Tres relatos de Asunción Marrero

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La autora de ‘Ni truco ni trato’ de la Colección Digital de Microficción Femenina Breves y contundentes, nos presenta varios relatos cortos.

La muñeca

¡Qué sensación más hermosa! Mi cuerpo flota sobre la habitación del hospital. Me siento ligera, casi eufórica.
La pared blanca y con amplios ventanales desaparece. Veo una enorme explanada llena de gente. Sé que ahí están mis seres queridos. Me siento dichosa. Ya estoy en casa…
Algo me sujeta desde la espalda arrastrándome hacia la habitación de nuevo. Todo se difumina mientras escucho llorar a un hombre que me suplica que no lo abandone. Que me quede con él. Jodío egoísta. Al fin era libre y me trae de vuelta. De nuevo en mi cuerpo asisto desolada a mi reanimación.

–Tranquilícese, señor Pérez. Hemos llegado a tiempo. La válvula de oxígeno se disparó pero ya la hemos equilibrado.
–Muchísimas gracias, doctor. No sé qué haría sin usted.
–Bueno el mérito es de todos. Trabajamos en equipo. Ahora déjela descansar. Mañana puede venir a verla.
El equipo lo siguió con la mirada hasta que salió del recinto. Después observaron la muñeca hinchable que permanecía en la cama.
–Habrá que seguir con los electroshocks. No sólo cree que su esposa está viva sino que no recuerda que fue él quien se equivocó con el oxígeno. Debe recordar para mejorar.
Prepararon el lugar y la muñeca para la siguiente sesión y se marcharon. El jefe de equipo regresó con el pretexto de recoger unos papeles.
Se sentó junto a la muñeca que lloraba en silencio y la abrazó solícito. Algún día lo lograrían. Ella sería libre y él dejaría de ser el alma errante de aquel ruinoso hospital psiquiátrico.


Disculpa la espera

Salió casi presurosamente dirigiéndose a la zona de los andenes. El último tren del día se deslizaba- rutinario- por las vías desgastadas por el tiempo.
Imposible -pensó- tras cuarenta años de espera, me merezco una señal, una respuesta. Hoy es el día. Hoy es la fecha.
Como por ensalmo, el tren perdió velocidad. En el último vagón parpadeó una luz casi invernal. La opaca ventanilla del mismo se abrió silenciosamente. Una mano elegante y dadivosa le ofreció un pañuelo.
Al mismo tiempo una rápida cuchillada le atravesó limpiamente la espalda hasta llegar a su corazón. Mientras caía al suelo, una lágrima furtiva descendió por su rostro: Al fin -murmuró- apretando feliz en sus manos el pañuelo color negro.
Una voz dulcemente tierna y femenina le susurró: «Disculpa la espera».


Nada personal

–Lo hice por su bien, señoría, por ayudarla, por animarla, para darle vida. Se trata de una mujer débil y depresiva. Me limitaba a cuidarla. Deseaba salvarla de sí misma si hacía falta.
–…
–Todo cuanto he hecho ha sido por amor. Debe creerme. En cuanto a esos golpes, estoy desolado…ni siquiera logro acordarme. Es como si algo se hubiera apoderado de mí. Algo que no era yo.
La jueza lo contempló impertérrita. El juez y presunto maltratador la observaba con lágrimas en los ojos, un tanto sorprendido por aquel curioso escrutinio. Una sombra del pasado recorrió su espina dorsal pero se perdió rápidamente apenas la mujer desvió su rostro hacia la voz de la abogada defensora.
–Sea razonable, señoría. Nada de cuanto ha ocurrido debe considerarse como algo personal. Lo más apropiado, dado que el juez es pilar principal de esta comunidad y tiene prestigio internacional como juez de menores, sería considerarlo como un triste caso de enajenación mental transitoria.
La jueza crispó brevemente los puños mientras recordaba que la esposa se encontraba en el hospital en estado muy grave, aunque pudo denunciarlo antes de entrar en coma.
Lo miró de frente mientras respiraba profundamente. Ella conocía la ley. También los contactos del acusado. El barniz del poder lo convertía en intocable. Afortunadamente su prepotencia lo había hecho confiado y olvidadizo.
Bajando del estrado, la jueza se acercó lentamente a aquel viejo dandy cervecero con cara de santo que le sonreía ufano ante tamaño gesto de pleitesía.
Apenas alcanzó a parpadear de asombro y espanto mientras intentaba agarrar su bulboso cuello certeramente cercenado con un afilado estilete que en un sólo movimiento le desgarró limpiamente la garganta de oreja a oreja.
Mientras la asfixia realizaba su trabajo mortal, la jueza, arrodillándose a su lado, murmuró mirándolo directamente a los ojos: «no es nada personal, cuñado».

Equipo de Redacción

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