Pero yo por mejor partido escojo…; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval parte de algunos versos de Sor Juana rumbo a una crìtica de la deconstrucción del amor romántico en pospandemia.

Fue un maestro joven, guapo, culto, bien planchado y con una gran afición por el brandy, quien me enseñó en la práctica qué es una columna periodística. No sé si aprendí o si honro todas aquellas horas de formación en el Distrito Federal de entonces. Esto viene a cuento porque quiero escribir sobre varias cosas “como si no me diera cuenta” y recordé la clase de ese profe hablando de la columna mixta. En dicho género lo más importante es la libertad con que se tocan asuntos de diversa índole, siempre, claro está, que sean de interés público, con trascendencia. Ahí se enreda todo porque una columna sobre cuartos propios, libros raros y la denuncia de prácticas editopatriarcales no creo que goce, en sentido estricto, de buena prensa.

No obstante, Sor Juana siempre ayuda. Primero la soñamos escribiendo al pie de un volcán y luego, con el correr de los años, después de elegir el menos insoportable de los cautiverios, disponiéndose a enamorar virreinas para manipularlas, para conseguir favores en nombre de la escritura. Bueno, así lo da a entender Octavio Paz en Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, la obra donde el lesbianismo de la poeta dizque queda claro, pero yo a veces lo dudo, aunque entienda lo difícil de amar a un hombre en la Colonia, más si se llama Lizardo y quiera verlo triunfante, aunque me mate. Por eso y otras razones de tipo académico no sé si en verdad la religiosa prefirió a las mujeres sobre los hombres o es que optó por aquellos que no querían volverla un “vil despojo”, es decir, por varones escasísimos.

No, no voy a caer en el lugar común que los agrede: “Todos son iguales”, no porque unos puedan ser peores u otros mejores, sino porque la claridad sorjuanesca aporta mucho a la comprensión de estos asuntos. Por debajo de su lírica descubrimos que ningún amor es verdadero, pues en sí mismo resulta un disfraz, un performance, la misma mascarada de Julieta y Romeo cuando se conocen en aquel baile. Volvamos al soneto en el que la autora admite que constante adora a quien su amor maltrata y maltrata a quien su amor busca constante, ese juego quevediano revela la podredumbre del esqueleto romántico cortés, la asimetría en los vínculos venerada desde la Grecia antigua porque si existía un amante y un amado (hombres siempre), a las mujeres como Safo no les quedó más que amarse entre ellas para bien de la poesía universal, para legarnos ejemplos de resistencia ante el feminicidio simbólico que implica desear a narcisistas encubiertos o no. Estos sujetos abundan, debe decirse, en territorios epistemológicos que aún perpetúan las lógicas de los cuentos de hadas porque eso de vivir siendo asaltadas por corceles no ha acabado y no hay príncipe, por más azul que sea, que no busque cumplir el sueño de un harén: varias princesas u odaliscas dejando un largo rastro de cadáveres sexoafectivos como si fuera la cosa más normal del mundo, el objetivo elogiado de un seductor, se llame Don Giovanni, Drácula, Casanova, Estafador de Tinder, etc. Todos encantadores, siniestros, hipnóticos, muy dulces. Aclaro que no estoy justificando el lesbianismo desde ese lugar porque no sería justo para las mujeres que aman a otras sin tomar en cuenta a los hombres, sin deberles, temerles o recordarlos con rencor. Además, no es difícil toparse con una que otra Doña Juana.

Hablo desde una columna que se imaginó mixta como si lograrla fuera opción solvente y fácil, tal vez otro género periodístico que se aprende en la escuela, pero no. La vida no es una oficina de caprichos. Amar sólo a los hombres comprendiendo o padeciendo la masculinidad endeble que los define es una maldición si una no se topa con aquellos que para afirmarse no violentan, ¿dónde están? Ocupados seguramente porque como dicen las amigas frustradas en las terrazas de los bares, “si el hombre sirve, no tan fácil lo deja su mujer”, después sueltan una retahíla de lugares comunes monopolizando la conversación. De ahí que nos inventemos deconstrucciones románticas a modo tratando de desactivar el concepto de la monogamia, hasta creemos que deseamos ser Simone de Beauvoir, que podemos vivir como ella con turbantes, con filosofía revisada a medias que no permite enterarnos de que los amores contingentes y los necesarios de los que la francesa y Sartre hablaron, no estuvieron exentos de la incomodidad de la división de los panes y los cuerpos, de una poligamia torpe o esa herida con la que se aprende a seguir, como un estigma, que ahora llaman pareja abierta.

“Lo malo es hablarlo”, me dijo un hombre cuyo cinismo reconozco hoy positivamente. “Si dices lo que no, todo se transforma y por lo regular se ensucia”. Le respondí que es peor no saber, mejor entrar en las aguas de la verdad, las cuales suelen apestar a cualquier miasma, esa contaminación que evitas apenas te mojas el dedo gordo. No nos engañemos, ¿a quién le gusta flotar en una bahía en medio de evidentes y perfumados restos fecales? “¿Así que no hay salida? No sólo en lo político, sino también en lo amoroso hay Ley de Herodes”, preguntó el tipo acercándoseme mucho. “Deberíamos brindar por eso, una vez más”, insistió. Reí huyendo. Al recordar ese diálogo supe que iba a escribir esta columna, pero no que acabaría siendo monotemática, como la que el maestro guapo, culto, bien vestido y ebrio, me enseñó.

Equipo de Redacción

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