Los celos de la poesía; por Alma Karla Sandoval

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Suele decirse que la poesía es celosa, mucho, una amante severa que te reprende solo por asomarte en la calle de otro género. Supuestamente no admite ese tipo de traiciones, así que más vale no escribir y mucho menos publicar prosa», comenta Alma Karla Sandoval sobre las fronteras inventadas de los géneros literarios.

 

Los celos de la poesía

Asedio a Charles Simic, encuentro nieve en las ventanas de su contemplación con vueltas de tuerca irónicas en los poemas de esos relámpagos o en los relámpagos de esa versificación. Dicha escarcha recuerda el blanco de la poesía de Tranströmer o la desesperación albeante de Ajmátova. Simic es uno de los poetas más reputados de la actualidad por los premios que ha obtenido y la disciplina con la que desde 2010 viene publicando otra clase de obras: artículos, memorias, ensayos, sin perder la chispa del nigromante. Suele decirse que la poesía es celosa, mucho, una amante severa que te reprende solo por asomarte en la calle de otro género. Supuestamente no admite ese tipo de traiciones, así que más vale no escribir y mucho menos publicar prosa. De lo contrario serás visto con poca seriedad; llegará un día en el cual los críticos no van a saber cómo clasificarte, en qué jaula encerrar tus letras como un canario, pues no siempre se deshacen en elogios cuando hablan de poetas con narrativa o periodismo en su haber.

    Casos como los de Octavio Paz y Jorge Luis Borges son tomados como anomalías, monstruos cuya genialidad se presentan cada siglo o de vez en cuando en una generación. Lo demás es lo que sobra. Cierta tarde, en un restaurante mexicano de Bogotá, Marco Antonio Campos dijo con resignación que un Vallejo, un Neruda, son los grandes generales de un carro tirado por caballos, es decir, por poetas menores como él. En otro país del sur leí París no se acaba nunca de Enrique Vila-Matas, para quien los autores que insisten en escribir poesía más allá de los treinta años sin dar golpes de timón a la novela le parecen más inteligentes que los venales, decididos a mantener una familia. Eso de los treinta años es idea de Víctor Hugo y lo dice Roberto Bolaño en Entre paréntesis. Como se observa, tanto el catalán como el chileno contribuyen con sus opiniones a la sacralización de la poesía. No estoy de acuerdo por casos de poetas con prosa de excepción como los del mismo Simic, Valéry, Rilke, Brecht, Mandelstam, Tsvietáieva. El primero es un ensayista rebelde, poeta de hueso colorado, que cita al nobel mexicano en El flautista en el pozo: “Concuerdo con Paz en que es imposible ser poeta sin creer en la identidad de la palabra con su significado. Existe algo más allá del lenguaje de lo que depende la existencia de todo poema. La queja de que el lenguaje pretende hacernos las cosas presentes, pero nunca lo consigue no es nueva en los poetas. Sí, escribir distorsiona la presencia. Sí, hay un abismo entre las palabras y la experiencia de la presencia que el poema trata de nombrar. Sin embargo, todavía podemos tener una buena idea de lo que dicen Safo y Ana Ajmátova”[1]. Para empezar, la primera le dice a una amante que hizo bien en ir a visitarla, ya estaba esperándola desnuda. Para terminar esta idea, la segunda autora no achica su potencia haciendo fila bajo la nieve de Moscú para acercarse a ver la lista de los muertos de la guerra donde podría aparecer su esposo, a quien le gustaba la mermelada, los pavorreales, pero no el llanto de los niños, ¿cómo sé todo esto? Por sus textos, fueron las mujeres quienes inventaron el poema lírico, el espacio donde el ser existe, la arena dramática del ser en gerundio, en un presente llamado instante por Gaston Bachelard.

    Me refiero a un tiempo fugaz imantado de eternidades porque solo ahí puede suceder el hallazgo; al menos en teoría, no lo garantizo porque me consta que para escribir un gran poema se debe trabajar mucho, corregir obsesivamente, buscar sinónimos, releer, cuidar el ritmo, tachonear, jugar con tantas versiones como sean posibles, combatir las rimas, mimar el oído. El poema es un cíclope demandante. La belleza que retiene, el hechizo que encarna exige concentración, sudores; dejar que la fantasía del cuerpo se imponga como cuando tenemos un orgasmo. Para escribir versos se debe atender a lo que Rosa Montero explica: “Ocurre lo mismo con el sexo: para que sea bueno debe mandar el cuerpo (ahora que lo pienso, de estos dos ejemplos se extrae un gran consejo: apaga la cabeza cuando te abraces a alguien). Y el caso es que en el proceso creativo pasa lo mismo. Para bailar bien hay que anestesiar al yo controlador”[2], entrando en confianza con esta autora, podríamos afirmar lo siguiente: la poesía dentro de cualquier género nos pide que nos quitemos los zapatos, nos soltemos el cabello nos dejemos llevar. Así, deschongados, sin el corsé ortopédico de nuestro super yo, escribir las líneas siguientes:

     Ser sirena, mitad humana y otra parte animal, como un centauro. Que el mito alcance para vivir. Que el mito nos sostenga como las columnas inmaculadas de un cielo prohibido. Eso, ser ensayo. Mitad y mitad de no sé qué, pero compartida con un saber indócil. Qué más da si no es propio como el cuarto o la buhardilla pessoniana, espacios con fecha caducidad, celdas o refugios de los nuevos nómadas. Ser para habitar una situación que encaro, para contarla o descubrir la autoficción de este momento, este ahora sin maquillajes ni voces políticamente correctas. Ergo, mandar al diablo a Cyril Connolly, a la sentencia con la que abre su mejor obra: “Cuantos más libros leemos, mejor advertimos que la función genuina de un escritor es producir una obra maestra y que ninguna otra finalidad tiene la menor importancia»[3], y ¿luego qué?, ¿morirnos?, ¿llenarnos de obras maestras? Concuerdo con esa ambición, pero puede resultar paralizante. Si el ensayo poetiza es porque no acaba de terminar (como la modernidad misma) ni se tiene claro si su principio es el que es.

     Tiempo del mito. Quirón, el más noble y sabio de los centauros, es hijo de un titán (Cronos) y de una oceánide[4] (Fílira). Él estaba casado con Rea y para evitar ser descubierto, se transforma en un caballo. En esa forma copula con la joven que huye a las alturas de los montes donde da a luz al mutante con el que Alfonso Reyes identifica al ensayo, un género que, siguiendo esta mitología, proviene de una infidelidad común en los dioses y los hombres. Pareciera mediana esa transgresión, pero la historia de la literatura demuestra que es una de las situaciones dramáticas que más alimentan al relato. Francesca y Paolo, he ahí un ejemplo de lo que es girar sin pausas en el infierno porque la pasión es tornado o remolino que devora la sensatez. Siempre he pensado que esa metáfora airada de La divina comedia alude a la vulnerabilidad de los sentidos, a la rapidez con que un huracán atraviesa la vida y arranca las raíces ms profundas de los árboles, nuestras genealogías extraviadas en los abigarrados cielos del deseo.

     No pueden decir que no lo intenté. No se me culpará de evadir la experimentación en un ensayo cuyo núcleo es lo poético como virus en una realidad cada vez más oxidada aún con cubrebocas cuando entramos a un Oxxo y la prepotencia de los guardias en las estaciones de autobús, en las entradas de los supermercados cuando te ven con la mascarilla mal puesta porque necesitas respirar, pero te exigen la coloques en su sitio, el de un bozal. Es la misma actitud con la cual nos enseñan, en la secundaria o en la prepa, a escribir ensayo. Estoy segura de que nadie entiende bien cómo se hace, en qué consiste. Mucho menos los profesores negados al libro, la mayoría alérgicos a la lectura por placer, la única esencial, la libertadora, la hija de todos los mares de la pasión por la letra.

    Lo intenté, ya lo dije, pero a María Negroni le sale mejor atreverse híbridamente cuando escribe, a ella no le importa que la poesía sea celosa, no se engancha con los mitos febles de la creación:

  La escritura es un asunto grave.

   No basta con recoger los restos del naufragio.

   Hay que instalar, en medio de las ruinas, las marcas de la obsesión.

   Y después dejarse embeber, eludiendo el tedio de cualquier presente.

   Todo lo que pide es ser la intemperie misma.

   Tirar del hilo de la madeja de lo que no sabe, para hilas con eso un pensamiento ciego.

    A veces, por esos vericuetos se llega lejos.  

    Se abandona la estupidez.

    Se tolera el peso de lo escaseado.[5]

   ¿Ven?, ¿qué tal si ladrarle a la luna sí es poesía?

   Adenda a lo Heidegger: “Buscamos la realidad de la obra de arte para encontrar ahí el arte verdadero que está en ella. Se comprobó que lo real más patente en la obra es su cimiento cósico. Pero para aprehender el ser de la cosa no bastan los tradicionales conceptos de cosa, pues equivocan la esencia de lo cósico. El concepto dominante de cosa, la cosa como materia formada, ni siquiera se ha deducido de la esencia de la cosa sino de la esencia de ese útil”[6].   

    Qué bueno que la poesía no sirve para nada, dicen.


[1] Simic, Charles. (2011). El flautista en el pozo. Ciudad de México: Ediciones cal y arena, p. 146.

[2] Montero, Rosa. (2022). El peligro de estar cuerda. Barcelona: Seix Barral, p. 109.

[3] Connolly, Cyril. (1995). La tumba sin sosiego. CDMX: UNAM, p. 9.

[4] En las mitologías griega y romana, las oceánides eran ninfas hijas de Océano y Tetis. Cada una de ellas estaba asociada a una fuente, a un estanque, a un río o a un lago; pero siempre se trataba de corrientes de agua dulce. Eran hermanas de los oceánidas, dioses fluviales y afluentes del río Océano.

[5] Negroni, María. (2022). El corazón del daño. Ciudad de México: Random House, p. 21.

[6] Heidegger, Martin. Arte y poesía. Ciudad de México: FCE, p. 53.

Equipo de Redacción

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