Desde un lugar sin nieve; por Alma Karla Sandoval

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En esta entrega hay un Grinch, fantasmas, galletas de animalitos y esferas con cascabeles. No encontrará el lector un reno, pero ojalá se identifique.

La Navidad era el reloj de la abuela a quien le gustaban las luces cuajadas de luces en la fachada de su casa. Era rasgar el papel de los regalos sin decoro. Beber ponche masticando caña de azúcar y buscando el corazón de un tejocote. Era ponerte chamarra cuando nunca lo hacías en el trópico. La Navidad era salir a la calle a arrullar el niño como pretexto, lo que querías era tronar cuetes, ver la pólvora encendida, esas estrellas en tus manos y comer galletas de animalitos, dejar los camellos hasta el último. Era hacer trampa rompiendo una piñata cuando podías ver a pesar del pañuelo que cubría los ojos. Luego la Navidad era esperar a ese chico perfumado que te miraba con ternura y chocolates. Después hubo que hacer de todo para no llamar a ese otro chico con el que querías bailar en una fiesta debajo del muégano, las coronas de pascuas, los pesebres. La Navidad se hizo una costumbre de carne de cerdo con almendras, aceitunas, vino y naranja. Nunca te gustaron los romeritos ni el bacalao cuyas verduras ayudabas a picar desde temprano cuando la casa olía a vainilla y a cariño, a chisme.

La Navidad se encendía y se apagaba mirando un árbol ridículamente blanco en un pueblo donde no existen las coníferas.

Pero sí las esferas, la escarcha, los bombones, el señor vestido de blanco y rojo en cuyas rodillas te sentaste de muy niña para pedirle la paz del mundo, que tus papás vivieran muchos años; a pesar de que por debajo de su barba viste los pelos negros del engaño en su mentón, te concedería la dicha de que tus padres estén vivos. La Navidad era abrazarlos a veces llorando porque no podían entender que no querías una vida como la de todos, pero no lo decías, brindabas con sidra rosada que te gustaba agitar y pescar el tapón. Luego aprendiste a huir de ese corcho para no casarte. La Navidad fue el amor de ese hombre que cruzó una ciudad y pagó un taxi carísimo para llegar contigo a esa hora, ese día, ahí, y prometer algo que también ha cumplido. La Navidad se hizo pavo que se quemó, botellas viejas que tu tía guardaba desde hace años y quiso gastar esa noche, entonces no hubo gas para que volara el corcho ni los brindis. La Navidad fue un sombrero rojo y el puño levantado de un tío después de un terremoto. Fue la violencia arropada de violencia imparable, la ausencia varios por el covid, por el amor de lejos, por la soledad compartida en un pedazo de jardín ruinoso. Si Almudena Grandes estuviera leyendo esto, escribiría que la Navidad eran ollas y el horno lleno de romero, mazapanes a la mesa, besos con vino de boca en boca.

Si el fantasma de la Navidad pasada tomara posesión de la memoria de Dickens, nos regalaría otro cuento mágico con gente de verdad que aprende a querer el mundo.

Si todos leyeran “Un recuerdo navideño” de Truman Capote, llorarían entre castañas, galletas de jengibre y cascabeles.

Si todos leyeran “Un recuerdo navideño” de Truman Capote, llorarían entre castañas, galletas de jengibre y cascabeles. La Navidad se hizo biblioteca un día, ya más cerca de la muerte que de todas aquellas remembranzas. Pero la siento como una nota musical al interior, no sé si una campana oculta hablando un idioma que finjo no entender. A veces me hablo de tú o de usted como a un amante querido. Me hablo, decía, para recordar sin el peso muerto de un personaje verde, un Grinch a la altura del odio tan de moda en las redes sociales, tan ponderado como las ovejas negras a quienes sí respeto. Lo del Grinch es el símbolo de la incapacidad de tramitar el amor que se demanda, que se cree merecer: la marquesina, el dinero fácil, las fotos en Instagram, la perfección imposible de una vida siniestra que persiguen todos, esa vida que en Navidad no les dije a mis padres que no deseaba tener. Ahora lo refrendo. La Navidad es abrazar a la perra de mi sobrino. Ir con mi madre a cortar guayabas, canela. Dejar que mi hermana hable sin cesar y se maquille como yo nunca lo haría. Ver a mis primos bebiendo y haciendo bromas. Reencontrarme con una amiga cómplice. Llamar a la gente que me acompaña en la amistad, aunque sea muy poca. Ponerme un abrigo y otro sombrero. Ir a comprar el pan, eso me toca. Buscar un buen nebbiolo, beberlo lentamente pensando en las palabras que vendrán, en los libros que sueño, en los que más quiero leer y en aquellos que deberé escribir. La Navidad es atreverme en el kareoke y cantar a todo pulmón con mis primas las letras de Gloria Trevi. Bailar “Yo no te pido la luna” mientras sonrío recordando a alguien. También somos los amores buenos, esos fantasmas de la Navidad presente, ángeles que regresan a tocarnos el aura y algo nos dicen al oído: “Vivan”.

Equipo de Redacción

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