«Las cosas que nos vuelven» por Andrés Canedo

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Te presentamos el relato «Las cosas que nos vuelven» del escritor boliviano Andrés Canedo

Regresan a nosotros del pasado, sonidos, aromas, imágenes, sabores, sensaciones táctiles. Es como un súbito cavar en retroceso hasta encontrar la zanja, la herida, la emoción de ayer. Algunas de ellas tienen un enorme valor simbólico, otras están llenas de connotaciones que nos ubican en el espacio, en el tiempo, en la vibración vivida.

Solía encontrar, por ejemplo, en una pequeña cicatriz nacarada en un muslo, estigma y venero que se fijó en mi memoria desde la vista, la única forma de reconstruir la visión completa de la mujer que la poseía. Otra, esta vez un recuerdo táctil de mi mano tocando la piel de una pierna, me asaltó como un relámpago de luz en la noche de la memoria e hizo surgir un rostro, un cuerpo y una historia de amor olvidada. Y así, también fragancias de pronto recuperadas, sonidos y músicas que surgían a la luz, sabores que se habían quedado escondidos, me permiten revivir momentos, sueños, pasiones.

Ayer, parece mentira en estos tiempos, escuché, después de muchos años, la doble escala invertida del pito del afilador de cuchillos. Anoche también, en una recuperación apasionada, volví a ver después de 4 décadas, Hiroshima mon amour, de Alain Resnais. Son las cosas que nos vuelven, algunas inesperadas, otras como consecuencia de la voluntad.

Pero de todo esto, lo que más me emocionó fue el escuchar el pito o la flauta o la zampoña del afilador, algo que creí desaparecido para siempre; profesión que pensé inexistente en este tiempo de reemplazos, de suplantaciones: inesperadamente, el afilador pasó por mi calle con su sonido único, privativo, representativo solamente de su oficio y me desalojó la calma.

Cuando era niño el afilador solía pasar frente a nuestra casa en Tartagal y uno, desde dentro, identificaba la melodía de notas ascendentes y luego descendentes, exactamente opuestas, y salía a su encuentro, enviado por mamá, a hacer afilar los cuchillos. Parado frente a él, veía el prodigio del metal contra la piedra giratoria sacando chispas las que, además de caer en el suelo, se precipitaban en algún sitio de mi alma y desataban imágenes e imaginaciones. Sabía que el afilador era un hombre bueno y gentil, lo sentía incapaz del mal, pero mi mente, desde entonces proclive a las más desenfrenadas fantasías, solía imaginar algunas posibles perversidades. Quizá, el afilador, en la intimidad de sus noches afilaba sus propios cuchillos para darles un destino menos inocente y más propio: el de asesinar. Asentado en mis dos pequeños pies de niño, mirando el revoloteo de las chispas, yo espantaba esas ideas que me sobrevolaban como moscas en verano y así, a través de repetidas sesiones de ensueño y terror, iba dirigiéndome todavía endeble y frágil hacia el futuro. Porque, el afilador y su música singular, se repitieron en Córdoba cuando ya era estudiante universitario y el amor por la mujer que más amé se había depositado en mí como un tesoro fabuloso. Después reaparecieron en las calles inclementes y hermosas de La Paz, en el tiempo en que era actor y vivía con la misma mujer de Córdoba hasta que la muerte la segó de golpe, como si hubiera recibido el tajo mortal de un cuchillo recién afilado. Ayer, luego de eones de vida, volvieron a surgir en Santa Cruz, ambos, presentes y rotundos: el afilador y su música. Dos conmociones se me suman al recordar esto: el texto pulcro, preciso, endemoniadamente bello de Borges, que se titula El puñal; la otra, la de los dos hermanos que van a matar a Santiago Nasar en la novela exacta y redonda de García Márquez.

Algunas cosas nos vuelven, se apoderan de nosotros, derrotan nuestro sosiego o nuestra angustia y nos hacen sentir que estamos exaltadamente vivos. La cicatriz en el muslo, la tersura de una piel quemándonos la mano, la poesía desesperada de una obra de arte que nos sacude y derrama al hacerlo otra multitud de emociones hasta entonces agazapadas. El afilador, sin embargo, con sus pausas enormes, ocupa todo el tiempo de mi vida. Y yo me alegro de revivir, de perderme en momentos del ayer y de pensar que mañana, tal vez nuevamente mañana, la música del afilador vuelva a acariciarme los recuerdos, a incendiarme, a transformarme íntegro en las chispas mágicas que surgirán al raspar con su melodía, la carne viva de mi corazón.

Equipo de Redacción

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