«Wintertale» Obra ganadora XXII Premio de Narrativa Corta “Conte”

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«Wintertale» Obra ganadora XXII Premio de Narrativa Corta “Conte”, escrita por el maravilloso escritor Fernando Ugeda Calabuig.
Convocado por el Excmo. Ayuntamiento del Puig de Santa María

Wintertale 

Harry Baker no era un inspector de homicidios al uso. Su refinamiento y cortesía le habían granjeado la antipatía de buena parte de sus compañeros, colegas que de ordinario solían extralimitarse en el ejercicio de sus funciones amparados en prerrogativas atávicas y patrimoniales. Y aunque el Departamento de Policía de los Ángeles tenía fama de violento, hacía más de dos años que el inspector Baker paseaba con orgullo la placa sin que hasta la fecha se hubiera visto obligado a desenfundar el arma en acto de servicio.    

   Sentado a su mesa de despacho, el inspector enterró la mirada en el informe que tenía abierto sobre la mesa. Al cabo de una hora se levantó para estirar las piernas y se acercó a una de las ventanas. Prendió un cigarrillo y observó el trajín de la ciudad. Apenas hacía unas semanas del fallecimiento de Marilyn Monroe y Los Ángeles todavía parecía una urbe dolorida y enlutada.

—¿Tiene un momento, inspector? —El agente Donovan le privó de sus etéreos pensamientos.

—Por supuesto.

—Hace días detuvimos a una anciana. La mujer, una indigente en toda regla, entró en una floristería y tomó tres rosas que obviamente no se podía permitir. La empleada del establecimiento se las arrebató de las manos y le exigió que abandonara el local. A continuación, según la versión de la agredida, la anciana se abalanzó sobre ella sin mediar palabra y le arañó el rostro con uñas largas y percudidas. La anciana no ha abierto la boca desde su arresto; sin embargo, al cotejar sus huellas hemos averiguado que se trata de Telma Blacksome. El expediente policial solo hace mención a su detención en un local clandestino en abril de 1929.

—No comprendo qué ha visto usted de especial en este caso.

—Telma Blacksome falleció el 29 de agosto de 1931.

Harry Baker observó a la anciana a través de los barrotes de la celda, apenas una sombra desvaída que se había quedado en el espíritu. El cabello cano desgreñado le confería cierto aire de perturbada, expresión acentuada aún más si cabe por lo enjuto de su rostro. La piel apergaminada declaraba la malnutrición de la indigente y los andrajos que la cubrían estaban rematados por jirones y remiendos. La mujer permanecía sentada con la cabeza gacha, en compañía de dos afroamericanas pilladas in fraganti vendiendo marihuana. El encargado de los calabozos condujo a la detenida a la sala de interrogatorios y la ayudó a sentarse frente al inspector.

—Soy Harry Baker, inspector de homicidios. Se encuentra usted detenida en las dependencias del Departamento de Policía de Los Ángeles. Agredió a una persona, ¿lo recuerda?

   El pertinaz silencio de la detenida, sumado a su estado ausente, sembró dudas en el inspector acerca de la capacidad mental de la mujer.

—Telma Blacksome, ese es su nombre, ¿verdad?

   La anciana alzó la mirada y escrutó el rostro del inspector, quien advirtió que los ojos de la mujer azuleaban. Dio la impresión de estar a punto de despegar los labios; pero la tentativa se malogró al instante. La detenida agachó la cabeza y retornó a su mundo arcano y distante.

Buena parte del sótano de la comisaría albergaba un almacén en cuya atmósfera se respiraba la frustración que pesaba sobre multitud de casos no resueltos. Incluso sobre los solventados por la eficiente labor policial gravitaba una nube doliente e invisible que hablaba de sueños inconclusos y vidas truncadas. El inspector Baker anduvo por los pasillos delimitados por las estanterías metálicas reparando en que cada caja de cartón allí apilada constituía por sí sola la expresión de una tragedia. Enseguida encontró lo que buscaba, así que tras firmar el recibo pertinente regresó al primer piso y vació el contenido de la caja sobre su mesa. Fotografías en blanco y negro recogían instantes detenidos en el tiempo. La mayoría de las instantáneas plasmaban los muros esqueletizados de una mansión consumida por las llamas. El inspector se detuvo en una fotografía que mostraba dos cadáveres carbonizados, abrazados el uno al otro en un gesto conmovedor que contrastaba con el dramatismo de la escena. El inspector se aflojó el nudo de la corbata, encendió un pitillo y se sumergió en la lectura pormenorizada del informe policial y las declaraciones del personal de servicio de la casa, en concreto las de un mayordomo, la cocinera y dos doncellas. Poco después descolgó el teléfono, solicitó información sobre los mismos y continuó enfrascado en los documentos. Al cabo de un par de horas el cenicero ya había recibido una generosa ración de colillas. La última de ellas dejaba escapar una melancólica voluta de humo blanco cuando el requerimiento del inspector se anunció con un timbrazo de teléfono. Harry resopló su desaliento, pues los cuatro nombres se traducían en tres defunciones y un paradero desconocido. Qué podía esperar de un caso cerrado hacía más de treinta años, caviló rascándose el pescuezo. Prendió otro pitillo y volvió a pasear la vista por los documentos a sabiendas de que siempre se suele pasar algo por alto. En el repaso somero descubrió el nombre de Arthur Heller, a la sazón jardinero de la mansión, y cuya declaración no figuraba entre los papeles del caso. Harry frunció el ceño y descolgó nuevamente el auricular.

—Tengo otro nombre.

Long River Side era una urbanización de apartamentos modestos. La mayor parte de sus moradores eran ancianos de rostros bonancibles que habían aceptado el papel de simples espectadores en el excelso teatro de la vida. Para Arthur los días transcurrían inmersos en la insulsa querencia de una existencia aderezada de jarabes y pastillas. Los días de la basura, como él los definía, constituían el epílogo de una vida incolora que aguardaba su fin buscando refugio en la lectura.

   Arthur se había quedado dormido en el sillón, con el libro abierto entre las manos y las gafas cabalgando sobre la joroba de la nariz. Había alcanzado esa suerte de placidez con la que a menudo nos obsequia el sueño, por lo que al principio desoyó el timbre de la puerta. La persistencia del inspector, traducida finalmente en secos golpes de nudillos, le forzó a abandonar el sillón rezongando. Minutos después ambos conversaban parapetados tras sendas tazas de té.

—Convendrá conmigo en que resulta un tanto extraño que la policía investigue un caso de hace treinta años —en la mirada de Arthur se apreció cierto grado de recelo.

—En ocasiones desempolvamos casos antiguos para someterlos a las modernas técnicas de análisis policial —mintió el inspector—. Al examinar la documentación del que nos ocupa hemos advertido que falta su declaración.

—Yo era un simple jardinero que vivía en una barraca construida en el lateral de un enorme jardín. Mi testimonio carecía de valor.

   La mirada de Arthur Heller recaló en el suelo. El inspector Baker tuvo la impresión de que el anciano examinaba los recodos de su memoria.

—Le agradecería que me relatase los hechos sin escatimar en detalles.

—Richard Leyton era el típico gángster que había amasado fortuna gracias a la Ley Seca. Había nacido envilecido hasta la médula y tenía ganada fama de carnicero, no en vano se jactaba de apretar personalmente las tuercas a deudores y soplones, a la postre cadáveres con pies de hormigón que adoquinaban el lecho del río Los Ángeles. Se contaba que había conocido a Telma Blacksome en un antro en el que la joven bailaba ligera de ropa, número que alternaba con otro más decoroso en el que la muchacha cantaba los éxitos de moda. El señor Leyton quedó prendado de ella nada más verla. Al cabo de un mes estaban de luna de miel en las Barbados. Richard jamás ocultó la veneración que sentía por su esposa pese a las veleidades de esta. Un día era una mujer sensual, vehemente, grosera con el servicio, y al día siguiente se tornaba introvertida, recatada en su forma de vestir, amable y ceremoniosa en sus gestos. Desde el día en que se instaló en Wintertale gozó de una habitación a la que ni siquiera su marido tenía acceso. El señor Leyton lo interpretó como un capricho, pues no parecía importarle en absoluto el excéntrico comportamiento de su esposa. Él solo tenía ojos para adorarla y quiso convertirla en una estrella, de modo que fundó los Estudios Blackwood, una empresa faraónica que contó con la ayuda financiera de tres socios más, gángsteres al igual que él, que persuadidos por Richard invirtieron grandes cantidades de dinero convencidos de que a cambio obtendrían una altísima rentabilidad. La película que lanzaría a Telma a la fama sería Salomé, para cuya filmación se construyeron unos decorados tan caros como majestuosos. El señor Leyton desdeñó la idea de reparar en gastos, así que contrató a personal cualificado, desde carpinteros hasta guionistas, maquilladores y diseñadores de vestuario. Regios decorados reprodujeron la Judea de hace dos mil años con la pompa y los vistosos paramentos de una superproducción de la mismísima Metro. Telma ensayó durante semanas, lo hizo hasta quedar exhausta, de modo que arrancó el rodaje en un estado de agotamiento poco aconsejable. Tal vez esa fuera la causa de sus continuos cambios de humor, mostrándose un día cariñosa y receptiva; y al siguiente, altanera y beligerante. Sin embargo, cuando Telma actuaba deslumbraba y seducía con su talento, relegando al inicuo mundo de las sombras el comadreo que florecía a expensas de su comportamiento. Dicha conducta, lejos de menguar con el paso del tiempo, prosperó a su modo predestinando el fatal desenlace. Días antes de la tragedia, de madrugada, vi a Telma paseando por el jardín de la casa. Iba desnuda, tan solo el alba arropaba sus hombros harinados. Se detuvo al borde de la piscina y se miró en el sereno espejo del agua. Al poco levantó la cabeza y me miró sin pronunciar palabra. En sus ojos pude atisbar el desabrigo de la tristeza que la engulliría días más tarde. Nadie supo cómo se originó el fuego, aunque la investigación determinó que comenzó pasada la medianoche en la cámara privada de Telma, justo donde su cadáver apareció abrazado al de Richard Leyton. Horas más tarde los Estudios Blackwood emularon a Wintertale y ardieron por los cuatro costados. La fábrica de sueños quedó reducida a cenizas y ni siquiera pudo salvarse una copia de la película ya montada.

—La postura de los cuerpos no parece indicar que intentaran salvar sus vidas.

—Richard Leyton era un tipo de mala laya, dudo mucho que se inmolara por amor. Aunque bien mirado tuvo suerte de morir aquella noche. La destrucción de los Estudios Blackwood significó un grave perjuicio económico para sus socios, tipos sin escrúpulos que a buen seguro hubieran troceado al compinche caído en desgracia dispersando sus pedazos por el desierto de Mojave.

   El inspector Baker condujo su Ford Skyliner de regreso a comisaría ensimismado en sus cavilaciones. Si Telma Blacksome se encontraba detenida en dependencias policiales, ¿cuál era la identidad del cadáver carbonizado que yacía abrazado al de Richard Leyton? Dicha pregunta constituía un bocado duro de masticar, por lo que apenas franqueó la puerta de la jefatura ordenó que llevaran a la anciana a la sala de interrogatorios.

—Telma, ¿quién está enterrada en Evergreen bajo una lápida grabada con su nombre? —Inquirió el inspector.

   La mujer no despegó los labios. Sentada a la mesa con semblante taciturno, levantó la cabeza y clavó el azul de su mirada en el cielo raso.

—Si rehúsa contestar a mis preguntas aconsejaré su ingreso en una institución mental —amenazó el inspector sin mover siquiera una pestaña.

—¿Cree usted en fantasmas? —En la agrietada voz de la anciana cabalgó un deje de agotamiento.

   La mujer posó su meliflua mirada en el rostro del inspector, quien percibió en la profundidad de aquellos ojos garzos la desnudez de un alma que tiritaba de frío.

—Telma, ¿quién murió en realidad aquella noche?

—Mi hermana Catherine —susurró sin vacilar.

—Cuénteme la verdad.

—La verdad posee muchas aristas, algunas de ellas filosas… —expresó con gesto de rendición—. Tarde o temprano todos terminamos conversando con nuestros difuntos, y no es mi deseo que Catherine me recrimine haberme llevado su secreto a la tumba. Supongo que le aclarará mucho las cosas saber que mi hermana y yo éramos gemelas. Tuvimos la desdicha de venir al mundo en Setleltown, un pueblo yermo y ventoso de Wisconsin. Las dos fuimos niñas precoces que se pasaban el día cantando y bailando sones procedentes de un antro para negros ubicado a las afueras de la localidad. Mi padre nos tenía prohibido acercarnos al mencionado tugurio. Música diabólica, así la definía él, un hombre temeroso de Dios que un caluroso día de agosto se desplomó sin vida en su campo de labranza. Nuestra madre, sumida en una profunda melancolía, quedó al cuidado de tía Rose, su hermana solterona. Nos despedimos de ellas con la promesa de volver; sin embargo, cuando Catherine y yo abandonamos Setleltown con abundante ilusión y poco más que lo puesto, ambas sabíamos que jamás pisaríamos de nuevo las pedregosas calles de aquel maldito pueblo. Al llegar a Los Ángeles descubrimos que la ciudad era un monstruo de apetito insaciable que se alimentaba de las almas de miles de incautos. Nos alojamos en una pensión cochambrosa. Cañerías atascadas y paredes leprosas daban a entender que los propios muros vomitaban su hastío. Pero mi hermana y yo poseíamos cuerpos capaces de hacer babear a cualquier mentecato, de modo que al cabo de tres semanas ambas formábamos parte del cuerpo de baile del Steambout, un elegante garito clandestino. A mí se me daba mejor bailar, mientras que Catherine cantaba como los mismísimos ángeles. El plato fuerte del espectáculo llevaba el nombre de Shirley Manson, una cantante solista que sentía predilección por el alcohol y los jóvenes amantes. Una noche, minutos antes de su actuación, la encontraron inconsciente en su camerino, al parecer el bourbon le salía por las orejas. El director del local blasfemó hasta quedar exhausto. Lo intercepté justo cuando se dirigía al escenario para anunciar la suspensión del número principal. “Mi hermana se sabe el repertorio. Concédale una oportunidad”, le dije. “Si me jodéis os pongo de patitas en la calle”, me soltó apretando los dientes. Catherine deslumbró con su voz. Al finalizar cada canción el público prorrumpía en aplausos. Semejante éxito no dejó indiferente al director de aquel desbarajuste con pretensiones artísticas, quien despidió a la señorita Manson y convirtió a mi hermana en la piedra angular de su negocio. Pero resultaba un tanto contradictorio que la estrella de la función bailara a su vez en la línea del coro. Obviamente la gente desconocía nuestra singularidad y tendía a pensar que el señor Bentley infravaloraba a su estrella. Él mismo solucionó el problema fundiendo las dos en una. “A partir de mañana ambas seréis Telma Blacksome. Compartiréis camerino, pero una de vosotras accederá a él como ayudante de la otra, disfrazada con gafas, peluca y muchas plumas.” La treta funcionó de maravilla, mas se truncó al cabo de un par de meses cuando la policía realizó una redada en el garito. La gente huía en desbandada tumbando mesas y sillas, y lo hacía a través del escenario, buscando puertas traseras que dieran a callejones ajenos al control de la bofia. Mi hermana logró escapar, yo di con mis huesos en la cárcel. Parecía un nuevo despropósito del destino, sin embargo al día siguiente Richard abonó mi fianza. Llevaba un par de semanas acudiendo con regularidad al Steambout y su fascinación por Telma Blacksome era más que patente, así que la puesta en libertad vino acompañada de cenas en restaurantes selectos, regalos carísimos y todo lujo de atenciones. Mi hermana y yo nos turnábamos a diario recreando el papel de una diva en ciernes. Cierto es que Catherine era reservada y amable, mientras que mi carácter solía ser instintivo y arisco; pero al parecer cualquier extravagancia resulta creíble en un artista, digamos que son signos de endiosamiento. Cuando Richard me propuso matrimonio prometió que los esponsales irían ligados a la construcción de un estudio cinematográfico, así que vendimos nuestra alma por una hipotética vida de éxito y ostentación. Por supuesto conocíamos cuál era el oficio de Richard Leyton, pero aquel hombre se deshacía en cumplidos, se desvivía por colmarnos de atenciones, y encima era un tipo con buena planta. Créame, inspector; hasta el diablo a veces se enamora. Usted es joven, la savia que corre por sus venas todavía es virtuosa, por eso no le culpo si censura sin ambages nuestra conducta. Wintertale era una mansión rodeada de jardines, fortificada con altos muros y verjas de forja. Se hallaba ubicada en Hollywood Hills y superaba con creces los vanos sueños de prosperidad con los que dos jóvenes alocadas abandonaron un día el ceniciento pueblo de Setleltown. Yo fui la que se vistió de blanco, la que entró en la iglesia bajo la circunspecta mirada de cuatrocientos invitados a los que no conocía, la que gozó de una luna de miel que dejó una huella imborrable en mi memoria. Ni siquiera lo echamos a suertes. Catherine renunció a semejante privilegio atendiendo a su naturaleza timorata. Nada más instalarnos en Wintertale exigí una habitación a la que solamente yo tendría acceso. Richard aceptó a regañadientes, sin disimular su recelo, y lo hizo porque bebía los vientos por una mujer que hasta cierto punto era un fraude. Al día siguiente Catherine pisó por primera vez Wintertale. Entró en la casa dando a entender que había salido poco antes a dar un paseo por los alrededores y, siguiendo mis indicaciones previas, se dirigió al cuarto donde yo la esperaba. A partir de entonces una de las dos habitó siempre la mencionada habitación. Por supuesto nos vimos en la obligación de adoptar ciertas rutinas, como la de hacer comidas frugales para ordenar después que nos subieran un menú bien surtido. Catherine y yo intercambiábamos información a diario y reparábamos en pequeños detalles, sobre todo de orden estético. Actuábamos como espías, como ladrones robando en su propia casa, y éramos felices compartiendo el amor de Richard, alternándonos en su lecho. Al cabo de un año los Estudios Blackwood dejaron de ser un sueño para convertirse en una realidad. Richard y sus socios invirtieron una fortuna para poder codearse con los más grandes. Y si el primer día de rodaje me bailaban los ojos, un mes después mis huesos eran presa del agotamiento. Confieso que mi ánimo se tornó avinagrado, lo que dio lugar a rumores y maledicencias. A la gente le desconcertaba el hecho de que Telma un día fuese la máxima expresión de la dulzura, y al siguiente provocara un seísmo en el plató. Pronto percibí la antipatía que despertaba mi presencia y la adoración que sentían por mi hermana.

—Hábleme de la noche en que ardió Wintertale.

—Hacía un par de meses que había finalizado el rodaje y la película ya estaba montada. Richard organizó un pase privado para él y su esposa, visionado fijado para la mañana siguiente. Catherine insistió en ser ella la que acompañase a Richard y reiteró su deseo con ahínco a pesar de mis reticencias. Nunca antes habíamos estado en desacuerdo y el asunto se calentó hasta derivar en disputa. Mi irreconocible hermana aprovechó el momento álgido de la discusión para confesar su embarazo, para señalarme que allí acababa nuestro camino juntas, que ambas sabíamos que el engaño no podía durar eternamente. ¿Se da cuenta, inspector? Mi santa hermana se deshacía de mí igual que si yo fuese un trasto viejo. Reconozco que enloquecí. Cuando la cólera se apagó mi hermana yacía muerta en el suelo, una mancha roja se extendía con pereza por la alfombra. Me derrumbé al instante. Juro ante Dios que Catherine era para mí lo más querido, lo más sagrado, y la contemplación de su cadáver me sumió en una zozobra que me condujo a prender fuego a los cortinajes. Decidí inmolarme junto a ella, y así hubiera sido de no aparecer el jardinero en escena. Arthur vivía en una barraca construida en el jardín. Era un tipo huraño, pero se le notaba a la legua que estaba enamorado de Telma Blacksome. Lo supe por la forma en que me miraba cuando paseaba desnuda por el jardín con las primeras luces del alba. Arthur era un pobre diablo y por la expresión bobalicona de su rostro apostaría a que tenía un poco de retraso. Debió de ver el fuego desde su caseta, porque en menos de un minuto su hombro trataba de derribar la puerta de la estancia en llamas. Segundos antes de que esta cediera me oculté tras un biombo situado junto a la pared y desde allí contemplé su sobrecogida figura, inmóvil frente al cadáver de Catherine. Se tendió junto a ella y la abrazó en un gesto de innegable ternura. Me marché sin que él advirtiera mi presencia. Abandoné la mansión sin cruzarme con nadie, bajo el amparo de una luna que iluminaba la desierta avenida de Normandía. En cuestión de minutos Wintertale se transformó en una enorme antorcha que tiznó el cielo de hollín. Luego vinieron años de expiación, de vivir dando tumbos de un lado para otro; soledad y penuria marcaron mi calendario. Presiento mi muerte cercana, por eso regresé a Los Ángeles, para visitar la tumba de mi hermana y pedirle perdón con la esperanza de que nuestro reencuentro sea un bálsamo para nuestras almas. Tomé unas flores para depositarlas en la lápida, tenía dinero para pagarlas; pero la dependienta me las arrebató de las manos con modales de provinciana. Me trató como un trapo sucio, por eso quise sacarle los ojos.

—Según el informe policial uno de los cadáveres encontrados era el de Richard Leyton.

—Richard no se encontraba en casa aquella noche —la anciana sonrió con gesto de cansancio—. Pobre Richard, amaba a Telma más que a su propia vida. Al final cada uno tuvo lo que se merecía, vidas truncadas en pago por nuestros pecados.

   Harry Baker abrió la portezuela para que la anciana entrara en el coche. Durante el trayecto la mujer percibió los cambios que el paisaje urbano de Los Ángeles había sufrido en los últimos treinta años. Sus vidriosos ojos se empañaron de nostalgia.

   Arthur Heller dio por sentado que detrás de los timbrazos se hallaba el latoso dedo de un vendedor a domicilio. Abrió la puerta con gesto desabrido, pero su mueca cambió al instante.

—Oh, inspector, no esperaba verle de nuevo…

   Arthur reparó en la mujer que acompañaba al detective. Pese a los estragos cincelados en aquel rostro, le bastó un segundo para reconocer al fantasma que regresaba de entre los muertos.

—¡Santo Dios! —El fruncido de la frente dio fe del pasmo.

—¿Richard?… —los labios de Telma temblaron tras pronunciar el nombre.

   Dos ancianos petrificados el uno frente al otro. Dos cadáveres reencontrados al cabo de treinta años.

—¿Cuidará de ella? —Preguntó el inspector Baker.

   Richard Leyton respondió con un gesto afirmativo de cabeza.

—Supongo que tendrán muchas cosas que contarse —agregó a modo de despedida.

   Antes de regresar a comisaría el inspector pasó por la floristería. Su persuasiva sonrisa y un billete de veinte dólares lograron que la dependienta retirase la denuncia interpuesta días atrás. Luego, nada más llegar a jefatura, guardó la documentación del caso en su caja de origen y devolvió esta al hueco que tenía reservado en el sótano.  

   Richard y Telma, sentados en el sofá, entrelazaron sus miradas igual que dos jóvenes enamorados. En la sala reinaba una penumbra apenas entorpecida por el haz de luz del proyector de súper 8. El nombre de Telma Blacksome invadió el centro de la pantalla enrollable. Tras un fundido a negro surgió el título de la película: Salomé.

Equipo de Redacción

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