«Nuestra tierra prometida», un relato de Alejandro García Gómez

0

Presentamos ‘Nuestra tierra prometida’, un relato de Alejandro García Gómez

(Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento auspiciado por la Asociación de Empleados Bancarios del Banco Industrial Colombiano -ADEBIC-, Medellín, 1996. Hace parte del libro “No es por azar que nacemos”, Medellín, 2004)

A Juan Manuel Cuberos,

por las noches de amistad y cerveza junto a La Biblioteca Piloto de Medellín,

arrancado de nosotros por ese río de sangre

que nos salpicó a todos.

A Tresita Yánez, su madre.


…También hoy, regresar es mi ilusión y mi tragedia. Una carretera, alumbrada por soles con la forma de los rostros de mis hijos, me devuelve por última vez a la casa de mis padres. Me he bajado de la tercera banca del bus donde viajaba con Ascensión y Conchita, las hijas de mi tía Matilde. Ellas no lo hacen; Conchita me indica que deben continuar su camino, y Ascensión me hace una seña con las manos, como queriéndome significar: ‘tú ya sabes’. Mi dolor de haber quedado sola se esfuma cuando descubro que no he tenido que llegar hacia mi casa por el por el viejo camino de a pie, porque la veo venir desde lejos hacia mí. Me atemorizo cuando observo en la ventana grande una enorme serpiente que me mira. Pero ella también se asusta al verme y con movimientos ágiles huye de la gran casa que se transforma en un manzano gigantesco cargado de fruta. Cerca de mí se han formado dos manantiales: del uno sale leche y del otro miel. Sus pequeños cauces desembocan en otro mayor de aguas cristalinas. Ni la leche ni la miel enturbian ni ensucian el cauce mayor; se unen simplemente a él. Me acerco al manzano y estiro el brazo para agarrar una fruta. Caigo en cuenta de que no lograré hacerlo si no me auxilio de una escalera para subir o de otra rama en forma de horqueta o de garabato con la que pueda ayudarme. ‘En casa de tus padres siempre hubo una escalera, búscala’, me dice la serpiente. ‘Esta es la casa de mis padres, no me la escondas’, le respondo, y sacando fuerzas de mi miedo, me armo de una vara. ‘¡Arrójala junto a mí!’, me ordena. No lo hago por temor a quedar desarmada. ‘No temas, arrójala junto a mí’, me vuelve a ordenar. ‘No te creo porque siempre has mentido’, le increpo con energía. ‘La mentira y el error provocan la duda. Sin duda no existiría Ciencia del Bien y del Mal’, trata de apaciguarme en tono conciliatorio. ‘Ha ganado otra vez’, pienso contrariada, y con rabia le tiro la vara. Al caer junto a ella, la vara y la serpiente se transforman en escalera. ‘Ciencia del Bien y del Mal’, descubro que dice en un letrerito pegado en el larguero que corresponde al de la serpiente. Subo y ahora sí tomo una fruta. Complacida examino mi mano y leo: ‘De la Tierra a la Luna’; otra, ‘Los tres mosqueteros’; otra, ‘Los piratas de la Malasia’; y ésta, que la veo más brillante, pero que cuando la quiero tomar no lo logro, porque me la mueve el viento. Cojo toda la rama para agarrarla, pero al hacerlo siento como si el suelo emitiera un leve grito. Miro alrededor y no veo a nadie, ‘Aura o las violetas’. Al abrir las hojas para comenzar a leer, escucho un trueno. Siento temor y la tiro hacia un rastrojo, cerca del manzano. Vuelve la apacibilidad, pero el gran árbol desaparece, y ya no estoy en el Paraíso sino nuevamente en la casa de mis padres. Con mis hermanos entramos sigilosamente en el cuarto prohibido, donde el bobo nos ha dicho que le hicieron llevar el gran baúl. ‘Debemos sacar el manzano de ese baúl’, les digo a mis hermanos. ‘No, porque la abuela nos prohibió que leyéramos los libros del Padre Alcides’, me replica uno de ellos. Pero yo, sin discutirles, lo abro y quedo atrapada dentro de él, colgada del gran árbol, junto con mi marido y entre los rostros de mis hijos. Mis hermanos, desde fuera, mueven sus manitas en son de despedida. Uno de ellos, haciendo bocina con sus manos, grita: ‘¡abuela, los piratas de la Malasia se llevaron a Teresa!’…”

-2-

Duerme, mi niño… Duerme, mi niño… Mambrú se fue a la guerra, ¡qué dolor! ¡Qué dolor! ¡Qué pena! Mambrú se fue a la guerra y no sé si volverá… Do-re-mi… Do-re-fa… Do-re-mi… Do-re-fa… No sé si volverá. Mi niño, enciende la lámpara de los asombros. Mi niño, la puedes guardar en el rincón de las pequeñas cosas, allí donde también hemos dejado, sin saberlo, el conjuro de la felicidad.

¡Fray Santiago! ¡Fray Santiago! ¿Duerme usted? ¿Duerme usted? ¡Toque las campanas! ¡Toque las campanas!… Ding, ding, dong… Ding, ding, dong… Mi niño aprenderá los saberes que yo aprendí. Mi niño enseñará los saberes que yo le enseñé.

Arrurrú mi niño, arrurrú mi sol; duérmete, pedazo de mi corazón. Si quieres, mi niño, te alcanzo el sol; o el sol y la luna, y si los quieres, hoy. Mi niño calzará las botas de Pulgarcito y encontrará las llaves del reino que yo no pude hallar.

Los pollitos dicen pío, pío, pío, cuando tienen hambre, cuando tienen frío. La gallina busca el maíz y el trigo, les da la comida y les presta abrigo. Mi niño, amor desgajado lentamente; pedacito de carne y de sangre, casi nada de huesos, casi nada de razón. Duérmete, pedazo de mi corazón.

-3-

… Del otro lado del muro, llega un reflejo azul que proviene desde mi batica de opal, bordada por Zoraida, la hermana mayor, y que aún cuelga de las cuerdas templadas por mi madre para secar la ropa. El viento flamea mi vestidito… Ahora es noche y el azul es un reflejo cada vez más débil. Tras de estas paredes, miro que junto a la gran casa de mis padres se van levantando unos muros de niebla. He sido expulsada de mi Paraíso. Ahora obtengo la comida y el recreo sólo con mi estudio a horas, con las acostadas y las madrugadas en punto, con el rosario, las misas y los rezos en voz alta y en voz baja. He perdido mi Paraíso; afuera, en las calles, escucho el murmullo cada vez más fuerte de los madrugadores al mercado. ‘Tal vez fueron los libros’, me habla una voz. ‘No. Los libros sólo me han hecho crecer’, le respondo. ‘Ajá, ¿pero fuiste expulsada del Paraíso, no?’, me dice, no sé si en son de burla o de reproche. No respondo pero tampoco puedo reprimir las lágrimas. Entonces se acerca Olegario Martínez en su camión nuevo y me habla: ‘Teresita, el amor es un camino largo, y lo llevo en la carga; suba’. Intento hacerlo, pero mi uniforme de colegiala me lo impide. Mi padre, disfrazado de madre superiora, da un chasquido con las manos al mismo tiempo que grita: ‘¡Ave María Purísima!’ Y mientras yo le contesto la respuesta obligada, ‘¡sin pecado concebida!’, el camión arranca. Entre el polvo que levanta, me quedo parada mirando su letrero: ‘Nuestras vidas’. ‘El amor de tierra caliente se enfría con un internado de tierra fría’, me dice ahora mi padre que se ha puesto los zamarros por encima del hábito, que a su vez está sobre los pantalones, y me da la mano para que suba a su caballo. Al hacerlo, es otra monja la que me sonríe y me dice: ‘bienvenida a nuestra casa’. Otra vez la comida y el estudio a horas, las acostadas y las madrugadas en punto, las misas y los rezos en voz alta y en voz baja, pero ahora desde una espesa bruma helada que baja desde el volcán y se pasea por las anchas, polvorientas y lúgubres calles. Olegario, con las vestiduras, las sandalias y el cayado de Moisés, se presenta ante el Faraón y le solicita me deje partir con él, a fundar un pueblo, por ser esa la voluntad de Dios. Mi padre entonces me pregunta: ‘¿Continúas con tus plagas? ¿Cuándo las acabarás? ¿Te atreves a cambiar la comida que te alimenta, el techo que te resguarda, los vestidos que te cubren y mi amor que te protege por el destino de un hombre que sólo vive del desierto?’. Yo asiento con la cabeza. Pedimos, entonces, arrodillados, su bendición. ‘Sólo se las daré después de que Moisés trabaje un año lejos de aquí. Quiero saber si es capaz de levantar solo su rebaño. Quiero saber si es digno de mi hija’. No sé cuánto tiempo pasa. Se presenta entonces Moisés ante mi padre y dice: ‘heme aquí ¡oh gran Faraón! He aquí mi rebaño y mi pueblo. Respetuosamente te pido la mano de Teresa, tu esclava y tu hija, para que se convierta en mi esclava y en mi esposa en el nombre del Dios de nuestros padres’, y veo que llega en un camión lleno de ovejas, seguido por una muchedumbre de la que no puedo observar sus rostros, a excepción de los de mis hijos. Sigilosamente, acercándose al secreto de mi oreja, Olegario me susurra: ‘los traje a todos, para que los conocieras de una vez’. Y sólo entonces el gran Faraón levanta las manos y la voz para bendecirnos: ‘¡Teresa y Olegario, hijos míos, yo, su padre, los bendigo y bendigo en ustedes a toda su descendencia. Con esfuerzo, llegarán a la tierra que será por siempre y para siempre de ustedes y de los suyos…”.

-4-

¿Por qué siempre tú y pá’ me dicen que no debo golpear a nadie, má’? Porque nadie tiene el derecho de hacer daño a otra persona, y todos tenemos el deber de respetarnos, hijo. ¿Y si alguien me patea o me dice apodos o me tira pedradas o quiere jugar a la fuerza con mis juguetes? Debes contar con tu profesor o decirlo a tu padre o a mí, así tu padre hablará con el niño o él o nosotros hablaremos con sus padres. ¿Para que su papá lo castigue? Para que le muestren que no obró correctamente, con el fin de que mejore. Y si un adulto se comporta como un niño malo, ¿qué le hacen? Se le llama la atención y se le pide una explicación como lo hacemos contigo. Si has obrado mal, te lo demostramos, te sancionamos y te comprometemos a no repetirlo en adelante. ¿Y si no me comprometo? No te levantamos la sanción. Y a los grandes, ¿siempre los sancionan? …No. No siempre. Pero así debería ser. ¿Y por qué no? Es más difícil explicarte… Tal vez tampoco yo lo sé del todo. Pero así debería ser… Así debería ser. Siempre.

-5-

… ‘Él maná y las codornices nos alimentarán mientras su padre regresa’, digo a mis hijos, en tanto ellos también se agachan a recoger el alimento, embadurnado de la arena del desierto. ‘¿Y cuándo vuelve pá’?, me pregunta Juan Manuel, el menor. Cuando termine la correría completa, ¿no ve que debe entregar todas las mercancías que carga… Y a veces, cuando parece que ha terminado, vuelven y le entregan más mercancías para otra ciudad, y nuevamente en esa ocurre lo mismo, y así se mantiene por muchos meses; ¿no ve?’, le replica su hermana mayor con un cierto dejo de autoridad. ‘¿Cuándo dejaremos de andar viviendo de ciudad en ciudad o de pueblo en pueblo, má’?’, torna a preguntar Juan Manuel. ‘Cuando lleguemos a nuestra tierra prometida’, vuelve a responder su hermana mayor. ‘¿Es eso cierto má’?’ …No sé qué contestarle y prefiero acariciar tiernamente su cabecita. Al hacerlo observo mis dedos empapados en sangre. ‘Si mi hijo no es ni un primogénito ni hijo de dueño de esclavos y si nos arriesgamos a salir de la seguridad de nuestra casa y de nuestro pueblo a recorrer caminos detrás de tu nube, ¿por qué hay sangre en su cabeza?’, pregunto a unos ojos que miran desde un fondo oscuro. ‘No oses mirar mi rostro sin antes haberte purificado por tres veces, una cada día, en el fuego de mi altar, y haber bebido agua de mi vasija sagrada por siete veces durante la última noche, en la cual deberás permanecer en vigilia’, se me responde desde esos ojos. ‘…¿Por qué hay sangre en su cabeza?’, insisto, arriesgándome a lo peor… Después de un silencio, escucho: ‘Porque ustedes son un pueblo de cabeza dura’. ‘¿Y por qué razón deben ser nuestros niños quienes maten y quienes mueran?’. ‘Te repito que ustedes son un pueblo de cabeza dura y de dura cerviz. Una raza maldita. Todos se han manchado. Levantaron un Becerro con la sangre de los inocentes. Cada cual viola a su hermana o a su madre o vive del sudor o de la sangre de su hermano o de su padre como cuota de sacrificio. Y el Becerro crece y con más sangre pide más’, se me contesta con voz pausadamente majestuosa. ‘¿Un Becerro de Sangre o un Becerro de Oro?’, pregunto con cierto dejo de irrespeto, como intentando hacerle caer en cuenta del error, según conozco el relato por la enseñanza escolar. ‘Es oro de sangre’. Se me responde entre un profundo bramido. Deseo replicar algo sobre la inocencia de mi hijo, pero no es posible porque Olegario, sentado al volante de su camión, me dice: ‘Teresa, debemos seguir buscando nuestra ciudad’. ‘Pero ya llevamos muchos años de vagar y de buscar nuestra Tierra Prometida; los hijos ya no aguantan’, le replico. ‘Yo también estoy cansado pero no hay alternativa; ese fue el pacto’, me responde. ‘¿Con mi padre o con el Faraón?’, le pregunto. ‘Sabes que son lo mismo’, me responde con voz fatigada. Enciendo la radio y escucho una voz impostada: ‘¡damas y caballeros, alístense! Acaban de pisar el suelo de su Tierra Prometida’. ‘¡No puede ser, hablo sorprendida, esta es la Ciudad de los Asesinos con Escapulario!’…”

-6-

-Disculpe la molestia, compañera, ¿me puede decir la hora?

-Con gusto, compañero; son las doce y media.

-Hora de almuerzo, ¿cierto, compañera?

-Así es, compañero… ¿No lo he visto en alguna de mis clases?

-Estudio Filosofía, compañera. Juntos hemos tomado las Humanidades.

-¿Ya ve que sí, compañero? ¿Y qué es lo que carga en el morral todos los días? He visto que se le arriman, compañero.

-De eso quería hablarle, compañera.

-¿…?

-Tranquila, compañera, que no soy farucho ni eleno ni jíbaro.

-…

-Mire, compañera, en mi casa, y junto con mi madre, hago unas galleticas riquísimas.

-¿Son las famosas galletas de espinaca, compañero?

-Las mismas, compañera. Y verá, compañera, con esto me redondeo los pasajes o alguna que otra cerveza en ‘Gatopardo’ o en ‘Son Latino’ …Pruébelas, compañera, pruébelas sin compromiso. Hasta Popeye me las compra.

-¿El guardaespaldas de Pablo?

-Noooo, el asesino no. El novio de Rosario.

-7-

… Y sólo recuerdo que vi una gran nube que lo cubría todo, madre… Cuando ellos llegaron, madre, charlaba con mis amigos. La sala de velaciones de enseguida estaba más llena de gentes que aquella donde se celebraban los funerales del padre de nuestros amigos. De ésa, se dejaba escapar bulla y música de niños. Por eso nos arrimamos a curiosear. Ellos, los niños, saludaban un féretro inmenso del que salía un gran río. ‘Es el Gran Río de la vida’, decían algunos de ellos cantando, fumando, bebiendo y bailando. Otros, con sus equipos magnetofónicos portátiles a todo volumen, cargados en sus hombros y cerca de sus oídos, chillaban: ‘No. Este es el Gran Río que nos lleva hacia la muerte’. Los ancianos y los adultos que acompañaban el gran féretro, abuelos y padres de los muchachos de los equipos magnetofónicos portátiles, de los que fumaban y bailaban y del muerto, angustiados miraban las aguas del río que se iban convirtiendo en sangre y, rasgándose las vestiduras, exclamaban: ‘¡Otra vez nos han manchado el Gran Río de la Magdalena! ¿Por qué? ¿Por qué te has olvidado de nosotros otra vez, Señor?’ ‘¡Este es el mismo oro de sangre, el de siempre. Ustedes volvieron a manchar su río. Tampoco los he abandonado, ustedes me olvidaron, atareados en la talla de sus otros rostros!’, escuché una voz majestuosa, serena. Con mis amigos intentábamos hacernos a un lado para que sus aguas no nos tocaran, para no mancharnos, pero no todos lo lográbamos. A algunos alcanzaban a entintar las ropas o el cuerpo, pero se salvaban. Otros, llenos de pánico, observaban, pero sólo observaban. El resto fuimos arrastrados por su corriente, madre. Creo que entonces fue cuando llegaron los otros niños, montados en caballos y en motocicletas, armando un ruido infernal, madre. ‘¡Son los del otro combo!’. ‘¡Son el 666!’. ‘¡Son la maldición de La Bestia!’, gritaban quienes lograban huir despavoridos. ‘¡Ustedes nos dieron la vida! ¡La podrida vida que tenemos fue suya al comienzo y ustedes la arrojaron como una fruta podrida en una olla podrida y nos la repartieron a cada uno! ¿De qué se quejan entonces? ¿De qué se quejan?’, aullaban los niños, como respondiendo a los ancianos y a los adultos. El río ya nos había lanzado a un recodo, pero nos sentíamos aprisionados al suelo. Yo no podía levantar mis pies. Un ángel negro rodeado de fuego, apareció en el cielo y tocó una trompeta. Se hizo un angustioso silencio. ‘¡Tiéndanse, hijueputas!’, nos gritó. Yo no podía despegar mis pies del suelo y por eso no obedecía su orden. Angustiado observaba a los niños, como queriéndoles decir con mi mirada que yo no podía, que me lo impedían mis pies. ‘Como siempre, van a pagar pecadores e inocentes, y más inocentes que pecadores’, oí susurrar una voz. ‘¡Tiéndanse, hijueputas, que aquí nadie es inocente!’, se dejó escuchar de nuevo la orden. Desde las torres de Palacio, los gallinazos afilaban sus picos, abrían sus alas inmensas e intentaban pasos estúpidos, como esperando el momento. ‘A los dueños de Palacio no les importa ver el río convertido en sangre ni saber de cuál carroña comen sus galembos; lo único que desean es librarse de la hedentina’, volvió a susurrar la misma voz prudente, pero enérgica y decidida. En una de las ventanas de Palacio, apareció un ebrio con el rostro oculto tras una máscara de fiesta. ‘Su carnaval sobrevive rey tras rey. Hoy, como siempre, están borrachos celebrando a algún cómico o a algún comediante. Cuando les fastidian, los mandan a despedazar, secretamente, con sus mastines, después de los aplausos. A los otros, les obsequian máscaras de invitado…’, dijo finalmente la voz y se apagó tras un ruido seco. Entonces, uno de los niños me empujó con fuerza, gritándome: ‘¡a vos también te tocó hoy!’. Y tendido en el suelo, vi una gran nube que lo cubría todo, madre. Y mis ojos se cubrieron con el agua que tú me regalabas en las tardes, madre. Todo esto lo vi yo, madre. Yo, Juan Manuel, vuestro hijo, vuestro hermano y vuestro compañero…”.

Medellín, década del 90’


Equipo de Redacción

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *