Lo que Svetlana escuchó; por Alma Karla Sandoval

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«Siempre habíamos estado o combatiendo o preparándonos para la guerra. O recordábamos cómo habíamos combatido», escribe Svetlana Aleksiévich en una obra que Alma Karla Sandoval recuerda a propósito del conflicto armado en Ucrania.

Lo que Svetlana escuchó

De repente un país con bandera azul y amarilla es el centro del mundo. Bastaron algunas explosiones, misiles, amenazas rusas que se cumplen. Nos enteramos de súbito que Ucrania es riquísima en minerales, gas, petróleo, trigo y todo aquello que Europa necesita para alimentarse, incluso para beber, para olvidar: cebada para la cerveza ahora que viene el verano y quién sabe qué tipo de primavera lo precederá. Eso solo lo sabe o lo ha planeado Putin, el señor de la guerra atacando a tiempo, en las horas más bajas de una pandemia. No en balde se adelantó con las vacunas. Pegó primero vacunando a sus propias hijas; sigue golpeando el escenario mundial advirtiendo que tiene juguetes nucleares para dar y repartir.

    Ya lo sabía Svetlana Aleksiévich, premio Nobel atípica porque su voz proviene de la crónica, esa rama bastarda de la literatura con la cual las voces de los testigos suenan como son, se escuchan alto.  Por eso al preguntarle a esta ucraniana cómo se definiría, ella responde «como una gran oreja», en contraste con Flaubert quien dijo ser una pluma. De esa venturosa habilidad de escucha proviene su prospectiva atinada. La autora de La guerra no tiene rostro de mujer demuestra con más de mil entrevistas a mujeres sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial en Rusia que los roles de género se imponen en tiempos de paz porque cuando esta acaba, tanto ellas como ellos son francotiradores, partisanas, pilotos de aviones de caza, soldados con moños en los uniformes, capitanas condecoradas quienes una vez que regresan a ser civiles, se casan para atender a su marido dóciles y sometidas. Pero no es lo único en ese gran fresco polifónico con cientos de relatos de una misma guerra narrada de innumerables formas; ahí también se advierte sobre la resistencia de un pueblo que, en tiempos de tanques, misiles y armas químicas, no se arredra. El alma rusa, como apunta Svetlana, sacrifica lo que sea en pro de la victoria. 

    Esos apuntes y otros llevaron al exilio a la cronista refugiada en Berlín como si se tratara de una pirueta del destino porque la nación enemiga por excelencia de aquella historia es ahora quien protege a la voz de una mujer incapaz de callarse o condenar al olvido a la demás: «Recorrí un largo camino junto a mis personajes. Como ellas, pasó mucho tiempo hasta que pude asumir que nuestra victoria tenía dos caras: una es bella y la otra es espantosa, cubierta de cicatrices. Mirarla es doloroso», asegura en las primeras páginas de su obra trenzada con los hilos de voces poderosas en cantidad, en cualidad; con respeto a una narrativa oral que no se atropella ni tergiversa, sino que se ordena, se aclara, denuncia los grises de la verdad que suele encontrarse en el pasado, en el color rojo que al volver de la guerra las mujeres no soportan por haberlo visto regado en el suelo, cayendo de las nubes, brotando en sus uniformes.

   ¿Cómo será ahora que este conflicto «le roba cámara» a los sempiternos combates en Medio Oriente o África?, ¿dónde quedan las mujeres de Siria, Yemen o las de Somalia?, ¿vale más un pequeño país con una variedad envidiable de recursos naturales y posición geopolíticamente estratégica?, ¿quién está inventando esta guerra y para qué? Si la musa canta la cólera de Aquiles, ¿este reencarna en un dictador?, ¿la gran madre rusa, bélica e imponente, ha despertado?, ¿o siempre tuvo los ojos abiertos?:

La aldea de mi infancia era femenina. De mujeres. No recuerdo voces masculinas. Lo tengo muy presente: la guerra la relatan las mujeres. Lloran. Su canto es como el llanto.

En la biblioteca escolar, la mitad de los libros eran sobre la guerra. Lo mismo en la biblioteca del pueblo, y en la regional, adonde mi padre solía ir a buscar los libros. Ahora ya sé la respuesta a la pregunta «¿por qué?». No era por casualidad. Siempre habíamos estado o combatiendo o preparándonos para la guerra. 
O recordábamos cómo habíamos combatido. Nunca hemos vivido de otra manera, debe ser que no sabemos hacerlo. No nos imaginamos cómo es vivir de otro modo, y nos llevará mucho tiempo aprenderlo.

En la escuela nos enseñaban a amar la muerte. Escribíamos redacciones sobre cuánto nos gustaría entregar la vida por… Era nuestro sueño.

Sin embargo, las voces de la calle contaban a gritos otra historia, y esa historia me resultaba muy tentadora.

   Escribe Aleksiévich en el libro del que he hablado líneas arriba mientras asumo, otra vez, que la literatura nos arma para enfrentar la historia que se repite, la épica absurda, pero épica al fin y al cabo donde las mujeres son botín; pero que cuando la guerra crece, cuando alcanza su máxima estatura, también les borra el rostro a ellas porque no hay rol en la línea de combate que se le escatime a ningún ser humano cuando se trata de ganar o aniquilar.

Alma Karla Sandoval

Columnista

Equipo de Redacción

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