Una epidemia de baile y la poesía; por Alma Karla Sandoval

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La epidemia de baile fue una peste extraña que cobró la vida de cientos de personas durante 1518. En esta entrega, Alma Karla Sandoval traza una viñeta de ese acontecimiento y reflexiona sobre la poesía y su danza en nuestra época.

Una epidemia de baile y la poesía

Era 1518 en Estrasburgo. El verano había resultado luminoso, muy azul, como pocas veces. Una mujer comenzó a bailar de un lado a otro. Su nombre, Frau Troffea. Descontrolada, no podía parar. Intentaron detenerla. Nada funcionó. Al cabo de unos días se le unieron treinta y cuatro personas. Parecían cuerpos en trance tomados por la furia del tiempo, por la rabia del séptimo mes del año. Para agosto eran cuatrocientos las mujeres, niños, ancianos y hombres contagiados. Familias enteras aquejadas por un mal sin explicaciones. Pasarán cinco siglos y no se sabrá, a ciencia cierta, a qué se debió esa peste.

     Se le atribuye a la ingesta de un hongo del cornezuelo que traen los granos de la familia del trigo, el cual causa alucinaciones derivadas por el ácido lisérgico (LSD), pero como asegura el Dr. John Waller en su artículo A forgotten plague: making sense of dancing mania publicado en febrero de 2009 en The Lancet, no es posible que el efecto psicoactivo durara días y días en tanta gente de igual forma. Si bien dicho hongo también fue concitado como argumento en los juicios de Salem, no se sostiene por sí mismo. La histeria colectiva en tiempos de resabios medievales con carestías, hambrunas y demás dificultades parece ser la correcta, pero no hay seguridad sobre ello. Las crónicas, los testimonios dan fe de la enfermedad que no se curaba con sangrías.

    Incluso las autoridades mandaron a construir una pista donde los enfermos bailaron libremente esperando que así se detuvieran. Inútil. Llegaban a morir quince personas al día por ataques epilépticos, derrames cerebrales, ataques al corazón, invalidez en las piernas. No era la primera vez. Otras epidemias de este tipo ya se habían registrado en Europa y África. La última, en 1374 al oeste de Alemania. Casi dos siglos más tarde se pidió el apoyo de la iglesia luego de que en Estrasburgo quienes se movían gritando, pidiendo piedad, mostraran aversión por los zapatos puntiagudos y rojos. Pocos se salvaban y cuando lograban detenerse, tenían miedo de volver a caer en el trance, así que por voluntad propia seguían contorsionándose. Se estableció un bucle sin salida.

      El obispo ordenó una peregrinación rumbo al altar de San Vito en una capilla donde se le pidió por el descanso de los cientos de infectados. Según la crónica de Paracelso, la epidemia cesó en septiembre de ese año luego de que varios enfermos, a pesar de su negativa, les envolvieron los pies lastimados con trapos o calzados rojos y los hacían descansar por algunos minutos en la capilla de Saverne consagrada a dicho santo.

    De ahí viene el cuento de la niña de las zapatillas rojas que pacta con el diablo y a quien deben amputarle los pies porque solo así logran detenerla. Pienso en clave simbólica además de pandémica, ¿cuáles son los zapatos rojos de nuestro tiempo? Se ha mencionado que el capitalismo es rapaz cuanto más tardío. Sostengo que hay plagas de bailes frenéticos: el del crédito, por decir algo. La gente de esta época se endeuda para mantener un estilo de vida que pueda mostrar en las redes sociales o para sobrevivir ante la precarización de la existencia, los altos índices de inflación luego de dos años de la danza de un virus que no puede parar del todo, aunque en Suecia declaren su fin o en España ya se use muy poco la mascarilla. La gente no puede andar sin correr para un lado o hacia otro buscando más ingreso para pagar deudas porque no alcanza. He ahí alguna de las razones por las cuales «ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado», diría Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, ese mundo en el que no podemos dejar de bailar. Negados a contemplar la vida desde otros sitios en medio de esta danza de la muerte que pasa como no pasa nada más que ella misma, hay otras formas de ir muriendo de las que no hacemos conciencia. Ahí es donde la literatura recobra sentido, se robustece porque nos permite examinar la vida en un tiempo pausado, donde se tiene que dejar danzar por un momento para tomar aire y salvarnos unos a otros. Ya sea leyendo o escribiendo, los minutos dejan de ser lo que son, se traducen en emociones eternas en el soporte donde se refugian.

    Un poema, por ejemplo, implica resguardar el instante, lograr que no termine nunca. Ese poder sobre la vida dentro de la vida es una victoria ante la cual deberíamos detenemos. Hay poetas que escriben para ganar premios, caen en la trampa de la autoexplotación y, por ende, aun cuando logran su cometido, no dejan de bailar porque su ambición los devora. Quiero decir que hasta en el territorio de la palabra más libre, más imaginativa, el demonio nos alcanza. Estoy de acuerdo con que la poesía debe «ensuciarse», pero no buscar el mejor postor para prostituirse; el cual, ¡oh, sorpresa!, ya tampoco consigue fondos suficientes para editar a su arbitrio. Son cada vez más las editoriales que para sobrevivir les piden a los autores que compren una determinada cantidad de ejemplares que ellos mismos pueden ir vendiendo. Con este plan de financiación el pacto queda sellado porque no hay, al parecer, otras alternativas: cambiar tus poemas por choripanes como en la película El lado oscuro del corazón y seguir lanzando versos al aire. Un intercambio justo, dirán. No obstante, hubo tiempo en que la poesía vendía precisamente por no venderse ni a cambio de un mendrugo de pan. Se trata de sobrevivir, cierto, pero no infectados de una plaga, no montados en el tren de un baile macabro.

     «Es así o la poesía desaparecerá», escuché hace poco en una cena. No, es así como ha ido desapareciendo. Ojalá los ángeles de Marosa di Giorgio vuelvan un día de estos para decirnos a qué santo hay que invocar para que esta epidemia también cese.

Alma Karla Sandoval

Columnista.

Equipo de Redacción

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