«Los invisibles» de Ildiko Nassr; Angélica Guzmán Reque

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Angélica Guzmán Reque aborda en su columna la obra ‘Los invisibles’ de Ildiko Nassr (Colección Digital de Microficción Iberoamericana, Editora BGR, 2023)

«Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el arte de vivir juntos, como hermanos».

Martin Luther King

La obra Los Invisibles del autor Ildiko Nassr es una protesta por la falta de solidaridad en la que parecemos estar inmersos, en el mundo entero, donde cada ser existe, no vive, en un medio hostil, sin sentimiento de amistad hacia el prójimo.

Qué significa ser invisible: es no ser visible a la vista, peor a la presencia del otro, que nadie lo perciba, que nada, ni nadie se dé cuenta que está presente o ausente. Que la vida le da invisibilidad porque es un ser, cuya existencia nadie la desea, nadie la reclama, nadie la descubre. «El hombre se siente frustrado y sigue dibujando sobre el piso: inunda veredas y calles con imágenes de todo lo que habita en su mente. /Los dibujos se parecen tanto a aquello que representan que cobran vida y se mueven al ritmo del lápiz. /Un universo es devorado por otro.» Es el universo que solo lo percibe él y poco le importa del mundo que le rodea. Sigue a las horas, como quien se inserta en los eslabones de un destino de nubes desoladas.

Son los que existen, como una nube densa, en la desolación de las calles, en el frío de las madrugadas, en el deslizarse de las gotas de lluvia por su aterido cuerpo, sin embargo, alguna vez, sienten las manos dadivosas de alguien que percibe esas presencias y les da calor en la mirada menesterosa: «Van a la guardia todas las noches, en el cambio de turno de las 22 horas. Piden sus medicamentos. Escuchan los retos sobre el paco, la prostitución, la comida. /Se hace lo que se puede en la calle, doctorcita. Usted es la única que nos ayuda, que nos ve. /Sin mirarlos, ella responde: hago mi trabajo. /Se le escapa una lágrima.»

La desolación prosigue, no tiene edad, menos condición social. No se puede esconder la falta de alimentación a que conduce la flagelación de un organismo que lo va mutilando, poquito a poco, hasta convertirlo en un guiñapo humano, que solo un corazón que siente es capaz de condolerse: «La portera le prepara un té y le da cuatro bizcochos que había comprado para ella. Lo dejan comer a solas, en el pasillo que une (o separa) la cocina del patio. Nadie dice nada, porque todos saben lo que es el hambre, lo que hace con las personas.»

Los que buscan guarecerse en el rincón de la ignominiosa desaprobación del que mira y no ve, de aquel que duerme en un mullido colchón, pero no conoce la dureza del suelo y el frío de las noches de miseria contraída, unas veces por aprendizaje de la ociosa permisividad, otras por la debilidad del espíritu que se abandona por fuerza de voluntad o por la falta del calor humano que le impulsa hacia al arrojo inhumano, de mirar y verse en el reflejo del espejo del mundo, donde todavía se refleja el aspecto de un ser humano: «Duerme en el atrio de la iglesia. A la noche, se esconde entre las sombras hasta que el sereno cierra las rejas. Lo huele, pero no puede verlo. O se hace el tonto para brindarle un refugio en la galería, como a los perros. /A la madrugada, antes de la misa de 6, vuelve a escabullirse entre las sombras, y regresa cuando los fieles vienen desde sus casas a expurgar alguna culpa o pecado.»

Nuestro mundo parece circunscrito dentro de una pantalla, ahí está la pantalla del televisor que nunca falta en un hogar, más o menos acomodado, o la gran pantalla de una sala de cine, o la pantalla de la computadora, o, finalmente la pantalla de tu celular, pero siempre presente, unas veces para distraer tu atención, otras, para buscar tu conexión con el mundo de las noticias, unas malas, otras sorprendentes, Lo que no intuyes es que estás cegado por la pantalla del poderoso, del que manipula el mundo que quiere que sepas, es una maniobra soslayada, pero la sigues: «Tu papá te decía que se había hecho una galleta o un pachiquil cuando se le mezclaban las líneas de las cañas de pescar. Paciente y concentrado se dedicaba horas a ordenar ese caos. Algo parecido a lo que hacés frente a la pantalla cada día: ordenar un caos. Proveer de belleza al mundo, al pequeño mundo que te rodea. Una belleza que no siempre es amable y bien digerida. Todo lo contrario. A veces es una belleza que estremece y aterra. Pero nunca deja indiferente a quien se cruza con ella.»

Este mundo invisible le pertenece, también, a la vejez, al anciano que ha pasado su vida cuidando y alimentando al ser de sus entrañas y, se extraña que, tiene hijos desparramados por muchos lugares, trabajos, empresas, hogares, pero se olvidaron de aquel ser que no vivió porque el tiempo se le consumía entre el cuidado y la vida holgada que debía brindar a sus seres queridos. La anciana que se olvidó de sí misma y, no comprende que, cuando las fuerzas y la voluntad de vivir la abandonaron, se encuentra en la soledad de la ancianidad; aquella a la que, un día la encuentran muerta: «Los vecinos ingresaron a la propiedad, con bomberos, policía, fiscales, paramédicos, hachas en mano y máscaras en la cara. Encontraron a la anciana empalada y abrazada a una carta en la que se podía leer su pedido: no me dejen morir como a una mariposa atravesada por un alfiler.»

El ser invisible es deambular ante los ojos que no pueden o no quieren ver una presencia que, ni siquiera es un objeto, al que se lo guarda o, simplemente se lo echa a la basura, lo que no se puede hacer con la persona, pero el ignorar esa presencia o, peor verla solo para maltratar y dejar huellas en el cuerpo y, también en el alma; es una sinrazón de una enajenación en un mundo sin compasión: «Mientras teje, recuerda en la punta de sus dedos la caricia en la pancita de su bebé con un chalequito igual. Ese ser diminuto era su refugio, era quien la hacía olvidar el ruido del cuerpo herido al caer, el dolor del puño lastimando la cara, los hematomas y las excusas, los pedidos de auxilio sin escuchar, las amenazas, la sangre tan difícil de limpiar de las manos, de la ropa, del piso, de las paredes, del alma.»

Sin embargo, hay una brizna de esperanza para seguir en el mundo de los visibles, escapar de la guerra para librar otra batalla, seguir otros caminos, ver la luz al final de un túnel que le producía desazón, temores, abandono que van sumiendo en un dejarse llevar por una marea que, indudablemente la conducirán a un profundo fondo de aniquilación total. Ahí está la esperanza: «Salir del círculo de la violencia es emerger de aguas profundas. Desnuda, sin saber adónde ir. Pero dejando atrás el dolor, que sólo aparecerá para recordarnos aquellas marcas que hoy nos permiten ser quienes somos, para no volver atrás.»

Amigo lector la obra Los invisibles es una profunda reflexión sobre lo que hacemos o podemos hacer en favor de la gente desfavorecida, débil, sin amor, en el mundo. Estas y otras reflexiones son cada uno de los cuentos sencillos, pero de profunda humanidad. Será una lectura de visibilidad al mundo donde estamos. Reflexionamos con Aung San Suu Kyi, política y activista birmana que expresa «La paz no sólo se consiste en poner fin a la violencia y la guerra, sino a todos los demás factores que amenazan la paz, como la discriminación, la desigualdad, la pobreza».

Equipo de Redacción

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