El beso cuando no es dorado ni oscurece; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval piensa en Klimt, en el simbolismo de la vida moderna que ya no permite evocaciones románticas.

La cuchara tiene un escudo grabado, es de plata sucia. Nadie limpia como se debe en esa casa. Tres hijas adolescentes, una madre joven, pero diabética. El padre sale temprano y vuelve de trabajar ya entrada la noche de un invierno que simula resolver encendiendo solo dos horas la calefacción. Llegaron a Mánchester hace diez años como refugiados de Pakistán. Ahora pronuncian el inglés con más acento británico que cualquier profesor de Cambridge. Cenan arroz a diario. Las especias se vacían en la alacena igual que los frascos enormes de galletas que la madre mastica para morir más pronto enojada porque se cansa de cocinar enormes ollas de guisos con el azúcar en las venas hasta el cielo. Escuchan música de su región. Los demás comen y discuten en voz alta. El matrimonio habla poco, son las hijas peleando por una blusa, porque no les toque la parte de en medio de la cama. Las tres duermen en el mismo cuarto. Alquilan una pieza pequeña y fría que se parece mucho a la de Harry Potter, pero no está debajo de las escaleras, sino en el ático. Quien llega ahí, entra en un congelador efectivísimo: nada se pudre en esas cuatro pareces del cuarto que exigen ventilar para que el olor de la comida apestosa a clavo, comino, orégano y aceite reciclado salga pronto. No importa que el huésped sienta más frío. Ellos al menos no ponen un reloj en la ducha que suena al cumplirse los cinco minutos permitidos para un baño, de preferencia, cada tercer día.

¿Cómo abrazar a alguien si no te has lavado el cabello a conciencia?

¿Cómo besar con absoluta confianza?

La última huésped piensa en el cuadro de Klimt con dos amantes en cuyas cabezas hay hierbas y flores, además de una devoción absoluta por el instante.

Planos pronunciados, detalles hechos de pan de oro, inspiración que proviene de mosaicos bizantinos, he ahí el secreto de una estética resplandeciente en comunión con la naturaleza proponiendo una tendencia sentimental cuya lógica se pierde ante la composición del cuadro.

“El beso” se pintó entre 1907 y 1908.

La huésped le da un sorbo al té negro con leche, sin azúcar, mientras trata de enumerar los colores que recuerda de esa pintura e inventar sinestesias:

Violeta: el cielo en una tarde caliente cuando vuela la alfombra de una jacaranda.

Blanco: el silencio al terminar la música.

Azul: moviéndose de orilla a orilla en la ventana de un avión.

Verde: las piedras de un edificio victoriano.

Rojo: el olor a la manzana muerta escondida al interior de un pie.

Naranja: algunas flores inmortales.

Oro: el beso en sí.

También tendría que hablar de las pestañas de la amante y las hojas italianas que coronan la cabeza de él.

Debería olvidar este día nublado a imagen y semejanza de la tristeza convertida en laberinto, en la perdición del extranjero dando de vueltas sin datos en el móvil, sin ganas de llegar a ninguna parte porque aún necesita girar en círculos para reaccionar definitivamente.

O no.

La mujer de Pakistán vuelve a devorar galletas de chocolate cuando nadie la ve. Luego se inyecta insulina, la saca del paquete en la nevera como si fuera una Magnum con chispas y pedazos de almendras. Luego se queda dormida mirando la televisión. Desde ahí le hablan hombres morenos que rezan. Nada más.

La huésped, si pudiera, tomaría un vuelo a Austria. Se instalaría en un hotel viejo de Viena desde donde iría caminando a la Galería Belvedere. Pagaría más de veinte euros. Entonces los vería, dos amantes arrodillados entre flores. Soportaría poco tiempo mirándolos desde un lado y luego otro. Apuntaría dos otres frases inconexas. Tal vez lloraría un poco pensando en todas las veces que cerró, dejándose besar, los ojos de esa forma.

Sería inútil.

El vuelo saldría en tres horas.

Volvería a la calle Tenby por la noche a comer arroz con algo que parece pollo nadando en el curry menos colorido de la historia.

Equipo de Redacción

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