Lecciones para huir de la grandilocuencia, por José Hugo Fernández

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Rainer Maria Rilke dijo alguna vez que cuando descubrió a Paul Valéry, se descubrió a sí mismo. Supongo que al poeta canario Antonio Arroyo le gustaría decir otro tanto respecto a Rilke. De hecho, lo desliza en clave de evocación mediante su poemario Las horas muertas, cuya ascendencia rilkiana más obvia, aunque no la más definitoria, remite desde el título al Libro de horas, del gran praguense.  

LECCIONES PARA HUIR DE LA GRANDILOCUENCIA

Rainer Maria Rilke dijo alguna vez que cuando descubrió a Paul Valéry, se descubrió a sí mismo. Supongo que al poeta canario Antonio Arroyo le gustaría decir otro tanto respecto a Rilke. De hecho, lo desliza en clave de evocación mediante su poemario Las horas muertas, cuya ascendencia rilkiana más obvia, aunque no la más definitoria, remite desde el título al Libro de horas, del gran praguense.  

Esa revocación de la chata trivialidad de las cosas para transformarlas en imágenes poéticas que enaltecen su significado, a la vez que gratifican la visión de quien las mira. Esa especie de íntima cosmogonía donde los objetos corrientes desfilan revestidos con las más inauditas alusiones y donde las palabras se desembarazan, tuercen bisagras, libres de su habitualidad, en busca de nuevos sentidos… Son a no dudar dispensaciones del Libro de horas para Las horas muertas. Y no son las únicas. También el ascenso de la condición de solitario como parte de la integridad emocional del poeta, resulta una dote rilkiana perceptible a ojos vista en este libro de Arroyo. Tanto como lo es su caleidoscópico poder, elegante y traslúcido, para recolocar al lector frente a las sencilleces de la vida.

No obstante, me parece que antes de haber pasado por el filtro rilkiano, la poesía de Arroyo debió ser ya deudora de influencias cuyos patrones se localizan lejos en el tiempo, quizás en la oda y la elegía, aunque no justamente a través de sus cultores iniciales en la antigua Grecia. Pongamos que Las horas muertas, y también otros libros del autor (como Música para un arjé) responden más a Horacio que a Píndaro, más al meditativo Fray Luis de León que al cáustico Arquíloco. Aunque no es asunto que importe demasiado para el caso. Pues se sabe que todo cuanto escribimos no es sino continuación de algo que ya fue escrito. En definitiva, la vasta capacidad sugestiva y el compendio de saberes y sentires con que Arroyo borda cada pieza de este poemario, demuestran ser más suyos cuanto más originalmente él ha logrado insertarse en la corriente de una milenaria experiencia creadora.

Así es que suyo, sin el menor reparo, debe ser el encanto estilístico que posiciona a Las horas muertas entre esos libros que uno quiere tener siempre a mano para el disfrute inacabable de la relectura.

“Sembrar a manos llenas, no a sacos llenos”. Fue el consejo que, según cuentan, le extendió a Píndaro la cuasi mítica poeta griega Corina de Tanagra. Y quién sabe de qué misteriosos conductos se ha valido Arroyo para apropiárselo. A manos llenas desarbola él las rutinarias envolturas del lenguaje para extraer connotaciones innovadoras, energías que no eran visibles por más expuestas que estuviesen ante nuestra mirada. A manos llenas, pero no a sacos, lo que es decir pródigamente, sin traspasar las lindes de lo exacto, enhebra sus versos, conservando el tono y la luminosidad que les son propios, tanto como su agridulce ironía, o el armonioso compás que sostiene la estructura en todos sus poemas, o ese incesante hablar consigo mismo, que es su yo poético o tal vez sea Dios o aquel o aquello que mejor se ajuste en cada ocasión para hacer de las palabras entes multidimensionales.

George Perec, célebre rastreador del enigma que subyace en los enseres corrientes, lo hizo con anterioridad, aunque de otra manera y persiguiendo quizá otros fines. No sé si Arroyo lo habrá descubierto, pero, en tal caso, es poco probable que al descubrirlo haya creído descubrirse a sí mismo. Se trata de dos personalidades y estilos bien distantes, lo cual no parece haber impedido que en algún momento bebieran de idéntico surtidor. “Escribir –dejó anotado Perec- es tratar meticulosamente de retener algo, de hacer que algo de todo esto sobreviva: arrancar algunos pedazos precisos al vacío que se forma, dejar en alguna parte un surco, una huella, una marca, o un par de signos». Es justo lo que él hizo en textos geniales como los de su Tentativa de agotar un lugar parisino. Y es, ni más ni menos, lo que también hace el autor de Las horas muertas: armarnos de ciertas claves que nos permitan enfocar desde otros ángulos las aparentes insignificancias del entorno.

«Imaginas el día anaranjado/que se pudre por dentro, /sobre la mesa. Un hilo verde/mana del esplendor/y tú respiras hondo no sea que/la noche te sorprenda… En la calle se pierde la voz/ del estornino. Un taladro/ cercena su leve enunciación. /Voces humanas mojan el silencio/de la mente… Solo/entre mis pasos, tan sin mí, incólume/a toda perfección… Según se acerca al centro/de la baldosa, el pie espera/la llegada del otro. La manía/del equilibrio. La tendencia/a avanzar de una forma proporcionada/ y constante desdice del rigor/de la mente que solo piensa en cuántas/ baldosas tiene el verso… Nadie camina ahora por la calle, /solo un gato y tres hilos de luz./Mis horas muertas juegan al ahorcado/con el insomnio…». Son, entre otras, las figuras que pueblan Las horas muertas de Antonio Arroyo: lecciones para huir de la grandilocuencia, guiando el foco hacia los minúsculos detalles, favorecidos por el genio poético para que estilicen nuestra cada vez más pesada civilización.   

José Hugo Fernández

Miami, enero de 2022.

Equipo de Redacción

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