Celan, aquellos resplandores; por Alma Karla Sandoval

0

Dicen que Celan fue un chico encantador hasta que el nazismo le arrancó la sonrisa, pero no la dignidad del poeta que le dice a la otra: “Vuelve a ondularse tu cabello cuando lloro.

La pandemia fue un momento universal de pérdidas. No hubo quien no mirara alejarse o posponerse algún proyecto. Muchos se quedaron sin un ser querido. Esa reconfiguración del mundo externo e interno debió cerrarse con un final sin cubrebocas que nos transformara en seres humanos que algo aprendieron, tal vez a quererse mejor y a darse a los demás con mayor sabiduría porque pocas cosas terribles nos pueden pasar como terminar la vida antes de tiempo. No obstante, hay gente que renunció a vivir antes de aquella emergencia sanitaria o que, a pesar de haber sobrevivido, prefiere seguir en automático, zombificado en una rutina que no le permite contemplar las finas líneas de plata en los nubarrones más oscuros.

Esos resplandores son como los versos de Paul Celan, poeta rumano de origen judío y habla alemana quien, a pesar de perder a sus padres en el holocausto, de haber sobrevivido a un campo de concentración, alcanza alturas líricas desde la publicación de uno de sus primeros libros, Amapola y memoria (1952). Este poeta de la posguerra, no la pospandemia, resiste gracias a la correspondencia con su primera novia, Ruth Lackner, y, posteriormente, a golpe de cartas muy amorosas de su cónyuge, la pintora Gisèle Lestrange. Sin los libros, sin la escritura viviente, no habrían sido posibles los 500 poemas que dejó en carpetas metódicas en las cuales clasificó los textos para publicar, lo que no deberían serlo y los que quizá podrían darse a conocer.  

Dicen que Celan fue un chico encantador hasta que el nazismo le arrancó la sonrisa, pero no la dignidad del poeta que le dice a la otra: “Vuelve a ondularse tu cabello cuando lloro”, con todo y ese llanto, o, mejor dicho, en su nombre, la vida retumba con poder nostálgico. La pulsión apolínea florece en medio de la leche negra de alma que envenena la salud mental de cualquiera orillándolo al suicidio con todo y la candencia del alemán preciosista, el idioma de los asesinos de sus padres. Estetizar la tragedia, algo con lo que no estaría de acuerdo Susan Sontag, es posible con palabras de este mundo, pues los reinos improbables, donde lo bueno no sólo crece junto a lo malo, sino que también dicta el tiempo de lo que sobrevive, es el territorio de la poesía:

Mi ojo desciende hasta el sexo de la amada:

nos miramos,

nos decimos algo oscuro,

nos amamos mutuamente como amapola y memoria,

dormimos como vino en las conches,

como el mar en el rayo sanguino de la luna.

Estamos abrazaos en la ventana, nos ven desde la calle:

¡es hora de que sepa!

Es hora de que la piedra se apreste a florecer,

de que al desasosiego le lata un corazón.

Es hora de que sea hora.

Es hora.

El reloj, ciertamente, no para. Celan se sobrepuso muchas veces a las vicisitudes de la posguerra. Logró llegar a París, dar clases, destacarse como traductor y editor, ganar premios con sus libros, casarse con una mujer que hizo esfuerzos sobrehumanos para ayudarlo a seguir en este mundo, ser padre, pero como todos los poetas que hablan de la muerte de “cierto modo”, quiero decir, con una cercanía real de tan irreal o ensoñada, decidió quitarse la vida a los cincuenta años arrojándose al Sena. Dicen que hacerlo es respetable, la polémica en torno a ese espinoso asunto no corresponde a estas páginas, sí el hecho de que Celan dignificó con la pluma su existencia ante sí mismo, probablemente sin saberlo bien a bien, sólo cantando al compás de una pala con la que obligaban a los judíos a cavar sus propias tumbas. En ese gesto inevitable, como el amor, la bioescritura se revela ante la muerte y la derrota.

Equipo de Redacción

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *