Una sola bala, el nombre de una mujer: editopatriarcado, pinkwashing y bropropiarting en el caso Carmen Mola, por Alma Karla Sandoval

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Carmen Mola no es una mujer, sino un dream team de guionistas: Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero. Seis manos, sí, seis, escribiendo libros que vaya que venden. Por algo será. Talento no se les niega. Mucho menos capacidad colaborativa. No va por ahí la cosa.

Jorge Díaz, Antonio Mercero y Agustín Martínez, los tres escritores que se escondían tras el pseudónimo Carmen Mola – EFE

¿Necesitamos ver más claro el pacto entre una editorial de gran prestigio y tres guionistas?, ¿tendríamos que explicar con tiento, para no hacer estallar nada, que en ese ardid se resume lo que llamamos editopatriarcado?, ¿el conjunto de prejuicios y creencias en torno a la escritura de las mujeres? Hablamos de un constructo que supone que la literatura femenina no posee calidad porque es floja, dulzona, poco original, romántica, boba o bien, todo lo contrario: una anomalía de calidad extraordinaria, algo que muy pocas veces ocurre como una profesora de instituto, madre de tres hijos que por la mañana da clases de álgebra y por las tardes, en sus ratos libres, escribe novelas de una violencia ultra salvaje y macabra. Por tal razón, las políticas editoriales y la crítica celebran la literatura que no tiene nada que ver, desde el feminismo, con la rebeldía de las mujeres. Lo que publican son libros que parecen estar escritos por hombres. No en balde han elogiado a muchas autoras diciéndoles que son tan buenas que no escriben como sus congéneres, ¡dignas representantes del canon!

 Carmen Conde hizo esta pregunta, “¿has escuchado la frase, ella no es frágil como una flor, ella es frágil como una bomba?”. Pues que explote. Y estalló: un millón de pavos, un rey, tres mosqueteros.

      Carmen Conde hizo esta pregunta, “¿has escuchado la frase, ella no es frágil como una flor, ella es frágil como una bomba?”. Pues que explote. Y estalló: un millón de pavos, un rey, tres mosqueteros. Acompañando a esa corte, una alcaldesa, otra secretaria de estado y la reina, cómo no. El mensaje es cristalino. Lo demás parece ser lo de menos, pero no. Resulta que la autora de la novela La bestia, ganadora del Premio Planeta, el mejor remunerado por encima del Nobel, era un seudónimo. Carmen Mola no es una mujer, sino un dream team de guionistas: Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero. Seis manos, sí, seis, escribiendo libros que vaya que venden. Por algo será. Talento no se les niega. Mucho menos capacidad colaborativa. No va por ahí la cosa.

    Permítasenos jugar a la ucronía, ¿qué hubiera pasado si se tratara de tres amigas y no tres amigos publicando con el nombre de un escritor?, ¿todo igual? Lo dudamos. De obras anónimas está plagada la historia de la literatura. Se admite, antes de continuar, que también muchas escritoras han recurrido a la misma estrategia: firmar como hombres sus textos porque de lo contrario no los publican, no venden igual o tienen menos chance de ganar un concurso. No obstante, se trata de otro contexto cuyas causas son distintas. No es igual hacerlo sola que junto con dos cómplices. No es igual rebuscarte la despensa porque por tu género eres más precarizada, que la consolidación de tu trabajo como autor porque se te ha hecho menos complicado mantenerte firme en la carrera, sin dobles o triples jornadas, salarios injustos, sin estigmatización, violencias de todo tipo, presiones para embarazarte, dificultades si ya no deseas estarlo o suelos pegajosos, resbalosos y techos de vidrio pulcro. Para colmo, si lo dices, quedas mal: no eres fuerte, no eres en verdad una feminista porque insistes en victimizarte, suenas a Lupita D´alessio. Piensen lo que deseen. No obstante, no es posible imaginar el boom latinoamericano sin Patricia Llosa, Aurora Bernárdez ni Mercedes Barcha.

     Por otro lado, si bien es cierto que en la serie “Valeria”, basada en la novela homónima de Elísabet Benavent, se muestra a la protagonista rechazando la oferta de publicar con otro nombre la novela que la encumbra, si bien es verdad que se trata de una mujer tratando de pactar con otra, es decir, emulando una práctica patriarcal a la que la misma Valeria se niega; si hubiera sido un trío de mujeres las ganadoras del Planeta es probable que no las premiaran o tal vez ellas no habrían querido salir del armario. En la película The Wife (2017), Glenn Close interpreta a una mujer que le cede su obra al marido, es ella quien escribe, pero es el otro quien firma y se gana el Nobel de Literatura.  Ella lo hace porque lo ama, es su voluntad, su síntoma que acusa el desvalimiento aprendido o el síndrome de Estocolmo de las víctimas que adoran a su opresor.  Igual les pasó a Colette y a la pintora Margaret Keane, trabajando para que el crédito fuera de sus compañeros. Se dice que también a Camille Claudel con Rodin. Sabemos que Mileva Maric, quien fuera esposa de Einstein colaboró con él en el descubrimiento de la teoría de la relatividad, como dan fe los cuadernos y cartas entre ellos. Anna Bertha Roentgen, esposa durante 47 años de Wilhem Röntgen, descubrió junto con él los rayos X, pero en 1901, el premio Nobel no se lo dieron a ella. Lo mismo sucedió con Rosalind Franklin, a la que su colaborador, Maurice Wilkins, robó las investigaciones, el crédito y el Nobel de Medicina en 1962.

     No fue fácil que algunas de esas creadoras recuperaran su autoría palabra derivada de autoridad que, afirma Siri Hustvedt, se les ha negado a las mujeres: “A veces es inconsciente incluso, pero hay hombres heterosexuales que tienen dificultad ante la autoridad femenina, si leen un libro escrito por una mujer te sitúas bajo su autoridad y eso a algunos les resulta incómodo porque distorsiona la jerarquía del hombre sobre la mujer, ven humillante y vergonzoso admirarla. Lógicamente, no es algo que les pase a todos los hombres, también hay mujeres que infravaloran a otras porque creen que lo que dice un hombre siempre es más importante, tiene más poder y autoridad», tanta, agregaría, que consideran propias las producciones, los proyectos o intuiciones de sus empleadas o esposas porque por eso son suyas, les pertenecen. Son casos típicos de bropropriating, es decir, el robo de propiedades tangibles o intangibles, de ideas, bienes, que se le ha permitido a los hombres para desposeer a las mujeres.

     Como sea, el caso Carmen Mola nos obliga a pensar que ellos aún pueden seguir disponiendo del nombre de ellas y con eso, quizá, de sus destinos. Leo la nota que publica El País el 16 de octubre de este año con esta declaración que merece analizarse a fondo: “No nos hemos escondido tres detrás de una mujer, sino detrás de un nombre”, según Antonio Mercero.  Pues bien, si es así y si no saben qué seudónimo vende más, el de una mujer o el de un hombre en un mundo que surfea la cuarta ola feminista y los derechos ganados a pulso de la comunidad LGTTBIQ, ¿por qué no recurrieron a un nombre unisex? Andrea, Alex, Vania, Cameron, Denis, Lucian, René, Guadalupe, Paris, Yael, etc. Una posible respuesta es precisamente porque estamos en una época con #MeToo de por medio donde ser políticamente correctos también vende, suena bien. El lavatorio de manos con jabón rosa o violeta mola, claro que sí. De ese modo no solo se mantienen a salvo de contagio en tiempos de pandemia, sino que instrumentan, deliberadamente o no, un pinkwashing exitoso, ineluctable. Se supone, además, que hay un nuevo boom de autoras hispanoamericanas. No importa que no existan muchas, con inventarnos sus nombres es suficiente, ¿no dicen que percepción es realidad?, ¿no es este, acaso, el imperio del fake, de la posrealidad, de la civilización del espectáculo que se mantiene contenta con somas de simulación?

     Las grandes editoriales pueden ser un negocio lacerante. No arriesgan por libros a contracorriente de la satisfacción del mercado, el cual prefiere cierto tipo de temas, abordajes, tonos, divertimentos, es decir, una estética alejada de lo que Italo Calvino pronosticó para este milenio: exactitud, levedad, multiplicidad, visibilidad, rapidez, consistencia. El mercado, como dice Noe Jitrik, dejó sin sangre a la literatura. Así que igual le da morder el cuello de una mujer que el de un hombre, pero como el editopatriarcado las publica menos y ellas compran más ejemplares, deben fingir que eso no pasa. Por eso deben inventarse escritoras cuidando, a su vez, a un equipo de hombres que domina la fórmula de lo que la gente consume. Ganancia doble. Así se matan dos pájaros con una sola bala: el nombre de una mujer. Insisto en ello porque en eso se nos va la vida. Pregúntele a Paul B. Preciado lo que tuvo que hacer para dejar de llamarse Beatriz.

     En México, el Instituto Nacional Electoral tuvo que impartir cursos de capacitación con simulacros de por medio donde un votante transgénero no se le podía negar su derecho al voto, aunque su credencial tuviera un nombre distinto al que esa persona adopta y que sí corresponde a la vestimenta, peinado o maquillaje con el que se asiste a la casilla de votación. Un nombre no es solo un nombre. Julieta se equivocó, Shakespeare lo demuestra con magistral acción dramática. Todo hubiera sido diferente, más bien, no hubiera existido semejante tragedia, si Romeo ya saben… pero no, era un Montesco y Carmen Mola es un seudónimo en el que creyeron o desconfiaron varios cientos de lectores, una ficción. Sin embargo, la verdad de las mentiras, como bien escribió Mario Vargas Llosa, o en este caso, la mentira de las verdades revela la desesperación de Michael Dorsey, un actor que no encuentra trabajo al que le da vida Dustin Hoffman en Tootsie (1982), quien se arriesga a vestirse de mujer para conseguir un rol protagónico en una teleserie actuando también fuera de las cámaras. Así logra su objetivo, igual que los guionistas ganadores del Planeta porque cuando ellos se hacen pasar por nosotras, nunca pierden. Se les aplaude.

     En cambio, si nos vestimos de hombres para ir a la universidad como Sor Juana, si nos cortamos el pelo para combatir como Juana de Arco, si nos hacemos pasar por hombres es para que ellos también obtengan ganancias de nosotras y si no, si nos descubren, el castigo es el destierro, el encierro o el entierro. Las mujeres que huyen se agotan y tarde o temprano perecen. Elena Garro nos contó muy bien lo que significa tratar de escapar o en la novela, Beloved, Toni Morrison, lo deja claro con poesía y brutalidad absolutas. Las mujeres capturadas y encerradas, la inmensa mayoría, sobreviven en cautiverios casi invencibles, ahí está esa joya de Marcela Lagarde, Los cautiverios de las mujeresmadres-esposas, monjas, putas, presas y locas, para explicarlo con una tesis doctoral traducida a varios idiomas. Las que mueren, ¿qué decir de ellas? Quizá son las que tengan más poder desde su condición de fantasmas, de desaparecidas, de lloronas incansables que nos quitan el sueño ¿Debemos morir para hacer lo que se nos pega la gana? Del patriarcado, como bien descubrieron Thelma y Louise (1991), no se escapa más que hundiendo el acelerador de tu Cadillac ante un desfiladero. Por mucho y espléndido que escribas, que vendas libros, siendo en verdad una mujer. Para cambiar ese destino más que biológico, manifiesto, renombremos el mundo, transformemos el lenguaje, jubilemos, como se adelantó Gabo a decir, no solo su ortografía, incluyamos otras clases y razas de invitados a sus fiestas. Renombremos sin trampas o beneficios para un género. Conviene salvarnos de los seudónimos y los eufemismos.  

Equipo de Redacción

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