«Los ojos del capirote», un relato de Salvador Robles Miras

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Presentamos un relato del escritor, pedagogo y periodista Salvador Robles Miras.

LOS OJOS DEL CAPIROTE

          Borja, de siete años recién cumplidos, contemplaba embelesado al nazareno que, ataviado con una túnica y un capirote blancos, desfilaba por la calzada, junto a las varias decenas de cofrades que integraban la hermandad de El Corazón de Jesús, tocando primorosamente el tambor. De repente, el corazón del pequeño se aceleró, conmocionado por el fulgor inconfundible que había distinguido en los ojos que lo miraron de refilón por entre las rendijas de una capucha. 

          -¡Mamá, acabo de ver a papá!

          -Qué cosas tienes, Borja.

          -Te aseguro que lo he visto. Es ése de ahí, el nazareno del tambor, el que toca ahora el…el…

          -El redoble.

          -Eso.

          -No puede ser.

          -Es él, mamá -insistió el chiquillo mientras señalaba con el índice al nazareno artista.

          La mujer, ante la insistencia de su hijo, dirigió la vista hacia la figura que se alejaba tocando el tambor. Sí, de espaldas, era muy parecido a su esposo; no resultaba extraño que la inconsolable nostalgia del niño lo hubiese convertido en el padre difunto.

          -Papá murió hace un año, un mes y cuatro días en un accidente de tráfico… ¿Borja?

          El crío había desaparecido. La mujer miró angustiada a izquierda, al frente, detrás, a la derecha… Suspiró aliviada cuando dirigió la vista al fondo de la calle. Borja caminaba junto al tamborilero entretanto simulaba tocar un tambor imaginario. En un momento determinado, el nazareno le tendió las baquetas a Borja para poder cogerlo en brazos y auparlo sobre sus hombros, tal y como solía hacer el padre del niño cuando iban de paseo. La mujer, dominada por un temor infundado, se abrió camino entre el numeroso público que contemplaba desde las aceras la procesión del Viernes Santo. Cuando llegó a la altura del nazareno y Borja, el hombre giró la cabeza hacia ella, y ésta quedó prendida de sus ojos, azules celestes; uno de ellos le hizo un guiño un segundo antes de que el hombre bajara al pequeño de sus hombros y lo pusiera entre los brazos de la atónita mujer.

          -Gracias, señor –dijo la madre de Borja emergiendo del sortilegio.

          -De nada. Tiene usted un hijo maravilloso.

          Si los ojos hubieran sido verdes, ella también habría pensado que su marido había vuelto temporalmente de entre los muertos para hacer gala de su virtuosismo con el tambor en la procesión del Viernes Santo. Porque el nazareno tenía los ojos azules… ¿o acaso eran verdes?

A la mujer, con el niño abrazado contra el pecho, le palpitó el corazón mientras seguía con la mirada al penitente, quien en esos momentos doblaba la calle junto a los restantes componentes de la cofradía de El Corazón de Jesús. Si Borja aseguraba que, todas las noches de Reyes, Baltasar entraba en su habitación y depositaba varios paquetes de regalos en torno a sus zapatos, ¿por qué no iba a haber visto a su padre difunto tocando el tambor en la procesión del Viernes Santo?

Salvador Robles Miras


Equipo de Redacción

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