Mitologías de la identidad; por Alma Karla Sandoval

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Fragmentos de la obra de Rafael Argullol y la inteligencia de Susan Sontag son comentados por Alma Karla Sandoval en esta entrega a propósito de la poesía cuando atraviesa otros géneros literarios

Estoy cada vez más convencido de que el conocimiento de lo que somos cada uno de nosotros es algo que se da súbitamente, de golpe, a través de un solo relámpago que de modo inesperado cruza la oscuridad. Algo similar, por tanto, a la iluminación que dicen experimentar los místicos con respecto a lo que es dios. La diferencia, sin embargo, es que el conocimiento de lo que pueda ser uno es una tarea más difícil y sinuosa que cualquier iluminación divina puesto que nunca estamos preparados para percibir el relámpago y, en consecuencia, olvidamos su esplendor. La mayoría acaba siendo inconsciente de este olvido como el rayo nunca hubiera existido. Únicamente unos pocos presienten que algo sucedió y quieren aprender a recordar el momento en que la noche de sus vidas se llenó de claridad[1].

       Unos pocos que serían poetas, pero sin ningún otro propósito que narrar la historia de su ardor, tal como insistía Sontag: “La prosa del poeta trata casi siempre de la condición de poeta. Y escribir tal autobiografía, como definirse poeta, precisa de una mitología de la identidad. La identidad descrita es la del poeta, ante la cual se sacrifica a menudo y sin piedad el yo diario (y otros)”, esta ofrenda de sí mismo no les corresponde solo a esos seres medio angelicales y/o diabólicos que nos han querido vender desde la romantización in extremis del poeta, una idealización que no solo les atribuye por derecho propio o simple necedad de transitar la vida como tales. No basta con la boina, la pipa ni un paseo matutino por Isla Negra, no se disculpa ningún exceso ni delito porque la persona en cuestión es artista, requiere de emociones sin límites morales, después de todo, según la visión de este intelectualismo decadente: el arte es una patente de corso para destruir a quien decida, o se le imponga, ser musa de usar y tirar.

     Estos mitos contribuyen a una taxonomía aristotélica de los géneros literarios que ya por ser clasificación y devenir de Aristóteles deberíamos cuestionar porque el ser es nada cuando el signo, el sema y los espacios de indeterminación de la expresión literaria existen con proyectos de trascendencia que no sirven a intereses o criterios de calidad hegemónica que coartan la autonomía de la escritura per se, que la encadenan como el rotulismo fuera la última verdad sobre cualquier análisis. Admito que muchas obras se escribieron de acuerdo con las convenciones de tal o cual género, esto es dentro de los marcos formales de lo que se considera un cuento o una novela, aun cuando sus definiciones en estricto sentido también pueden ser problemáticas. Hay de tonos a tonos, la neutralidad academicista en el ensayo se exige para no confundir tal y como Platón corrió a los poetas de su república ideal. Pero el alma es una cárcel para el cuerpo. No al revés.

      Es sabido que la poesía como viento acaricia el mundo libremente, mueve las hojas de los árboles de la conciencia para evitar un estatismo de roca. El poema, comentaba Octavio Paz, convertido en poesía erecta, sigue otras rutas donde ritmo e imagen construyen artefactos que nos permiten soñar con los ojos abiertos. Pero la erección de la poesía vuelta palabra, un puñado de versos, no es el único recipiente del fenómeno. Bachelard habló de la salvación del instante de ese poder escurridizo sobre el tiempo que los lectores más sensibles extraen del ensayo como si fueran flores nocturnas que no existen, especímenes de rara fragancia. Argullol otra vez: “Cuando pienso en lo mejor de la infancia recuerdo el leve aleteo de la libélula sobre el charco: el mundo era rojo y brillante como su cuerpo y el futuro olía como la tierra mojada tras las lluvias de septiembre. No sé si entonces comprendía la belleza de aquel rubí detenido en el aire. Pero sentía su poder: mantenía a raya los inviernos”, esta frase no se presenta cortada en el libro El puente fuego con la pretensión de quien se autonombra poeta, sin embargo, la intención del autor en términos bajtianos y siguiendo a Sontag, “el poeta siempre está lamentando un edén perdido; rogándole a la memoria que hable o que solloce”, se hace patente. Argullol ensaya poetizando porque mantener a raya el frío es una ocupación que a la prosa le queda grande. O no. Afirmarlo sin preguntas equivaldría a seguir alimentado el mito cuando en realidad, los límites de la prosa y la poesía se han vuelto mucho más difusos.

    El dualismo, la confrontación entre esas temperaturas, marcha versus danza, señaló Valéry, lastiman el horizonte de la crítica incapaz muchas veces de separar el trigo de la paja admitiendo que en ocasiones no hay ni uno ni la otra, tal vez solo granos de un cereal que no es transgénico, sino gender fluid como ha sido en un principio, ahora y siempre… Además, no puede soslayarse el ethos maximalista del artista postpandémico quien persigue una obra que alcance sus extremos, una propuesta trashumante y distópica sembrando moras o cantos de sirenas en cualquier antípoda porque si la prosa es el Estado, deberíamos hacer política ahí donde se piensa que no está permitido. De esta actitud rebelde abrevaron las vanguardias con dosis consabidas de ruptura que, a la larga, si bien es cierto que sirven a la tradición, esta es una abuelita lesbiana vendiendo chocolate homónimo.


[1] Rafael Argullol. El cazador de instantes. Cuaderno de travesía: 1990-1995. Barcelona: Acantilado, p. 68.

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