5 poemas de Fernando Denis
En exclusiva, 5 poemas de Fernando Denis, poeta colombiano, editor, creador y director de la colección Zenócrate de literatura hispanoamericana.
EL JUDIO ERRANTE
Con verbos y acentos sacados de las tumbas yo escribo tu noche,
esa noche tuya hecha de destierros, de cancelas y caminos abriéndose
hacia lugares que han ido diezmando las palabras. También te he visto
en la profunda noche de las aguas, remando en una barca embrujada
hecha con refulgente papel de origami.
Escribo sobre ti porque mi noche también tiene acertijos y encrucijadas
y se confunde en la espesura con la noche de la tinta
derramada en el pergamino, en hoteles baratos de una noche,
en callejones sin salida.
Escudriñando bajo el toldo las barajas para ver las señales
del cielo, con ojos de sibila, ¿quién podría leer tu horóscopo enmarañado,
o tu mano maldita y planetaria que no debe conocer el destino
y en cuyas líneas arde un tatuaje de fuego?
Eres uno, pero también eres muchos desde hace siglos, eres legión,
eres una raza inmortal de caminantes.
La plegaria del mundo antiguo quedará hechizada con tu nombre
forjado en templos, santuarios, estaciones de trenes, puentes,
atajos, túneles y pasadizos. Aquí estaré escribiendo tu interminable biografía
hasta que el astro terminé de corregir mi suerte, hasta que se apague
el primer verso y el último o la sílaba de ese mar que custodia
el epitafio del Judío Errante, tus últimas palabras.
Pronto amanecerá en la Biblia, en las letras de un verso que nunca
se escribió, y yo me recojo en la música verbal de mi siglo,
pensando en un sueño escrito con palabras peligrosas
como las que llevas tatuadas en las escamas de tu piel.
GEOMETRÍA
Sueño que ya soy el verso, la metáfora destinada a vivir
en un viaje perpetuo
convertida en nave o en mapa de ruta.
Sueño que soy el marfil lastrado por el martilleo de la luna,
por la escritura tempestuosa de las aguas.
Soy un verso domado en los labios de tus esclavas dormidas.
Vengo de una metáfora de la piedra y voy hacia otra metáfora
más antigua, arcilla de otro mundo, esculpida en rituales
de fuego y en callejones de oscuros laberintos.
Mi país es la geometría y tengo como escudo un brillo
entre mis manos.
PUEBLO CON CATEDRAL.
OLEO SOBRE LIENZO
Debo caminar por sus aceras hasta el brocado siniestro de una catedral,
donde Santa Catalina de Alejandría garabatea un ominoso manuscrito
y piensa en el cuadro que Caravaggio le pintara con demasiada luz,
una luz enceguecedora que relumbra incluso en la espada con que la santa
fue decapitada.
Debo tararear como peregrino la antigua música que quedó
tatuada en los patios, en el oído de la caracola, en los jeroglíficos del viento.
Abro los ojos a la noche y es como si abriera un libro miniado de sortilegios,
como si un viento atrapado entre las hojas narrara los prodigios de una raza,
alguna leyenda sombría, alguna saga hecha con retazos de memoria,
con roídas palabras calladas durante siglos por poetas, asesinos y pescadores.
Hoy vengo vestido de centinela a cuidar estas orillas, a recoger cadencias,
hexámetros, sonoridades, para urdir el azaroso canto que arderá sin junglas
y sin ramas, para trazar la memoria de la lluvia en el mapa invisible,
su atronadora luz, su algarabía, su semántica en los techos de zinc.
Por la misma ruta de la lluvia, por sus puertas en precario equilibrio
sobre el tiempo, entrará a este pueblo anónimo la gracia de Dios,
también entrará el mundo a pagar sus ofrendas y sus deudas de juego.
EL ESTANQUE DEL AHOGADO
¿Ves a esta hora las lámparas en el barro,
las piedras blancas erigiendo leones en la sombra,
las aguas esculpiendo montañas azules llenas de pavos
reales y de astros, el cielo con sus rojas heridas descendiendo
sobre tanta rosas, sobre tantos oros enfermos,
y el viento que agita el bosque desnudo, tortuoso,
y muerde los almendros,
y barre una casa de viejo color amarillo?
¿Ves los jardines vigilados por murciélagos,
entre las verjas oxidadas, entre los matorrales,
una cabeza de mármol en las manos de una niña,
un fuego antiguo en sus ojos azules donde arden las islas,
los desmesurados valles rojos que custodian halcones,
y lunas, y un cielo atrapado en dos arcos?
El alba se vuelve un abandonado granero en llamas,
un sueño del paisaje, y después un zafiro.
Detrás de las arenas movedizas, detrás del mar y el trueno,
la tela resplandece, brillan los violines de plata junto
a la tumba, caen otros colores destrozados por el día
y manchan un bello crepúsculo de Virgilio.
Mira esta música, este derrotado cuerpo, este rumor nocturno
que busca tu mano de nieve, y sueña que corres
tras el increíble otoño que sangra millones de estrellas
en el fondo del estanque donde, estáticos, tus ojos me miran.
ERÓSTRATO
Cuando aún la noche doraba su pájaro en la hondura
del bosque,
una excesiva belleza quemó mi mente.
Dije mi nombre. El más puro de todos los nombres.
El que había guardado intacto para la diosa.
Más allá de las arenas, como un árbol encendido,
en las aguas blanquísimas brillaba el río de Heráclito
y sus colores eran los mismos que llevaban
en sus trajes las doncellas.
Varias veces las vi hablando del fuego, y sus voces
Parecían crepúsculos en la oscuridad de la noche.
Yo estaba en mi cueva y sentía el olor de los arbustos.
Me visitaban premoniciones y seres extraños.
Algunos que vieron la media luna en mi pecho
no durmieron, un destello o un horror los invadía.
Porque fui desterrado del templo, apartado
del oro inmenso que brillaba en la colina,
dije palabras malditas para salvar mi soberbia.
Pero en sueños la voz de Éfeso me dijo
lo que purifica el fuego y sus colores,
entonces en mí ardió Artemisa.
Penetré en las cámaras sangrientas y rasgué
el velo púrpura que cubría el rostro de la diosa.
Cuando besé la piedra sagrada, más negra
que los bosques nocturnos donde cabalgaba
el nombre de la luna entre tumbas egipcias,
un amor antiguo resurgió en mi sangre
y se disgregó en el río;
un tiempo maravilloso de sueño se disgregó
en el sueño del fuego.
Mis manos retenían ahora los radiantes versos
del hombre oscuro. Heráclito el oscuro.
Los clavos de acero brillaron en mis ojos,
brillaron las dagas, brillaron las ofrendas que a Diana
hacían los mortales.
El presente detuvo su resplandor en la antorcha
donde leí los versos.
Después esa luz creció en el papel, se extendió
en las tinieblas,
y el cielo se tiñó de bermejos vientos encendidos.
El fuego ardía en rojos leopardos que mordían el sueño
como el mar de la tarde muerde las palabras.
Mi nombre se confundió para siempre
con el nombre del fuego
mientras cantaba con oro en la voz
el griego reflejo que Heráclito dejó en el agua.
Fernando Denis