Marosa o la génesis de un sueño; por Alma Karla Sandoval

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Marosa di Giorgio, la maga de imaginación de corolas de humo y sangre, es revisada a vuelo de colibrí por Alma Karla Sandoval en esta columna.

El alma no se explica cuando es un vampiro. A lo sumo se eriza la piel porque un picaflor le trabaja el sexo y el espíritu de Marosa di Giorgio brama y llora porque esa ave no se detiene, ahí. No, no se explica un árbol de magnolias oculto en los ramos del Libro del Destino. Ni la voz que retrocediendo va hacia esa luz vegetal, a ese prodigio poético, que se despierta en otro plano porque sin ese árbol de magnolias no puede ser la eternidad.

El alma no se explica cuando es un vampiro. A lo sumo se eriza la piel porque un picaflor le trabaja el sexo y el espíritu de Marosa di Giorgio brama y llora porque esa ave no se detiene, ahí. No, no se explica un árbol de magnolias oculto en los ramos del Libro del Destino. Ni la voz que retrocediendo va hacia esa luz vegetal, a ese prodigio poético, que se despierta en otro plano porque sin ese árbol de magnolias no puede ser la eternidad.

     No, no se explican los leones que devoran a una abuela voladora como una maga suprema en el reino milagroso de la poeta uruguaya. No se explica porque si se entiende, el hechizo se rompe y en la confusión, en el flujo onírico de una poesía única, innovadora, encontramos el cráter de la existencia de, por ejemplo, del lobo que esperó a que la niña del huerto (la de los poderes de la visión y el lenguaje como liquen fluorescente) se hiciera mujer para descuartizarla. Eso no solo no se explica, no se puede imaginar sin horror ni sin amor por la vida de los hongos, esa raza, ese ADN del delirio.

      Por eso fallan quienes intentan apresar al colibrí gigante, pero ligero que fue Marosa con su pelo rojo, sus vestidos blancos y claveles leyendo poesía para borrar el mundo con el paso de conejos y ángeles de alas de mosca. He ahí la mejor huida, la escapatoria donde tampoco lo raro deja de existir, pero normalizándose en un universo donde el alma también es una muñeca grande con rizos y vestido celeste, se traduce en una rutina de tempos fantásticos.

Marosa di Giorgio

     Es aquí donde fallo porque digo que no se explica la voz de Marosa y lo intento como otra de las niñas desobedientes de sus poemas o las doncellas que ven pasar el tiempo sin que el tigre ansiado las devore, las elija para celebrar la boda con su propia destrucción, es decir, su estar en el mundo como todas las mujeres: como animal para el sacrificio que se ama, para la herida cuyo rizoma es infinito en los misales de las vírgenes, en los poemas señalados con una “X” que son santos, relámpagos, varones de las rosas, metáforas imposibles y verdaderas en cada uno de esos mundos llamados páginas. Sigo sin querer explicar, sigo en la memoria de duraznos como lamentos gozosos, en los papeles salvajes cuya domesticación queda anulada por el festín de los sentidos, los olores en las alegorías, las sinestesias del organdí, de los encajes, de las porcelanas en las tazas de té, de la pinturas que se mueven en las cajitas donde guardar perlas o aretes que hablan, en todo aquello nunca ausente en la infancia como espejo que se cruza porque esa temporada es una iniciación de la que la poeta nunca vuelve.

    Ella, como en Viaje a la semilla de Carpentier o El curioso caso de Benjamin Button de Fitzgerald, regresa al origen para encumbrar cada reflejo, cada poema hechizado con vino de sangre de flores, con ese ritmo cuya luz funda una oscuridad donde el lector posee visión maravillosa. Eso es lo que vemos: la asunción de la palabra arbórea, de un fenómeno que quiebra los cristales de las convenciones estéticas y pulveriza el modernismo con las espinas del modernismo; sobre todo con su talante exótico porque el tiempo de la poesía de Marosa es el del mito, el del «había una vez». Tiempo circular, mágico, sin orillas. Hay, debe decirse, un preciosismo burgués en todo lo que esta bruja del significado entrega, una debilidad por las joyas, por los tesoros de la familia, por la herencia, por un matrilinaje sagrado. De tal forma que el verdadero poder de los personajes de este mundo es el de la existencia iluminada en medio de estancias al parecer del otro mundo, casi eternas, porque el viento y la lluvia las lavan y abrillantan de este modo:

Era de ver aquellas nieves, aquellas cremas,
aquellos hongos purísimos... Esos rocíos, esos huevos, esos espejos.
Escultura, o pintura, o escritura, nunca vista, pero, fácilmente descifrable.
Al entreleerla, venía todo el ayer, y se hacía evidente el porvenir.
Los poetas mayores están allá, donde yo digo.

     Hace falta disolver el tiempo como si fuera azúcar de cereza para sostener tal afirmación: que los poetas mayores se encuentran donde una poeta que no puede ser clasificada como menor o enorme, dice. Hace falta irse muy lejos, volar y flotar con alma de vampiro grueso granate, aterciopelado, que se alimenta de muchas especies y de solo una: el deseo que erotiza la fruta y el hueso de su llaga; para inventarse una literatura feral y feroz.

Alma Karla Sandoval

Columnista

Equipo de Redacción

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