«Todos somos isla» de Lilia Ramírez; por Sergio González Quintana

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Sergio González Quintana reseña la obra de Lila Ramírez «Todos somos isla» (Colección Digital Lo que ellas nombran, Editora BGR, 2022)

Lilia Ramírez (Orizaba, Veracruz, 1948), también conocida por el pseudónimo Lilitt Tagle, autora de los poemarios Retratos de aromas (2000), Flores del cosmos (2003), El alma de la caña (2009), Voluntades cotidianas (2015), Perros de otoño (2016), Ciudades que habito (2017), Komorebi (2019), El movimiento de las sombras (2021), publica ahora en la Editora BGR Todos somos isla (2022), dentro de la Colección Lo que ellas nombran, Poesía escrita por mujeres, dirigida por Alma Karla Sandoval.

Todos somos isla se estructura en tres partes: Todos somos isla, Sonata para fantasmas y He leído estas palabras. La poesía de nuestra autora es existencial, pues hallamos en sus versos la necesidad de encontrarle un sentido y significado a la vida a través de reflexiones intimistas, sobre la identidad personal, la evocación del pasado, la recuperación de la memoria, la poesía, el amor…

En definitiva, estamos ante una poeta que busca entender el mundo desde lo que le es más familiar y cercano.

Más adelante veremos que no es una tarea fácil para la autora, cuando parece que el sufrimiento ha marcado las vivencias en su vida. Nos estamos refiriendo, como es lógico, al contenido de su poesía, a lo que esta tiene de real y ficticio, tan auténticos ambos. Lo real se dice y lo ficticio se justifica. No necesitamos comprender la muerte porque es un hecho natural, solo tenemos que aceptarla. Pero en literatura, los hechos (por muy naturales que se muestren) precisan de justificación y comprensión. Y esto lo hace muy bien Lilia Ramírez.

La primera parte, Todos somos isla, comprende ocho poemas, en los que la autora da testimonio de sí misma. La autora ha optado por poner títulos a todos a todas sus composiciones. En esta primera parte, los títulos remiten al tema («Credo», «Soy la reina»), en algún caso al tiempo («Solsticio de verano») y en otros resalta el símbolo o imagen que articula el poema («Nuestra muerte», «Comenzar a morir», «Uno», «Ignorancia», «Todos somos isla»).

El poema «Credo», con el que se abre el poemario, se organiza en dos partes. La primera, simétrica, consta de tres parejas de versos encabezados por la anáfora «Creo…». ¿Y en qué cree la voz lírica en primera persona? La primera pareja de versos recoge una afirmación categórica: «Creo en mí como cree la noche / en las sombras que nacen», enunciado con el que la autora se reivindica a sí misma como ser y esencia, como existencia. Pero esta creencia en sí misma corresponde al mundo poético, como vemos en las siguientes parejas de versos: «Creo como si fueran peces / los que cuelgan del silencio» y «Creo como si todo fuera nube / y la nube, un contorno de tormenta». Estamos ante símiles atenuados («como si») que acercan a la protagonista a la imagen comparada, sin una identificación clara, pero sí presentida, a una lucha interior de palabras silenciadas («peces… que cuelgan del silencio») frente al ruidoso desbordamiento («nube, un contorno de tormenta»). A pesar de esta reivindicación personal, la poeta duda de si las imágenes o realidades que se le presentan delante lo son en sí mismas o vienen determinadas y no pueden evitarse. Por lo que, en el cierre, presenta cuatro versos que contrastan con los enunciados anteriores:

Pero nada es cierto, las sombras,

el silencio y los peces,

son meramente
voluntades cotidianas.


Ramírez rompe la simetría anterior y, mediante el recurso de la diseminación-recolección, aquello que se ha ido nombrando en cada pareja de versos, aparece ahora agrupado («sombras», «silencio», «peces»). A aquello en lo que se creía tan firmemente o de forma atenuada («como si»), se le opone una afirmación globalizadora, en la que el adverbio «meramente» y el largo silencio, con su ralentización del ritmo, potencian las últimas palabras del poema: «verdades cotidianas». A pesar de estas «verdades cotidianas», los versos de la poeta orizabeña responden a una necesidad vital y la creación poética le permitirá concebir un mundo que dé respuestas y refugio a su angustia.

De la capacidad de creación de un mundo poético, trata el poema «Soy la reina». La secuencia «Soy ella» se repite anafóricamente a lo largo del texto y el contenido nos remite a la fuerza creadora que reside en cada individuo, a la toma de conciencia de la existencia individual y a sus potencialidades. Ya en la pareja de versos que abre el poema hallamos la imagen con la que se identifica nuestra poeta: «Soy ella, la fuente de donde emana / todos los instantes…». En primer lugar, vemos la identificación pronominal y deíctica «(Yo) soy ella» y, a continuación, la imagen nominal en aposición:«… ella, la fuente de donde emanan todos los instantes». Llama la atención, no obstante, que limite el valor simbólico de la fuente al tiempo («de donde emanan todos los instantes»). Y tras la lectura de su poesía podremos descubrir el por qué.

Y es que el tiempo, en su fluir inevitable hacia la muerte, es una constante en la poesía de Lilia Ramírez, como indican, por ejemplo, los títulos «Nuestra muerte» o «Comenzar a morir» (en esta primera parte; en la segunda se centrará en la muerte de la madre y en la tercera, en la del padre), aunque no solo en estos aborda dicho tema. También lo hace en «Ignorancia».

En esta primera parte, la muerte es tratada como concepto, como idea, como presencia siempre presente en todos los actos de la vida. En las partes siguientes, la muerte se concreta en personas muy cercanas y queridas: reflexiona la poeta sobre la muerte (y la vida, pues no hay muerte sin vida) de su madre, su padre y de otro familiar. Como decíamos, se observa una tendencia en Ramírez por la evocación de los «instantes» y, con ello, una reivindicación de la propia existencia a través del recuerdo y de la memoria.

Pero sigamos con el análisis de «Soy la reina». Esos «instantes» a los que alude la poeta abarcan, lo señala en la siguiente pareja de versos, todo el día (o todos los días), porque la afirmación tiene un valor genérico y actualizador: «Soy ella de la mañana a la noche, / del frío, al sudor de la campiña». Podría parecernos que el pronombre «ella» se refiera a la «fuente» ya mencionada, sin embargo, no es el caso: la autora introduce un enigma fácilmente identificable: a la fuente, hay que añadir el frío y el calor, la luna y el sol, la mañana y la noche. Esta extensión semántica del pronombre «ella» se aprecia claramente en el siguiente grupo de versos:

Soy ella y ellas, todas las flores,

todos los mantos

que cubren al enfermo.

Más aún, el «soy ella», que crece y va abarcando todo, se transforma en la imagen «soy la reina», la que, desde la expresión poética, es la única capaz de declarar «inaugurado al Universo», evidentemente, el universo poético. Pero antes de este acto mágico, como «reina» es, además,

la que descubre lo ignorado,

la que viaja en el tiempo

y en los signos,

la que surte de azul

al cielo mismo.

Fijémonos en los silencios de los espacios en blanco en estos versos: la larga suspensión adquiere un tono diferente al que descubrimos en el final de «Credo». Si allí notábamos la melancolía, aquí apreciamos la exaltación por el proceso creativo, que es capaz de dar forma —es verdad que ficcional— a la realidad.

La segunda parte se abre con «A mi madre», una serie de ocho breves poemas que, como indica el título, están dedicados a la madre. Con la muerte y el entierro, la poeta evoca las enseñanzas, los pensamientos, las miradas, las palabras, el gusto por las flores… de su madre. Estamos ante una hermosa elegía en la que un dolor sereno acata los designios de la naturaleza y la convicción de que la presencia del ausente queda para siempre en la memoria. Los otros poemas correspondientes a esta parte («Por si llega octubre», «Nadie supo ni sabrá», «Desconfianza», «Reloj de pulso» y «Café cortado») evocan y reflexionan sobre la memoria, en la poesía como creación de un mundo con el que se pretende entender la realidad y se pondera el valor de la imaginación, la angustia por el recuerdo y la fugacidad del tiempo.

La tercera parte recoge poemas pertenecientes al poemario Ciudades que habito (2017). Se inicia con el poema «La casa» y una cita de la escritora mexicana Claudia Posadas: «Ahora, al saber la voluntad en la que abreva permanezco inmóvil, porque ignoro la forma de romper la nervadura que nos une sin perder mi aliento». Tanto en «La casa» como en los otros poemas de esta parte, la mayoría dedicados a la memoria del padre, se revive un pasado de pobrezas y necesidades, el miedo del padre y su trabajo en el taller de relojería (es frecuente en esta sección la onomatopeya tic-tacs, alusiva al paso del tiempo, que refiere igualmente al trabajo desempeñado por el padre), la enfermedad y el fallecimiento. Es aquí cuando nuestra autora nos sorprende, pues estas remembranzas constituyen para ella un bagaje angustioso, del que no consigue liberarse. En «Sin tregua» dirá: «Sin darnos tregua, el mal olor se fue apropiando de nuestras vidas, / de los momentos todos, / del día, / de la noche, / de la tarde en el estrado, / del paseo en coche. / Del abrazo de los buenos días»; en «Simple correspondencia» vuelve sobre la madre enferma, por ser hija segunda «predestinada al cuidado de la madre. // Sin odio, sin amor tampoco, / simple correspondencia. / ¿Quién ha dicho que amar duele?».

Lilia Ramírez le retuerce el cuello al cisne y rompe con el tópico de que «cualquiera tiempo pasado fue mejor», como sentenciara Jorge Manrique. Es esta la idea que sobrevuela por todo el poemario: la recuperación de la memoria y de los recuerdos se detiene más en los «instantes» de sufrimiento que en los de alegrías (por ejemplo, en «Solsticio de verano» recuerda a la niña que descubre el encantamiento de la poesía). Por esto, quisiera la poeta cortar el hilo que la ata al pasado, algo imposible, como ella misma reconoce:

Padre mío, mis manos y mis pies,

tan parecidos a los tuyos,

tienen el color de tus desdichas.

Equipo de Redacción

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