Un verano invencible para todas Sobre Felipe Garrido y Cristina Rivera Garza, un debate que no tendría razón de ser; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval escribe sobre el caso de Felipe Garrido y Cristina Rivera Garza advirtiendo de los peligros de una crítica editopatriarcal o los desafíos de las nuevas escrituras en nuestra época.

El invencible verano de Liliana no es una obra de ficción, sino un ejercicio de escritura contrahegemónica

El invencible verano de Liliana no es una obra de ficción, sino un ejercicio de escritura contrahegemónica en los términos que Cristina Rivera Garza ha venido teorizando en su columna “La mano oblicua” del diario Milenio y en otro libro, Los muertos indóciles, necroescritura y desapropiación (2019) donde diserta sobre qué parámetros se entiende la calidad literaria. La autora expone que un texto existe cuando es leído y juntos, entonces, en esa relación dinámica y crítica, es que existe su valor. Luego cita a Charles Bernstein respecto al debate de lo que es o no poesía: “un poema es una construcción verbal designada como poema. La designación de un texto como poema incita a cierta forma de lectura, pero nos dice nada acerca de la calidad del trabajo”. Justo de ahí parte Rivera Garza para aseverar que lo mismo puede argumentarse sobre lo literario: “Solo una visión conservadora, es decir, atada fuertemente al estado de las cosas y las jerarquías propias de esas cosas, querría la repetición incesante de un solo modo de producir textualidad”.

Estas ideas no se quedan en el terreno de lo teórico que una profesora experta en creación literaria de una universidad del sur de Estados Unidos enseña y reseña. Cristina las lleva a la práctica con valor, experimentando con escrituras postautónomas que Josefina Ludmer define como las que producen presente coexistiendo con el pasado. Por eso lo “post” entendido como “lo que viene después” sería el modo en que se podría imaginar el objeto (libro) y la institución literaria hoy porque es un modo de pensar el cambio de las escrituras en los últimos años: en el formato, el soporte, en el modo de producción del libro, en el lugar del autor, en los modos de leer, en el régimen de realidad o de ficción, y en el régimen de sentido. Pero, y esto es crucial, lo post implica que estos modos nuevos conviven con los anteriores y se influyen uno al otro. Lo anterior está presente en lo actual porque la periodización post no hace divisiones tajantes: no es “anti ni contra”, es el “entre” del que hablaba Nietzsche, un intersticio, una posibilidad.

    Vale mucho la pena aclarar estas nociones antes de entrar de lleno al escándalo que el texto que leyó el escritor y crítico literario, Felipe Garrido, suscitó en la reciente entrega del premio Xavier Villaurrutia en México, uno de los más importantes que se concede a El invencible verano de Liliana, un libro que cumple con las condiciones de la necroescritura desapropiada, claramente postautónoma, porque echa mano del género epistolar, lo diarístico, la crónica (entendida por Juan Villoro como un ornitorrinco por los diversos recursos de otros géneros que ocupa) para ofrecer una obra que no ajusta a los criterios decimonónicos o las exigencias de lectores-consumidores de novelas desechables quienes piensan que si un libro los “aburre”  es malo.

     De la obra ganadora del Villaurrutia se ha dicho que no es literatura y no lo es si el modelo con el que la comparan es el de una típica novela escrita por Proust, Flaubert o Stendhal. Se ha acusado de que es repetitiva, de que deja espacios huecos, zonas de indeterminación imperdonables, de que no hay cierres, de que la autora, definitivamente, tiene obras mucho mejores en su producción lo cual no es verdad porque, en efecto, tiene otros libros también muy premiados pero que son ficción, ergo resultan diferentes, no pueden compararse.

     Leí hace pocas horas en las redes sociales el comentario de un experto en Finnegans Wake y el Ulises de James Joyce, esa persona ha dedicado su vida a traducir, explicar y acercar a cualquier lector la obra que Virginia Woolf en su momento calificó de “ilegible” quizá porque era “demasiado” innovadora para su tiempo. El caso es que este especialista destrozó a Rivera Garza con un dictamen similar a los que los detractores de Joyce presentaban para negarle la entrada a las editoriales. Me reí por la estulticia del “experto” en literatura que defendió a Felipe Garrido con bombo y misoginia, pues cuando un autor europeo blanco que no escribe en español da a conocer una obra experimental que rompe los marcos formales y estilísticos estamos frente a un libro que debe agradecer la humanidad, un “gran arte”, un parteaguas, pero cuando una mujer latinoamericana que cuenta la historia del feminicidio de su hermana presenta una obra donde se ejecutan con conocimiento de causa procedimientos escriturales postautónomos que nos ofrecen un ejemplo intachable de lo que se entiende como desapropiación de la autoría, estamos frente a un “tremendo fracaso”, pues a la presentación de las páginas de una joven mujer de clase media en cuadernos con corazones, letras de canciones, poemas, sueños, no se le llama archivo, sino “cursilerías, libretas tontas de juventud”. Bajo esa lógica, las mujeres no son capaces de producir nada que valga la pena con una pluma y un papel o un ordenador. He leído a feministas que dicen que Cristina “infantiliza” a su hermana, les he tenido que recordar que no es ella, sino la propia Liliana quien escribe el diario y las cartas. La autora lo prueba publicando copias de esos documentos. Lo cual nos confirma, otra vez, que muchas y muchos lectores en México no comprenden nada, pero cuando lo logran, su percepción resulta sexista al juzgar como ejercicio de nulo valor el conjunto de las palabras de una veinteañera sin intención de hacer literatura. Entiendan que Liliana no le está torciendo el cuello al cisne ni trabajando el lenguaje rigurosamente, sólo se expresa, le da voz a su voz, un derecho y como todo derecho humano, inalienable.  

       Sabemos, desde la noción reyista, que hasta los perros sienten deseos de aullarle a luna y eso no es poesía, aclaro que Rivera Garza tampoco busca hacer pasar el archivo de su familiar como el clásico decimonónico que la ignorancia lectora que nos rodea le reprocha no haber escrito desde el editopatriarcado imperante. Con el talento y experiencia de Cristina, por supuesto que pudo inventar un diario con tensión dramática, figuras retóricas pulidas y bien medidas, pero eso ya sería ficción, alquimia. En contraste, se muestra el archivo como es, sin que la prosa se refine o se disfrace. Sin artificios, vamos, esa no es la idea, no es el propósito de El invencible verano de Liliana porque para que la denuncia de la obra sea potente, sea verosímil literariamente hablando aun siendo real (sé lo que digo, aunque suene enredado) es necesaria la presentación de documentos a los que no se les mueve una palabra como tampoco se modifica el expediente de un feminicidio.  

    Obras que el canon ha celebrado como La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, La vida, instrucciones de uso, Manhattan Transfer, Mientras agonizo, también fueron raras, inclasificables en su momento como toda la vanguardia poética pasando por los collages, los caligramas, el simbolismo, el automatismo surrealista y, finalmente, el modernismo, no olvidemos que para llegar a ese movimiento que encumbra a Rubén Darío, hizo falta la existencia de recortes de periódico pegoteados en lo que los dadaístas llamaron poemas. Desencorsetar la expresión literaria, nutrirla con arrojo requiere esa evolución.

     En la actualidad identifico dos inercias que le impiden el paso a la postautonomía de nuestras escrituras: la visión conservadora de los lectores atados a las jerarquías que si no encuentran en un libro el modo de narrar propio del siglo XIX no aceptan como literaria una obra y la de los consumidores de la llamadas novelas comerciales o best sellers que demandan rapidez, visibilidad, multiplicidad, levedad, claridad, concisión, pero sobre todo entretenimiento, es decir, que una novela se parezca más a una serie de Netflix, a un objeto de consumo para usar y tirar, para pasar un buen rato sin denuncias que impliquen resistencias que no le sirvan al poder, al contrario, que se publiquen o se estrenen para actuar como pivotes, como el minuto del odio en 1984, y luego de esas lecturas, seguir esclavizados, arrodillados frente a un régimen. El invisible verano de Liliana no sirve para eso ni se ajusta una visión conservadora porque seguimos padeciendo los tiempos que Adorno consignó, los de Auschwitz, donde si es que ya no nos queda más poesía, es urgente encontrar nuevas maneras de resucitarla. Para lograr que una respiración boca a boca funcione, el feminismo es útil cuando advierte de las trampas del editopatriarcado también entendido como una forma de leer literatura, de catalogarla como tal o no desde un ethos sexista que desprecia la escritura de las mujeres por el simple hecho de serlo.

     Ya dije que comparar una propuesta narrativa inclasificable con una novela o un cuento en stricto sensu canónicos es un error de percepción crítica flagrante. Como lectores y en nombre de la concepción barthiana del placer que produce o no un texto, tenemos todo el derecho de opinar sobre las lecturas que nos seducen y las que no. Por eso no debe descalificarse a Felipe Garrido ni a ningún lector sobre la faz de esa tierra. Pero la trama se complica (nunca mejor dicho este lugar común) cuando te invitan a la ceremonia de entrega del premio Xavier Villaurrutia y desde la autoridad que tu posición como crítico posees, confundes sin tiento las naranjas con las moras.

     Leí El túnel cuando estudiaba la licenciatura en periodismo. Un profesor, Pablo Mijares, me habló de Ernesto Sábato. Corrí a la biblioteca. Quedé cautivada con el personaje de María Iribarne. Subrayé esta frase que, al comienzo del idilio con Juan Pablo Castel, su feminicida, ella le escribe al admirar el cuadro que pintó ese hombre trastornado: “Es curioso, pero tal vez vivir consista en fabricar futuros recuerdos”. Sí, mi primera edición de esa obra está marcada con rojo, tal vez por eso memoricé tales líneas. Cuando llegué con el maestro para decirle cuánto me había gustado el libro, respondió: “Eso es verdaderamente amar: ser capaces de asesinar a la persona que te inspira pasiones”. Me escandalicé, gracias a lo cual aprendí que la estetización de dicho argumento es tan efectiva que comprendemos las motivaciones de Juan Pablo Castel a fondo y por lo mismo llegamos si no a disculparlo, sí a distraernos de la gravedad del feminicidio que se comete en nombre del amor que esos años no poseía, como ahora, el apellido “romántico”. Primera lección de que la literatura es peligrosa como la libertad misma, que el arte tiene mucho poder. No por ello se debe censurarlo o cancelarlo, pero sí tomar en cuenta que Las penas del joven Werther disparó en su momento una oleada de suicidios. Eso ya no es culpa de la obra, dirán, y es cierto. Pensemos entonces en la molecularidad del poder que se finca, diría Alfonso Reyes en La experiencia literaria, en el hidrante espiritual, aquello que nos hace sentir una obra, justo esa y no otra. Algunos se lo atribuyen a la identificación porque las obras literarias también son espejos, cuando las interpretamos nos devuelven una imagen de nuestra alma sin filtros.

     Sabemos, por otra parte, que las palabras no tienen nada de inocentes. Citar un cuento, quizá no el mejor de Borges, como modelo canónico de la manera en que debe escribirse para lograr los efectos a los que tú como lector respondes, es un gran dislate. Si María Iribarne es romántica, etérea, sensible, casi núbil como musa del dolce stil novo; en “La intrusa”, la mujer que comparten dos hermanos y que les sorbe el seso está sometida, ni habla, sigue todas sus órdenes. Incluso así prefieren matarla que seguir sintiendo “cachondas cosquillitas por allí entre las ingles”, como el narrador personaje del cuento “El compa” señala, otra de las referencias de Garrido en su desafortunada intervención ejemplo del editopatriarcado más duro. Como bien comentaba una amiga escritora: “Déjate el mansplaning” y sí, porque si bien Garrido reprocha que el personaje del feminicida de la hermana de Cristina Rivera Garza debió delinearse más para comprender mejor los móviles del crimen, podríamos pensar que a este lector le faltan elementos  no solo para entender al villano “cautivante”, sino quizá para exculparlo o saber qué le hizo Liliana porque de seguro ella tuvo algo de culpa, “¿quién la mandó a relacionarse con un tipo de esa calaña?, ¿la familia no se dio cuenta en qué estaba metida la muchacha a la que dejaron china libre estudiando la universidad en el DF?, ¿por qué se revictimiza, si bien que se acostaba con él?”, lo único que les hace falta a las voces con esas preguntas es concluir que ella se lo buscó, una de las sentencias favoritas de esta sociedad feminicida cuya complicidad denuncia Cristina Rivera Garza de modo inteligente y tangencial.

      No solo nos siguen pidiendo que escribamos como ellos, sino que no les arrebatemos protagonismo en nuestras historias como si no bastara con la existencia de asesinos en serie como “El Coqueto”, “El Caníbal de Ecatepec” o Nicolás N, entre los cuales casi suman media centena o más de femicidios. Al parecer, ellos son los héroes porque en una sociedad donde el narcotráfico manda, este se cuela no solo en la política, sino en la literatura, en nuestras formas de expresión, en los modos con los cuales pretendemos estetizar el mundo. Capitalismo gore, un paisaje forense en el que las vidas de las mujeres son desechables y por eso no importa lo que escriben, lo que dicen, sea literatura o no. Es más, este imperio de la complicidad feminicida posee el derecho de cuestionar o silenciar cualquier intento de darles voz a las muertas ya sea en las marchas de las madres que buscan a sus hijos o en sofisticados artefactos literarios como El invencible verano de Liliana. Los esbirros de este régimen pueden ser desde un sicario de quince primaveritas hasta el gerente de una transnacional que mata a golpes a su esposa con un bat y un setentón con pinta de gánster que le dispara a su novia en un restaurante concurrido, ¿ven como sí tienen mucha prensa?

   ¿Dónde quedan las voces de las víctimas?, ¿por qué si las mejores escritoras de México se las devuelven hay que desdorarlas?, ¿por qué la crítica literaria insiste en que esos temas ya no deben tocarse porque “se han vuelto tan comunes que ya no interesan”? Esa normalización en nombre de mi placer como lector que solo desea entretenerse o crítico que busca claroscuros donde ya no hay luz es de cuidado. Si no se escribe sobre las víctimas dejarán de existir en la memoria histórica y la victoria de la necropolítica seguirá consumándose. Alerta, el editopatriarcado puede ser letal.


Equipo de Redacción

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