los momentos de un duelo doble, el enfrentarse a un dolor que casi la enloquece o no soporta porque en menos de un año mueren las dos personas que ella más amaba. Sólo permanecer escribiendo, investigando sobre su propia urgencia de resignación, la mantiene a flote.

Sí, la razón necesita datos. Eso aprendemos en Desmorir porque su autora aprende todo lo posible sobre el cáncer de mama a la vez que denuncia las injusticias de los costos, la calidad de la atención en los tratamientos, según el poder adquisitivo de la persona enferma. Anne Boyer analiza los testimonios de otras como ella y se va encontrando o desencontrando con sus opiniones. Lo que le importa es hacer real lo que no puede creerse: “El cáncer no parece real. El cáncer parece un alienígena al que la modernidad capitalista industrial, a base de insistir, ha convencido para tener un encuentro: semiastral, semisensorial, todo terrible. El tratamiento contra el cáncer es un sueño del que sólo nos despertamos a medias para descubrir que ese medio despertar es otro capítulo en el libro del sueño, un sueño que es un documento y un recipiente tanto del despertar como del dormir…” 2 Ahí es donde el lenguaje opera, donde la reflexión, los datos, el poder contrastar cada uno mediante capacidades cognitivas como la crítica, la síntesis, la interpretación, rescatan.

Bonnett lo deja claro:

Dani, Dani querido. Me preguntaste alguna vez si te ayudaría a llegar al final. Nunca lo dije en voz alta, pero lo pensé mil veces: sí, te ayudaría, si de ese modo evitaba tu enorme sufrimiento. Y mira, nada pude hacer. Ahora, pues, he tratado de darte a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme.3

En esas líneas encuentro una explicación certera de lo debe entenderse como bioescritura, para empezar sus motivaciones:

  1. Darle a la muerte un sentido.
  2. Preservar la memoria.
  3. Transformar el dolor vía catarsis o sublimación.
  4. Volver a dar vida o renacer creando una obra.
  5. Cobrarle una revancha a la muerte.

El último punto es clave, esa pequeña victoria cuando se ha perdido significa invertir el orden de la desgracia, no es un ciclo de muerte-vida- muerte, sino de vida-muerte- vida donde los confinados son los jinetes del apocalipsis en su versión evangelizadora, es decir, más punitiva porque la guerra, la muerte, el hambre y la peste aparecen para castigar las faltas de los humanos. Cuando descubrimos que para saber quiénes somos debemos comprender cómo duelamos, de qué forma recobramos aliento, qué tan resilientes podemos ser, un poco de paz, de contemplación serena nos permite crecer o adquirir aquello que se llama temple o bien, ecuanimidad de cara al horror, al sinsentido.

Eso es lo que consiguieron los diarios, las crónicas, los testimonios, las cartas, las autobiografías, los ensayos escritos durante la pandemia, curiosamente todos en el terreno de las escrituras del yo o lo que se conoce como literatura de no ficción. Lo cual no es requisito indispensable para hablar de bioescritura, para domar a los jinetes del apocalipsis en un plano simbólico. Desde la ficción también se operan salvamentos o se otorgan salvoconductos.


1 Lahoz, Mayka. (2022). La trama de la memoria. Barcelona: Tusquets.

2 Boyer, Anne. (2019). Desmorir, un ensayo sobre la enfermedad en un mundo capitalista. CDMX: Sexto Piso.

3 Bonnett, Piedad (2023). Lo que no tiene nombre. CDMX: Alfaguara.

Equipo de Redacción

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