Descifrando el misterio detrás de la escritura; por Homero Carvalho Oliva

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El escritor boliviano reflexiona en este artículo sobre el proceso de la escritura.

«Un escritor profesional es un amateur que no se rinde.»

Richard Bach

Escribo desde hace más de cuarenta años, narrativa, poesía y ensayo, aun así, con toda la experiencia acumulada, no me atrevo a definir con certeza el proceso de la creación literaria, el alumbramiento que supone todo universo artístico. Para revelar las confidencias de ese proceso, intentaré un diálogo interno, para aportar desde la intimidad, en lo que podría denominarse una narrativa de la creación.

Cuando escribo narrativa, las historias vienen a mí de diversas maneras: llegan a través de la noticia de un periódico, de un objeto encontrado en la calle, de una imagen que se contrabandea entre los párrafos de una novela, de un personaje que se te aparece de pronto en un café, en un bar o en un recuerdo que emerge asociado a cualquiera de los cinco sentidos. Esas sensaciones afloran si tratamos de explicar ciertos estímulos que activan lo que los románticos llaman la inspiración o según los griegos: el numen, éxtasis o furor poeticus; para Homero, los dioses tramaban desgracias para que los seres humanos tengamos algo que contar; estas consideraciones contrastan con las de un proyecto que asumimos exprofeso, por ejemplo, una novela histórica, cuyo tema y argumento han sido elegidos con premeditación y alevosía por su autor.

El camino de la imaginación a la página

Coincido con Gabriel García Márquez en su explicación acerca de la influencia de las musas: «La inspiración es una palabra desprestigiada por los románticos. Yo no la concibo como un estado de gracia ni como un soplo divino, sino como una reconciliación con el tema a fuerza de tenacidad y dominio. Cuando se quiere escribir algo, se establece una especie de tensión recíproca entre uno y el tema, de modo que uno atiza el tema y el tema lo atiza a uno. Hay un momento en que todos los obstáculos se derrumban, todos los conflictos se apartan, y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y, entonces, no hay en la vida nada mejor que escribir. Esto es lo que yo llamaría inspiración». Recordemos que para los griegos las musas eran hijas de la Memoria, que no necesariamente es la nuestra, sino la colectiva, ahí, en el fondo del fondo, está la explicación.

En mi caso, cuando la historia asoma puede ser que, en pocos días, construya la ficción en mi mente, con sus protagonistas, lugares, espacios, circunstancias y argumentos; en otras ocasiones demoro semanas o meses; cuando el rezago se prolonga me cuento a mí mismo y/o relato a otros las historias hasta que las resuelvo y decido escribirlas. Si no puedo contar la historia, es que aún no está lista para ser escrita.

En ese proceso paradigmático, mientras voy visualizando la historia con sus tramas y subtramas, me es dado saber si será un cuento o una novela. Una vez que iniciamos la escritura el camino puede ser largo o corto, podemos tomar desvíos y atajos, metafóricamente ir en tren o en avión, el tiempo de duración dependerá del género elegido, un cuento puede tomar días o semanas, una novela meses o años, no existe un arquetipo entre los escritores, cada quien es como es y escribe según sus propios métodos.

La reescritura literaria o el arte de escribir

Escribir el primer borrador es lento, quizá doloroso o epifánico y no existe artificio digital que lo reemplace; luego comienza lo mejor del proceso: la corrección, la depuración, el gozo de escribir y las palabras vienen a ti, tal hierofante literario, conjuradas por algo que está en tu interior y no sabes qué es, pero estás feliz de que así sea. El misterio te satisface y no intentas descifrarlo porque intuyes que no lo lograrás, presientes que hay cosas en la vida que deben quedarse en el arcano del tiempo. Mejor dejar la verdad inmanente de la escritura como un enigma, que se repite en cada obra y asumir nuestro destino de exégeta de los silencios que, el infinito o la Divinidad, nos permiten atisbar en los entresijos de la condición humana; por eso los escritores sabemos que el mayor de los misterios son las propias palabras, el uso que le damos a esos códigos, que son las letras, al convertirlos del pensamiento al lenguaje oral y luego al escrito, por eso la literatura es la reescritura de la lengua.

Sin embargo, hay ejemplos que rompen la rutina, me sucedió con una historia que se apareció de improviso en mi vida y se tornó huidiza; resulta que el año 1993, se acercó a mí el personaje de una obra que ya rondaba en libros, calles, ciudades y documentales, se sentó a mi lado en un banco de la plaza de San Borja, Beni, me dijo su nombre y al escucharlo supe que lo había estado esperando. Me contó su historia y, a medida que él se internaba en los recovecos de su existencia, develando secretos y miserias, en mi memoria se encendían alarmas y se abrían archivos. William Faulkner, a caballo, vino a rescatarme y me avisó que «la memoria crea antes que el conocimiento recuerde»; Irene Vallejo, en su libro El infinito en un junco, lo aclara cuando afirma «que lo nuevo mantiene con lo viejo una relación más compleja y creativa de lo que parece a simple vista» y luego cita a Hannah Arendt, «El pasado no lleva hacia atrás, sino que impulsa hacia delante y, en contra de lo que se podría esperar, es el futuro el que nos conduce hacia el pasado», es decir, la memoria literaria como forma de conocimiento, usar las palabras para revelar lo que está detrás de los hechos, consintiendo que lo que se cuenta no sea tuyo y, sin embargo, lo sea. El yo, la identidad, proyectada en el otro o viceversa.

El título se había anunciado de inmediato, como un estallido transparente que iluminaba toda la historia; a partir de ese hallazgo creí tener la versión ya consumada y, como siempre lo hago, me la conté a mí mismo, se la relaté a mis hijos, a mi esposa y a algunos amigos; ahí estaba la historia con sus personajes y, con todo, no obstante, la escritura no emergía para contarla y no era por pereza intelectual, porque suelo ser muy disciplinado cuando empiezo a escribir algún texto.

Pasaron los años y, un día, acumulé el coraje suficiente para enfrentar a los demonios que aguardaban detrás de cada palabra del relato. Me senté a escribir, seguro de que la historia ya era mía y después de algunas cuartillas no pude terminar el esbozo, lo dejé y busqué excusas para justificar mi derrota, la novela se negaba a gestarse y decidí olvidarla; incluso sufrí el dilema de borrarla para siempre o dejarla en suspenso esperando alguna revelación, opté por lo segundo.

Las noches de insomnio

El año caducado, a principios de diciembre, me llamó mi amigo Tyrone Heinrich para hablar de un tema que nos apasiona: la búsqueda de la verdad para comprender, no para juzgar, y la maldita historia volvió a mí como un fantasma del pasado, al estilo de Mario Vargas Llosa en su novela El Hablador: «he aquí que el malhadado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada».

Los días posteriores a ese diálogo estuve pensando en la historia que había abandonado y en los ensayos que se han publicado sobre la temática relacionados a la política nacional, la forma de que siempre trastoca la cultura, recordé al historiador Gustavo Rodríguez Ostria, a quien ayudé consiguiéndole una entrevista con una persona clave para su libro, que es justamente sobre el tema del texto del que aún no quiero revelar muchas pistas, así mantengo el suspenso como en El problema final, novela de Arturo Pérez Reverte que me obsequió mi amiga Angélica Guzmán para navidad y que estoy disfrutando en estos días.

La historia estaba ahí en algún rincón y se negaba a dar la cara, hasta que, hace cinco días, me desperté con el estruendo de una tormenta y, al levantarme a cerrar las ventanas para evitar que entrara pertinaz el agua de la lluvia, percibí, como el destello de un relámpago, que la mal amada narración había retornado para quedarse. Le tomé de la mano, le acaricié, le hablé como si fuera una vieja amiga y la enfrenté en la pantalla de la computadora; decidido a dar la batalla, en un arrebato dramático borré el archivo ingrato y empecé a escribir uno nuevo; tras el primer párrafo me di cuenta de que lo que escribía no era una novela, iba surgiendo un cuento y seguí escribiendo, poseído por el argumento y su personaje central, escribí durante tres días y tres noches, las oraciones fluían convertidas en párrafos que al terminar de escribirlos y releerlos me sorprendían por la cantidad de información que entrañaban, de verdad verdadera, no sabía de dónde la había obtenido, porque su contenido es tan complejo y sensible que merece la certidumbre de la investigación y por eso recurría, frecuentemente, a mi biblioteca y a Google; en esos días solamente me detuve para comer algo o salir a cumplir con algún mandado que no podía esperar más o a honrar una cita médica que, a mi edad, es imprescindible. Recordé a Antonio Di Benedetto: «La literatura es una fatalidad… Es darle forma a los temas que piden lugar en mi mente y se posesionan de mí como un demonio».

Pasado los días febriles, la señora que trabaja con nosotros observó que mis ojeras estaban más pronunciadas que de costumbre, me lo hizo notar en el almuerzo y, entonces, todo el cansancio de las noches de insomnio se apoderó de mi cuerpo y esa tarde dormí una siesta de varias horas. «Dormir, vivir, soñar, acaso», diría Shakespeare, lo necesitaba para reponerme del agotador milagro que es la invención de una obra.

El cuento, que, por cierto, salió largo, ha tomado forma, ahora estoy en el proceso de edición, cotejando datos porque es un relato basado en hechos históricos; corrijo en impreso y en pantalla, elimino palabras, oraciones, aumento otras; ya voy por diez borradores y seguiré corrigiendo hasta sentir que el orgasmo final triunfe en mis dedos. Sobre el proceso de revisión, Vivian Gornick, escritora norteamericana, pregunta: «¿De qué otra forma se aclara el pensamiento y se hace más profunda la obra? ¿Cómo, si no, se pasa del discernimiento a la sabiduría? ¿Cómo ver todo lo que rodea algo y luego llegar hasta su corazón? ¿Cómo crear un mundo en un libro, no solo un atisbo por una ventana abierta?».

Considero que atrapé al pez, soy un pescador con oficio aprendido en la escritura misma, en las lecturas, en los análisis de textos y en los talleres literarios, como si fueran caudalosos ríos que desembocan en la mar oceánica de los géneros literarios; me siento como el protagonista de El viejo y el mar, la novela corta de Ernest Hemingway, bajo cuyo signo escribo esta historia, sé que esta vez no naufragaré, tengo el viento a mi favor y los dioses que nos permitieron la palabra me acompañan, cual Odiseo, de retorno a casa.

Equipo de Redacción

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