«Retornar también es un sueño», un relato de Alejandro García

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«Retornar también es un sueño», un relato de Alejandro García Gómez

Para Ligia.

1

… Un sol pleno y un cielo azul acompañan mi paso por el camino hacia nuestra diminuta finca. Sudo copiosamente. Descubro que ando desnudo. A pesar de que voy por el camino del potrero, me preocupa tanto la desnudez como el no recordar dónde he dejado mis ropas. Hoy se ha programado un día de campo en mi familia. Al llegar a El Tambillo, mi padre se percata de que ha olvidado las llaves de la casita. Por ser yo el único hijo varón, he sido enviado por ellas hasta nuestra casa del pueblo. Me detengo a tomar agua, pero recuerdo que no debo hacerlo por cuestiones de higiene, según mi padre. No obstante la prohibición, me lanzo a beber y lo hago con fruición. Bebo copiosamente pero no logro aplacar mi sed. Una mujer desconocida viene por el camino en sentido contrario al mío. Me asombra su frescura a pesar de que va vestida con el hábito de las franciscanas. Pasa por mi lado y con arrogancia me dice: ‘las aguas prohibidas no sacian’. Y refiriéndose hacia mi desnudez, me reprocha intentando aparentar indiferencia: ‘¡usted, siempre contradiciendo todo!’. Intento hablarle, pero es imposible. Siento la angustia de no poder hacerlo. Mientras tanto, las llaves se han convertido en un reloj grande y viejo en mi mano. Tengo temor, no al castigo de mi padre, sino al ridículo ante sus invitados. Estoy perdido…”

***

El cariño se me ha quedado anclado en los reflejos. Sólo los recuerdos, cuando son muy lejanos, aparecen sin temores ni vergüenzas en el espejo de mis afectos. Los caminos de regreso hacia mi corazón me cargan de una ansiedad que se explosiona en angustia. Aún no pierdo la fe, pero regresar me cuesta. El ansia de volver, la angustia del retorno; pretensión de mostrarme ante quienes debí someter ni niñez, bien sea a su amistad, a su saber, a su autoridad, a su protección, a su amor, a su bondad. Todo su poder ante el mío, ahora.

***

-Si no es intromisión, ¿hacia dónde se dirige el caballero?

-Hacia mi pueblo. Es mi retorno.

-¿Dónde queda su pueblo?

-Hacia el Sur… A día y medio de donde salimos.

-Yo también voy para allá; cuestión de trabajo, ¿sabe? Ya no son las treinta y seis horas de antes, ¿sabe? Estos autobuses de ahora y las nuevas vías han acortado las distancias.

-¿… ?

-Sí. Algunos pueblos ya no los veremos.

-…

– Los tiempos han cambiado.

– ¿Los tiempos… O nosotros… ?

-…

2

… Soy un niño y mis padres me llevan de la mano por una calle de Sandoná. Mi padre compra los boletos y subo con mi madre y con mis dos hermanas al autobús en el que debemos viajar. Mientras él compra los pasajes, ella nos vigila y protege. Cuando vuelve, mi madre le ayuda y juntos deciden nuestros puestos. Debo aceptar el viajar solo, como siempre que lo hacemos en familia, pues los asientos están dispuestos en parejas, dos parejas en cada hilera. Yo debo hacerlo solo, con un desconocido, en la siguiente, hacia atrás. Siento la misma angustia que me he acostumbrado a soportar en cada viaje. Mientras pienso en esto, en la angustia que he tenido que acostumbrarme a soportar, no me percato de que el aparato pasa por un sitio en el que hay oscuridad absoluta. No veo nada. ‘El túnel’, dice una voz indiferente. Me angustio, ahora sí de manera intensa, porque pienso que ha pasado mucho tiempo. La oscuridad se ha vuelto interminable. Grito a mis padres y nadie me responde. Me tranquilizo cuando me doy cuenta de mi error. No hay ningún túnel. Continúo mi viaje, pero ahora voy en un bus de características urbanas, de la ruta Chapal-Pandiaco-Torobajo. Miro por las ventanillas. Es la ciudad donde cursé mis primeros años de secundaria y después los estudios universitarios para profesor. Entre el fondo de su cielo arrebujado y triste, veo la silueta de barco patas arriba del volcán y las cúpulas de los monasterios y de las iglesias, una cada tres o cuatro cuadras. La llovizna que jamás deja de caer, envuelta en el viento frío y en el polvo de sus calles, se mete por mi ventanilla y me obliga a cerrarla. Me mortifica que los demás pasajeros me sigan viendo como un niño, sabiendo como lo sé, de que ya soy un joven universitario. De repente miro pasar a mis padres y a mis hermanas en el autobús que inicialmente habíamos tomado. Entonces vacilo. Ya no estoy seguro de ser un joven, pero tampoco acepto ser un niño. Les grito; nada, parece que no me escuchan. Desesperado intento hacer parar el carro de ellos con mis señas. Pero tampoco; no pasa nada. …No puedo hacer nada… Pienso que no se han percatado de mi ausencia porque su charla es animada; me angustio de nuevo y, poco a poco, me hundo en una infinita tristeza. Nuestros carros van en el mismo sentido. Intento hacer parar éste en el que voy. Pero ni el chofer ni nadie me escucha…”

***

Ella me ha llegado a la mente, con sus ojos amarillos y vestida con el uniforme de paño azul oscuro y blusa blanca, como cuando la acompañé por primera vez desde su casa hasta la esquina de antes del colegio, para que no nos viera la monja que desde la puerta vigilaba la llegada de las estudiantes. Yo cursaba el último grado de la secundaria y ella iba por la mitad. Debió notar que mi estupidez para hablarle se debía a mi nerviosismo. Superó eso con su sencilla espontaneidad. Me preguntó por mi madre y luego por mi padre. Mis hermanas eran compañeras suyas, aunque no del mismo grado escolar. Yo procuraba hablar, pero me sentía impotente para hacerlo, acostumbrado como estaba a las barbaridades que nos hacíamos y decíamos con mis amigos. Pero aunque no acertaba a seguir formalmente la charla de ella, no me sentía fastidiado de no poder hacerlo, antes al contrario, me sentía bien con ella. Me sentía confortado con ella. Casi no pensaba en lo que me decía pero me cuidaba de aprobar y asentir con mi cabeza todos sus argumentos o con un “sí, sí, claro”. Luego esa noche, aquella noche en las afueras de la iglesia de nuestro pueblo, como en todas las que se hacían las parejas de enamorados en cualesquiera de los recovecos de la gran mole de roca tallada. La tomé de la mano y suavemente la empujé hacia uno de esos rincones vacíos. Se sorprendió al comienzo, pero sentí que comprendía cuando luego fue ella misma quien me condujo. Le puse mis brazos en su cintura; yo temblaba. Con toda naturalidad me colocó los suyos en mi espalda y me buscó la boca para que la besara. Mi cuerpo siguió temblando más, pero la besé. Fue la primera vez que sentí que me decían “mi amor”.

***

-¿Aún tiene a los suyos allá?

-Sí. Allá los dejé… A todos… A la mayoría sé que los perdí… Unos se fueron y otros desaparecieron… Y a los que quedan, tampoco sé si los reconozca.

-…

-… No sé si yo mismo pueda reconocerme.

-¿… ?

-Las ausencias se nos fueron prolongando una tras otra, y cuando las ausencias empiezan a juntarse comienza el olvido en la memoria; pero cuando no sólo son los espejos de la memoria los que se empañan sino los del alma, ocurre el verdadero olvido.

-…

***

Cuando niño siempre aguardé con ansiedad las navidades. Las de este año las esperé entre la ansiedad, la angustia y el miedo. Recorrer nuevamente las calles con sus gentes y sus carrozas en las procesiones para cada uno de los días de la novena del aguinaldo; recorrerlas armado con fusiles de palo o con espadas de madera forradas con papel plateado. Ser príncipe o ser pastor, profeta o rey mago, soldado romano o San José por unos momentos. Ese eterno juego de sentirse que uno es lo que no se cree que es. Descubrir, a los años, que son tus padres quienes te esconden el regalo en la noche. Que la vida jamás te regalará nada que no sea tuyo y que no lo hayas buscado. Que no debes esperar nada gratis porque siempre te lo cobrarán a la salida. Que cada navidad más es sinónimo de vejez y de muerte.

3

-Las calles eran de polvo rojo en verano y lodazales rojos en invierno, señora… Ahora son grises.

… Una calle oscura del centro de la ciudad donde vivo hace muchos años y donde aún me siento extraño, la ciudad de las bombas y de los asesinos con escapulario…”

-Son cosas del progreso, ¿sabe?… El gobierno las pavimentó, por fin… Pero cada habitante las pagamos a plazos, por varios años… Como hacen los vendedores de las neveras y de los televisores para que les compremos… ¿Fue muy largo el viaje, señor?

-“… Me deleita la imagen de mi sombra en el pavimento; me complace el saber que es la única que puede acompañarme a todas partes donde vaya; la única que ‘debe’ acompañarme. Lanzo una carcajada estruendosa por lo que considero un pensamiento estúpido pero gracioso…”

-Todos los viajes son largos y todos los retornos imposibles, señora.

-¿… ?

-¿Dónde queda la casa de don Alejandro…? …El poeta, señora.

-El poeta y doña Angélica, su esposa, murieron hace tiempos, señor. El murió primero, y ella, de amor, lo siguió al año, señor.

-¿…?

-Sí, señor, de ellos no queda nadie aquí. … Las hijas partieron de últimas detrás de los hijos de ellas. El único varón que tuvo, se fue de primero. No ha regresado y jamás se ha vuelto a saber de él, señor.

-”…La cerveza que he bebido con el cubano Olivares, con César con Everardo y con La Mona, entre chiste y chiste de René, en la tienda acostumbrada del centro, protegiéndonos en algún rincón de las bombas y de los asesinos con escapulario, me reclama la necesidad de expulsarla y busco dónde hacerlo. Mientras escribo ‘Mascaluna’ con mis orines, angustiado observo que mi sombra se ha movido, como tratando de escapar. Regresa con pasos burlescos, como los de un arlequín que quiere mostrar sigilo, hacia la tienda de la cerveza. Trato de seguirla pero es imposible, porque no puedo dejar de escribir la misma palabra repetida… ”

-¿… Sabe algo de él, señora? … Del hijo…

-“… Asombrado descubro que ‘Ella’, la de los ojos amarillos, va del brazo de mi sombra; lleva su mismo uniforme de colegiala, y ya no es hacia la tienda de la cerveza adonde se dirigen, sino hacia uno de los recovecos oscuros del gran templo de piedra. Mi sombra va disfrazada de profeta, pero armada con una espada de palo forrada, en la mano…”

-Sé todo de él, señor, hasta de cuando se fue y algún tiempo más- responde fijando en él sus ojos amarillos.

-¿Sabe o recuerda, señora?

-Sé y recuerdo… Son las cosas del corazón, señor… ¿Por qué me lo pregunta?… Y ahora, ¿por qué llora, señor?… ¿por qué llora?

-“… Llamo a ‘Ella’ por su nombre pero no me responde. Le grito que ese no soy yo, que es sólo mi sombra. ‘Yo también soy una sombra… Siempre he sido una sombra’, me responde”.


Equipo de Redacción

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