«Catalina», un relato de Manuel Díaz García

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Más de una madrugada Catalina había pensado hacerse un buen caldo con él, pues ella era mujer de sueño ligero y aquel gallo la atormentaba con su canto. Una madrugada le abordó la idea de que aquel gallo sería la reencarnación de alguno de sus maridos que había vuelto de ultratumba, metiéndose en aquel pobre gallo.

CATALINA

            De las nubes empezaron a descolgarse dos o tres gotas; pero parecía que, de buenas a primeras, las nubes se iban a vaciar sobre el pueblo. Catalina miraba las nubes, pensativa. Oyó cantar el gallo de Frasquita, su canto dormía a todo el gallinero, era un gallo revoltoso que gustaba de dormir temprano para despertar más temprano aún. Más de una madrugada Catalina había pensado hacerse un buen caldo con él, pues ella era mujer de sueño ligero y aquel gallo la atormentaba con su canto. Una madrugada le abordó la idea de que aquel gallo sería la reencarnación de alguno de sus maridos que había vuelto de ultratumba, metiéndose en aquel pobre gallo. Desde entonces, con farol en mano y sin ser vista por nadie, se acercaba hasta el gallinero y cuando ya se veía frente al gallo cruzaban sus miradas amenazantes. Catalina se bajaba el camisón y le enseñaba sus dos hermosos senos, aún rígidos a pesar de los años y el uso. El gallo parecía volverse loco dentro del gallinero como si ansiara más que nada coger aquellos maravillosos senos, volaba de un lado a otro buscando una salida, alborotaba a todo el gallinero y, después de un rato de frustrada lucha, caía abatido por los intentos vanos. Catalina, con una dulce sensación de victoria, cogía sus senos con sus manos y antes de cubrirlos nuevamente se los mostraba aún mejor. El pobre gallo los observaba desconsolado e impotente.

            Las nubes empezaron a deshacerse del agua. Catalina se sintió mojada por el agua, pero no entró. De madrugada se había levantado con calentura, por ello es por lo que no se puso las bragas con la esperanza de que el aire la refrescase; pero el aire era juguetón y se colaba por debajo de su traje y la acariciaba con una suavidad inusitada que le hacía estremecerse. Nunca en sus cincuenta y dos años de vida había sentido aquel placer tan extraño. Fue sobre las siete de la mañana cuando las sensuales y suaves caricias del aire se deslizaron debajo de su traje. Ella había salido llamada por la nostalgia al patio de su casa, ya iba para tres meses sin saber de caricias de hombre alguno y, a pesar de que los hombre no eran para ella más que una buena manera de asegurar el sustento de sus cuatro hijos, se había acostumbrado al placer que le brindaban, porque ese era el secreto de sus dotes amatorias, era famosa en toda la región por su buen quehacer en la cama. Venían hombres de muy lejos buscando sus placeres sin importarles el precio que debían pagar por pasar un buen rato con ella. Algunos, después de haberle pagado cifras ingentes de dinero por una noche, no aguantaban ni un cuarto de hora y ya se dormían el resto de la noche en los maternales brazos de Catalina. Y es que ella gozaba con ellos, con todos y cada uno de ellos. Nunca fingió un orgasmo, era la amante perfecta. Incluso los hombres de menos aguante la hacían gozar. El sexo para ella era algo tan sencillo y vital como respirar, y cada bocanada de sexo era aire fresco que hinchaba sus pulmones, le hacían sentirse viva, elevaban su alma a un clímax inexplicable y se esmeraba en cada uno de sus amantes de una manera inusual. Hombres acostumbrados a todo tipo de mujeres que fanfarroneaban de ser imbatibles en la cama, de haber recorrido mucho mundo tumbando de placer a las mujeres más vigorosas, habían sucumbido a los encantos y maneras de Catalina. Hasta hombres impotentes habían conseguido levantar su órgano en honor de Catalina. Por todas partes se decía que, de proponérselo, Catalina, sería capaz de resucitar a un muerto y es que a la cama de ella se entraba de una forma y se salía con otra totalmente distinta. Era como renacer a una nueva vida, con la convicción de que el paraíso existe y no lejos de este mundo.

            Una vez, el antiguo párroco, atemorizado por las habladurías de la gente, pensó que tal vez, si hablaba con ella, sería capaz de enderezar su rumbo y llevarla por lo que él creía el buen camino. Muchos hombres, conocedores de las dotes embaucadoras y convincentes del antiguo párroco, se atemorizaron, incluso hubo alguno que se echó a llorar pensando que Catalina no volvería a elevarlo a la Gloria y, sin salir de una simple cama, porque ella sí que los acercaba a Dios, pues, gracias a ella, creían que realmente existía porque aquel ser tan maravilloso y espléndido, mientras cabalgaba sobre ellos, desprendía un resplandor alrededor de ella que los cegaba de placer. Y, en cambio, el antiguo párroco les hacía desechar la idea de que existiera Dios, incluso los había que aun creyendo lo aborrecían debido a aquel ser tan detestable, con sus sermones los hacía alejarse de Dios. El antiguo párroco salió entre los vítores y alabanzas de todas sus feligresas, que envidiaban a Catalina y la querían ver muerta, incluso hubieran deseado matarla con sus propias manos y sacarle el corazón para prenderle fuego, porque, según ellas, aquel ser que hacía disfrutar tanto a los hombres sólo podía salir del infierno y, por lo tanto, allí había que devolverla. Pero ninguna sabía que el secreto de aquel ser tan demoníaco para ellas era disfrutar sin temor ni pudor del sexo y, a su vez, hacer disfrutar. El antiguo párroco subió por el sendero que conducía hasta la morada más querida y odiada del pueblo. Los negros presagios iban adheridos a la sotana. Los hombres del pueblo apenados y tristes parecían haber desaparecido. Solo el viejo perro de Catalina salió al encuentro del antiguo párroco. Catalina a pesar de saber de la visita del párroco no preparó nada para la ocasión, tan sólo mandó a sus hijos a la casa de su tía Lola en el barranco con la orden de no volver hasta el día siguiente.

Lo último que se supo del antiguo párroco es que a las siete de la tarde entró con su negra e imponente sotana y sus ideas firmes, autoritarias e inquebrantables a convencer y reconducir a la pobre Catalina a la senda del Señor y que por la mañana abandonó la casa vestido con la ropa que alguno de los amantes de Catalina se había dejado y que su aspecto funesto y sombrío se quedó donde su sotana. Se marchó del pueblo siendo el hombre más feliz del mundo y dándole gracias al Dios de Catalina por haberle permitido saborear el paraíso.

Manuel Díaz García.

Equipo de Redacción

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