Siempre nos quedará Manuel; por Antonio Arroyo Silva
Antonio Arroyo Silva nos presenta una crónica personal sobre el fallecimiento del escritor y amigo Manuel Díaz Martínez. Nos introduce en una vida marcada por tiempos difíciles en la Cuba castrista hasta llevarnos a su patria verdadera.

Mis queridos lectores gafes y no gafes: en la primavera pasada les hablaba de ciertos juntaletras que se hacen llamar poetas y que creen ser famosos porque en sus páginas de Facebook tienen entre 200 y 500 me gusta, me encanta o me toca el alma como mínimo y un promedio de cien comentarios todos llenos de corazoncitos y ositos de peluche. Claro, lo hacía entonces en clave poética con Witold Gombrowicz por medio.
Este verano que entra quería seguir hablándoles de esa misma impostura; pero esta vez, concretamente, de supuestos críticos literarios que no sé de dónde les viene esa autoridad para hablar fatal de algunos escritores de valía. Pero dejemos eso para el invierno. Les aseguro que voy a dar nombres y apellidos.

Ahora voy a hablarles de un poeta de verdad que falleció el 17 de junio pasado, después de una enfermedad complicada, don Manuel Díaz Martínez. Le tocaron tiempos difíciles allá en la Cuba castrista. A raíz de un premio concedido a Heberto Padilla, el Gobierno conminó al Jurado, del que Manuel Díaz formaba parte, a que anularan el acta, pues el poeta premiado se mostraba contrarrevolucionario. El Jurado en peso se negó. Pero en 1971 Fidel Castro hizo que el mismo Heberto Padilla confesara en público su pertenencia a la contrarrevolución y de paso acusó entre otros a Manuel Díaz Martínez. En 1991 se redactó un escrito dirigido a Fidel en donde se pedía la libertad de expresión y pensamiento a los escritores y, por ende una apertura democrática del régimen. La negativa del gobierno y la posterior vigilancia de los firmantes de este documento hizo que la gran mayoría de los intelectuales de izquierda del planeta (unos antes y otros más tarde) retiraran su apoyo a la revolución cubana. Estos hechos produjeron que Manuel fuera vigilado y que se le prohibiera escribir con su nombre hasta que, por último, se le obligó a abandonar el país en un plazo de dos días. Y de esta manera vivió en Las Palmas de Gran Canaria hasta su último suspiro. Esta historia que Manuel me contó coincide a grandes rasgos con muchas crónicas que he leído por ahí. Pero para mayor precisión consulten DIARIO DE CUBA . Yo me quedo con sus relatos y con una memoria afectiva que me hacen cerrar los párpados para ver los círculos dorados, como decía el poeta Luis Natera.
Un hombre que contaba todos los privilegios del régimen castrista y que niega a revocar el acta del Jurado del que fue miembro y más tarde firmó un documento donde se pedía la democratización del país es una persona valiente, honesta, admirable. Es algo que no se ve todos los días y menos ahora en esta España de fake news.
En España fue tratado con todos los honores, nadie le negó la importancia intelectual que realmente tenía. Pero Manolo (como quería que lo llamara), además, era una persona humilde y generosa. Asistía a todos los eventos literarios de Las Palmas sin importarle si los autores era importantes o estaban en sus comienzos. A todos los trataba con gran respeto y nunca lo escuché hablar de la baja calidad literaria de este o el otro autor. No solo eso, sino que nos acogía en su casa con todo su cariño, nos enseñaba sus tesoros bibliográficos, nos servía las viandas que tenía y hablaba y hablaba de sus anécdotas con poetas de cuando vivió en Cuba y en su estancia en París y en Bulgaria. Él se reía cuando yo le decía admirado que su biblioteca era más imponente que las pirámides de Egipto. Y bromeábamos, bromeábamos mucho. Una vez me contó a carcajadas su perplejidad en un viaje a Chile. Vio un cartel en una pulpería y decía: «Aquí se corre la polla del Presidente». Los chilenos no entendían la risa de Manolo y ante la pregunta señaló el cartelito. Entonces todos rieron. «Manolo, eso quiere decir que aquí se juega la lotería del presidente y nada sexual hay por medio”. Entre unas cosas y otras cuando iba a su casa a veces me daban las tres de la madrugada y no entendía cómo el tiempo había pasado tan rápido.
Pero ahora el tiempo ha pasado todavía más rápido de lo esperado y Manolo ya no está. Menos mal que la Asociación Poesía viva de la Atlántida y especialmente Manuel Díaz García tuvo la lucidez de hacerle un gran homenaje dos meses antes de su fallecimiento.
Manolo, al final, estuvo en la clínica en estado muy grave y, cuando salió, pude llamarlo y él me dijo lo que ahora entiendo que fue su despedida: hasta el último segundo de su vida lo disfrutaría con plenitud y así quería que lo recordara.
Allí, en la memoria, su guayabera y su boina, su anciano reposar sobre las cosas líquidas del mundo. Allí, en la escalera de mi infancia, sentado con mi hermano. Yo era un niño, me llamaba y mi hermano asentía: «ven con nosotros, vamos a olvidar el tiempo, ven». Familia que tiene el corazón, nuestra patria verdadera, Manuel. Hoy cerré bien los párpados por ti para ver tu sonrisa en mis círculos dorados. Y subí las escaleras sin temor y te abracé de nuevo y a Luis Natera y a mi hermano Enrique. Allí queda un niño sentado con ustedes por siempremente siempre, como dijo otro de mis muertitos, el poeta Leocadio Ortega.
Oh, Manuel, quedamos por decirnos tantas cosas… Quedamos para ayer y hoy ya es lunes y Miguel no vino esta primavera a regar los rosales de Proserpina.
Pero, como siempre, nos rodean las hienas, aquellas que hacen malos chistes con nuestro dolor por tu pérdida y que a mí me parecen detritos de la humanidad, muertos en vida. Otra cosa son mis muertitos: los que viven y mueven, de verdad, el corazón. Y tú moviste el nuestro, querido Manolo, y alojaste el tuyo en nosotros hasta el último suspiro, Maestro, hermano mío.