Suspiro trilciano; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval escribe sobre Trilce de César Vallejo mientras suspira pensando en la tradición poética latinoamericana, sus rupturas y legados.

Suspiro trilciano

Rimbaud sentó a la belleza en sus rodillas, la encontró amarga y la injurió. Vallejo la reinventa aun cuando también la sufre. El poeta de Santiago de Chuco hace con una vida cargada de duelos, persecución, pobrezas, de imposibilidades amorosas, esa casa del ser que es el lenguaje, un palacio de magma lingüístico después del cual ya ningún poema del porvenir continúa encerrado en su capullo.

     No obstante, desconfío de la mitificación gratuita. Para entender a César Vallejo, para sentirlo, hace falta valor, calma, muchas horas. Una disposición de lector que ha llegado a esa mayoría edad que le permite fervor por aquellas obras que se traducen en acontecimientos. Por ejemplo, Trilce, por decir algo que no alcanza a decirse o se expresa más allá de su indeterminación, de su monumentalidad como uno de los poemarios más importantes del siglo XX, de hecho, el libro con el cual inicia esa centuria.

    En esas páginas no se trata de una tentativa esquizofrénica, sino de darse libre a la poesía, actitud que la literatura de este siglo no soporta.  «A toro pasado», como reza un refrán, las vanguardias son viejas, exageradas, inútiles. Recuerdo estar comiendo en un restaurante sudamericano con dos poetas mayores (de edad y trayectoria) cuando uno dijo que retaba a la vida a que algún poeta joven (entonces menos de cuarenta años) le pudiera citar uno o dos versos vanguardistas. Quien esto escribe aceptó el desafío. Fueron tres o cuatro poemas de Breton, Tzara, Huidobro y Apollinaire. Silencio a la mesa. Los tertulianos cambiaron de conversación rapidísimo. Lo que sí les concedo es que la ruptura con las vanguardias, convertidas en tradición heredaron una bastardía, según ellos, perniciosa. Hablamos de los peligros que corren, supuestamente, los poemas hoy: exceso de libertad, de quiebres, de propuestas desbocadas, imposibles de domesticar. Hago otro paréntesis, he ahí mi problema con Ida Vitale, a quien admiro, pero sostiene que para todo hay reglas y deben respetarse. No digo que no, pero tomarse tan serio esas líneas castra al poema, lo conduce por un devenir aséptico en cuyo ecosistema no crece nada original, en una colonia de lirios hermosos, sí, pero a la sombra de las mismas aguas cuyo reflejo es otra sombra. Nada más. Por eso la ruptura con las vanguardias, aceptémoslo, no ha sido memorable.

        Prueba de lo anterior es que revisitamos a Vallejo con asombro, que su resonancia sigue escuchándose en la mejor poesía hispanoamericana (y eso que él no estaba muy de acuerdo con los ismos de vanguardia) lo sabemos y podemos demostrarlo: no hay poeta con registro determinante que no sea, en algún libro, imitador de una forma, una imagen, una sintaxis insólita que no esté ya en Vallejo. No lo hay porque, así como los troncos tienen ramas y estos hojas o brotes de flores para ser luego frutos, uno de los rizomas más potentes de nuestra tradición poética proviene de Perú. Allá se hace poesía y no se andan con rodeos. Igual que en Chile, ese corredor poético inexpugnable, como diría Roberto Bolaño cuando convierte a Vallejo en personaje de sus novelas cortas, pero algo más, cuando reconoce el valor de entregarle la vida al oficio del poeta que no teme dormir a la intemperie, quedarse sin un peso, batallar en una Europa entre guerras, exiliarse y pensar que igual puede comerse un zapato si las cosas no cambian. Esa actitud de guerrero del lenguaje y de la experiencia, esa integridad alimentaba sus convicciones y estas su obra, su resistencia, son sus ejes. Pero me detengo, ya lo estoy mitificando, cayendo en la trampa del fulgor de la vida y la obra de este artista. Admirables las dos, bien trenzadas. Un binomio de adentro hacia afuera y un punto medio, entre lo que se vive y lo que se escribe, donde estalla la genialidad.

     Ahora les cuento, para una conferencia en cierta universidad de Ciudad de México, releí Trilce esta semana. Lloré con algunos poemas y me enojé con otros. Al principio creí que Vallejo estaba escribiendo una bitácora donde los días, las horas, los meses se convierten en personas, pero también en sensaciones. Luego me puse a pensar que cuál era la necesidad de «embarrocarlo» todo o de «torcerlo» y supe que ese «todo» era un lenguaje que se funda desde adentro, uno particular, personalísimo como el que inventan los amantes: una lengua única entendida solo en nombre del vínculo que los une, los mantiene hablando o delirando en «seis dialectos», como el mismo peruano escribe. Seis, claro, que podrían ser mil. Los números están presentes en Trilce desde el título que juega con esa cifra y el adjetivo dulce, desde la invención de palabras como balbuceos. Entonces echamos mano de Julia Kristeva, de su intuición porque tal vez la palabra de la infancia sea la única que vale por libre y en su autonomía se seguirá jugando el destino de la innovación poética si no tenemos miedo de decir no lo que necesitamos expresar, sino de una forma que conturbe, revolucione o se niegue a su verdad.

      Vallejo, claro, es mucho más que Trilce, pero esos setenta y siete poemas encontramos una suma de sus recursos, fobias, filias, de sus dolores sobre los cuales versionará hasta morir en París tal como lo predijo: mientras cayera un aguacero, un fin de semana. Y si bien no fue jueves cuando dejó de respirar, fue un Viernes Santo más dulce que un beso. Tenía cuarenta seis años el poeta de las caídas de los cristos del alma, de los golpes como el odio de Dios.

Alma Karla Sandoval

Columnista Gafe

Equipo de Redacción

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